10 de octubre de 2016

LA VOYEUR ADOLESCENTE

Son las 7.45 de este domingo de finales de septiembre. Sé que es tarde y que mañana, cuando despierte, me caerá una nueva bronca de mis padres por regresar tan tarde a casa después de estar de fiesta con varias amigas del instituto en el que estudio.
Pero bueno, parece que reñirle los domingos a su hija adolescente se ha convertido en algo común en sus vidas. Aunque eso será dentro de unas horas, afortunadamente. Ahora toca descansar pero antes aguantaré despierta unos minutos más. Merecerá la pena, sin duda.

Comienzo a desnudarme: me desprendo de los zapatos de tacón y luego de mi ceñida camiseta roja. Mis tetas, desnudas y sin la opresión de sujetador alguno, quedan inmediatamente al descubierto. De ellas sobresalen mis dos pezones de tono marrón oscuro, gruesos y a la vez alargados, apuntando firmes hacia delante. Me bajo la escueta minifalda blanca y quedo cubierta únicamente por las medias tipo pantyhose, negras, transparentes y finas, que dejan ver mi sexo y su cuidada línea de vello púbico. 




Maldigo al comprobar en los pantys la existencia de una carrera a la altura del lateral del muslo derecho que las hará ya inservibles.

El alcohol ingerido con mis amigas sigue haciendo efecto y martilleando mi cabeza. No me apetece lo más mínimo hacer el simple esfuerzo de quitarme las medias, así que me tumbo en la cama con ellas puestas. Recostada, lo único que deseo es una cosa: que se encienda de una vez la luz de la ventana de enfrente, la del dormitorio de mi madurito vecino. Siempre es puntual como un reloj los domingos, cuando sale a hacer deporte y son justo las 8.00, hora en la que se levanta.
Al fin se ilumina su habitación y yo, desde mi cama, con la ventana subida hasta más de media altura y por la que comienzan a colarse los primeros destellos de claridad del día, mantengo la vista fija hacia la otra vivienda. No tarda en aparecer ni medio minuto el maduro: su pelo castaño corto, el torso desnudo, fibroso pero sin muscular, justo como a mí me gusta, y ese pantaloncito corto del pijama que cubre sus partes íntimas.

Me incorporo un poco en la cama, pues va a comenzar el espectáculo: tras hacer una serie de ejercicios de estiramiento, el vecino se lleva las manos a la cintura y empieza a bajarse el pantalón. De espaldas a la ventana me ofrece la visión magistral de su culo prieto, macizo y duro, con esas nalgas tan redondas que tanto desearía mordisquear. Se gira levemente quedando de perfil: me deleito con su polla aún en semirreposo, y con sus colgantes bolas. Tiene su sexo completamente afeitado, sin rastro de vello, al igual que el resto del cuerpo, excepto los brazos. Sus piernas lucen impresionantes y esos muslos y las pantorrillas...... Mi boca se hace agua: toda su anatomía me encanta pero esas piernas me vuelven loca.

La mano del madurito comienza a acariciar la verga y los testículos de forma suave. Como una especie de ritual o liturgia que repite cada domingo, se pone a agitar su miembro, que se empalma e hincha segundo a segundo. 



 Mi mano derecha desciende hasta mi entrepierna buscando un claro objetivo: el coño. Comienzo a acariciarlo por encima de las medias y lo noto húmedo: el tejido sedoso de los pantys se empapa rápidamente.
Tras un par de movimientos manuales más, por la punta del nabo del vecino asoma el rojizo glande, mientras los huevos se balancean con cada agitación de la mano, que va aumentando progresivamente tanto la velocidad como la energía. Froto con vehemencia la palma de la mano sobre mi sexo y, al separarla, se forman varios hilos de flujo que se van alargando conforme la retiro con lentitud. Mi coño palpita y pide más guerra, a la vez que observo cómo el vecino se machaca ya el falo sin miramiento alguno y a un ritmo frenético.

Tomo mis pantys a la altura de la entrepierna y de un fuerte tirón los desgarro de cuajo, abriendo un agujero que me permita meter mis dedos y mi mano. Eso hago: introduzco en mi raja un dedo y lo entierro hasta el fondo. Lo saco y lo vuelvo a hundir. Al extraerlo de nuevo, chupo con la lengua todo el flujo que lo cubre y lo embadurna y saboreo el intenso sabor que mana de mi coño. Otra vez me penetro con él y con un segundo y tercer dedo. Mis gemidos comienzan a llenar la habitación y trato de contenerlos para que no me oigan mis padres. La mano izquierda tira alternativamente de cada pezón, provocándome un placentero dolor, mientras la mano derecha se pierde ya entera dentro de mi coño en un mete y saca imparable.

Sé que no voy a aguantar mucho más y que tampoco lo hará el vecino, pues compruebo que empieza a sufrir pequeños espasmos. Se gira del todo, se pone de frente, mirando hacia mi ventana y varios chorros de esperma manan de forma incontrolada de su granítica y curvada polla. El semen no ha terminado aún de salir, cuando me vengo como una perra y me corro chorreando entera y dejando la ropa de cama hecha un desastre y mis medias totalmente empapadas.

Veo cómo el vecino se limpia los restos de leche con el pantalón del pijama, que ha cogido del suelo y que enseguida deja caer otra vez, y cómo tras ello abre uno de los cajones del mueble: saca su vestimenta deportiva, se pone una camiseta verde fosforito y unas mallas azules oscuras con las que tapa su todavía goteante pene.





Sinceramente, no sé cómo está más bueno, si completamente en pelotas o con esa ceñida ropa bajo la que se le marca absolutamente todo.







 Una vez vestido, se acerca un poco más a la ventana, me guiña, cómplice, un ojo dedicándome una sonrisa, apaga la luz y sale de su domicilio para correr.


Ahora ya sí toca dormirme, si es que puedo, claro, porque estoy convencida de que un domingo más soñaré con mi maduro vecino y mi coño amanecerá empapado. 

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