Son
las 7.45 de este domingo de finales de septiembre. Sé que es tarde y
que mañana, cuando despierte, me caerá una nueva bronca de mis
padres por regresar tan tarde a casa después de estar de fiesta con
varias amigas del instituto en el que estudio.
Pero
bueno, parece que reñirle los domingos a su hija adolescente se ha
convertido en algo común en sus vidas. Aunque eso será dentro de
unas horas, afortunadamente. Ahora toca descansar pero antes
aguantaré despierta unos minutos más. Merecerá la pena, sin duda.
Comienzo
a desnudarme: me desprendo de los zapatos de tacón y luego de mi
ceñida camiseta roja. Mis tetas, desnudas y sin la opresión de
sujetador alguno, quedan inmediatamente al descubierto. De ellas
sobresalen mis dos pezones de tono marrón oscuro, gruesos y a la vez
alargados, apuntando firmes hacia delante. Me bajo la escueta
minifalda blanca y quedo cubierta únicamente por las medias tipo
pantyhose, negras, transparentes y finas, que dejan ver mi sexo y su
cuidada línea de vello púbico.
Maldigo al comprobar en los pantys la existencia de una carrera a la altura del lateral del muslo derecho que las hará ya inservibles.
Maldigo al comprobar en los pantys la existencia de una carrera a la altura del lateral del muslo derecho que las hará ya inservibles.
El
alcohol ingerido con mis amigas sigue haciendo efecto y martilleando
mi cabeza. No me apetece lo más mínimo hacer el simple esfuerzo de
quitarme las medias, así que me tumbo en la cama con ellas puestas.
Recostada, lo único que deseo es una cosa: que se encienda de una
vez la luz de la ventana de enfrente, la del dormitorio de mi
madurito vecino. Siempre es puntual como un reloj los domingos,
cuando sale a hacer deporte y son justo las 8.00, hora en la que se
levanta.
Al
fin se ilumina su habitación y yo, desde mi cama, con la ventana
subida hasta más de media altura y por la que comienzan a colarse
los primeros destellos de claridad del día, mantengo la vista fija
hacia la otra vivienda. No tarda en aparecer ni medio minuto el
maduro: su pelo castaño corto, el torso desnudo, fibroso pero sin
muscular, justo como a mí me gusta, y ese pantaloncito corto del
pijama que cubre sus partes íntimas.
Me
incorporo un poco en la cama, pues va a comenzar el espectáculo:
tras hacer una serie de ejercicios de estiramiento, el vecino se
lleva las manos a la cintura y empieza a bajarse el pantalón. De
espaldas a la ventana me ofrece la visión magistral de su culo
prieto, macizo y duro, con esas nalgas tan redondas que tanto
desearía mordisquear. Se gira levemente quedando de perfil: me
deleito con su polla aún en semirreposo, y con sus colgantes bolas.
Tiene su sexo completamente afeitado, sin rastro de vello, al igual
que el resto del cuerpo, excepto los brazos. Sus piernas lucen
impresionantes y esos muslos y las pantorrillas...... Mi boca se hace
agua: toda su anatomía me encanta pero esas piernas me vuelven loca.
La
mano del madurito comienza a acariciar la verga y los testículos de
forma suave. Como una especie de ritual o liturgia que repite cada
domingo, se pone a agitar su miembro, que se empalma e hincha segundo
a segundo.
Mi mano derecha desciende hasta mi entrepierna buscando
un claro objetivo: el coño. Comienzo a acariciarlo por encima de las
medias y lo noto húmedo: el tejido sedoso de los pantys se empapa
rápidamente.
Tras
un par de movimientos manuales más, por la punta del nabo del vecino
asoma el rojizo glande, mientras los huevos se balancean con cada
agitación de la mano, que va aumentando progresivamente tanto la
velocidad como la energía. Froto con vehemencia la palma de la mano
sobre mi sexo y, al separarla, se forman varios hilos de flujo que se
van alargando conforme la retiro con lentitud. Mi coño palpita y
pide más guerra, a la vez que observo cómo el vecino se machaca ya
el falo sin miramiento alguno y a un ritmo frenético.
Tomo
mis pantys a la altura de la entrepierna y de un fuerte tirón los
desgarro de cuajo, abriendo un agujero que me permita meter mis dedos
y mi mano. Eso hago: introduzco en mi raja un dedo y lo entierro
hasta el fondo. Lo saco y lo vuelvo a hundir. Al extraerlo de nuevo,
chupo con la lengua todo el flujo que lo cubre y lo embadurna y
saboreo el intenso sabor que mana de mi coño. Otra vez me penetro
con él y con un segundo y tercer dedo. Mis gemidos comienzan a
llenar la habitación y trato de contenerlos para que no me oigan mis
padres. La mano izquierda tira alternativamente de cada pezón,
provocándome un placentero dolor, mientras la mano derecha se pierde
ya entera dentro de mi coño en un mete y saca imparable.
Sé
que no voy a aguantar mucho más y que tampoco lo hará el vecino,
pues compruebo que empieza a sufrir pequeños espasmos. Se gira del
todo, se pone de frente, mirando hacia mi ventana y varios chorros de
esperma manan de forma incontrolada de su granítica y curvada polla.
El semen no ha terminado aún de salir, cuando me vengo como una
perra y me corro chorreando entera y dejando la ropa de cama hecha un
desastre y mis medias totalmente empapadas.
Veo
cómo el vecino se limpia los restos de leche con el pantalón del
pijama, que ha cogido del suelo y que enseguida deja caer otra vez, y
cómo tras ello abre uno de los cajones del mueble: saca su
vestimenta deportiva, se pone una camiseta verde fosforito y unas
mallas azules oscuras con las que tapa su todavía goteante pene.
Sinceramente,
no sé cómo está más bueno, si completamente en pelotas o con esa
ceñida ropa bajo la que se le marca absolutamente todo.
Una vez vestido, se acerca un poco más a la ventana, me guiña, cómplice, un ojo dedicándome una sonrisa, apaga la luz y sale de su domicilio para correr.
Una vez vestido, se acerca un poco más a la ventana, me guiña, cómplice, un ojo dedicándome una sonrisa, apaga la luz y sale de su domicilio para correr.
Ahora
ya sí toca dormirme, si es que puedo, claro, porque estoy convencida
de que un domingo más soñaré con mi maduro vecino y mi coño
amanecerá empapado.
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