Decidí
reservar la lencería y las minifaldas para otra ocasión y opté por
usar los leggings negros. Cogí primero del suelo la camiseta que me
había quitado un rato antes y me la puse sin sujetador. La redonda y
gorda silueta de mis pezones apareció inmediatamente marcada bajo la
prenda. A continuación cubrí mis muslos y mi sexo desnudo con los
leggings negros, que se ajustaban perfectamente a mi anatomía. Me
miré en el espejo de la habitación y comprobé cómo la raja de mi
coño se reflejaba en las ceñidas mallas. Me giré y observé la
redondez y firmeza de los glúteos y la manera en que el tejido de
los leggings se hundía entre ambas nalgas como si fuera engullido
por ellas: me veía tremendamente sexy y espectacular.
Abandoné
el dormitorio y pasé al cuarto de baño. Allí limpié el dildo y,
tras secarlo, regresé a la habitación , lo guardé de nuevo en el
cajón y dejé listo el suelo del dormitorio pasando sobre él la
fregona. Antes de sentarme un rato en el salón con la esperanza de
poder compartir unos minutos con mi hijo para que me viera así
vestida, encendí el portátil. Con entusiasmo observé que en la
bandeja de entrada de mi correo había un email de Sandro. Lo abrí y
empecé a leerlo: contestaba a cada una de mi preguntas y me
confesaba que se masturbaba a diario pensando en su madre, puesto que
se había convertido en una obsesión para él. Saber que mi vástago
sentía eso por mí no hizo más que reforzar mi idea de seguir con
el juego que él había iniciado con los relatos, sin saber que su
propia madre llegaría a leerlos. Ahora ya era evidente que la vez
que se masturbó con mi tanga no había sido la única. Tengo que
confesar que me sorprendió la frecuencia con la que Sandro se
pajeaba y, a su vez, me sentí halagada con que lo hiciese con tanta
frecuencia pensando en mí.
Igualmente
me comentaba que, por supuesto, pensaba continuar escribiendo relatos
y que lo que reflejaba en ellos eran todas las fantasías que tenía
con su madre.
Me
agradecía el apunte sobre lo de seguir añadiendo imágenes de
prendas de su progenitora a los relatos, aunque me señalaba la
dificultad que eso entrañaba en cuanto al riesgo de poder ser
descubierto con las manos en la masa.
Por
último, me hacía un sugerencia que me dejó estupefacta: me decía
que ya que yo también era madre y que en vista de que gozaba tanto
con sus relatos, podría contribuir de alguna manera y me insinuaba
que lo hiciera mandándole algunas fotos. No especificaba más, pero
era evidente que se refería a imágenes en las que apareciera en
ropa íntima o, tal vez, algo más explícito. Se despedía indicando
que estaba seguro de que ambos podríamos disfrutar muchísimo
juntos.
Apagué
el ordenador y me di cuenta de que mi hijo, lleno de desparpajo y de
atrevimiento, estaba dispuesto a llegar lejos en el juego y que
comenzaba, en cierta forma, a tomar la iniciativa en algunos
aspectos. Y lo que más me sorprendió fue mi propia reacción:
estaba decidida a aceptar esa especie de trato que Sandro me
proponía.
Había
llegado el momento de empezar a insinuarme delante de mi hijo. Lo
primero que hice fue coger mis bragas sucias y dejarlas tiradas en el
baño, en uno de los rincones, como si se me hubieran olvidado allí.
Sólo quedaba ya esperar que a Sandro las viese e hiciese uso de
ellas. A continuación me dirigí a la cocina y preparé un café con
hielo para mi hijo y para mí. Es una de sus bebidas favoritas y
sabía que no se negaría a salir un rato de su habitación y a beber
ese café en mi compañía. Cuando lo llamé para ofrecérselo,
únicamenente tardó un minuto en presentarse en el salón. Me
encantó ver su cara al verme con esos leggings nuevos. Miró mis
piernas de arriba a abajo. Trató de apartar la mirada pero no lo
consiguió: de nuevo recorrió con sus ojos cada centímetro de mis
piernas, cuya forma quedaba perfectamente dibujada en la ceñida
licra de la prenda. Por último, clavó la vista a la altura de mi
sexo y sus ojos se abrieron todavía más al divisar la marca de la
raja vaginal. Sandro estaba asombrado, nervioso y hasta tartamudeó
al darme las gracias por el café preparado. Nos sentamos en el sofá
a ver un concurso televisivo, mientras degustábamos la fría bebida.
Mi hijo, situado a mi derecha, se esforzaba por disimular y mirar a
la pantalla, pero sus ojos no paraban de fijarse en mis muslos y en
mi entrepierna. Bromeé con él sobre la torpeza del concursante a la
hora de responder a las preguntas y mi hijo sólo fue capaz de
esbozar una leve y tensa sonrisa.
Decidí
que era el momento de presumirle de culo, por lo que me levanté y
comencé a andar hacia la cocina para buscar agua de forma lenta y
contoneando ligeramente las caderas. Yo estaba de espaldas, pero
sentía los ardientes y deseosos ojos de mi hijo devorando mis
glúteos. Satisfecha por cómo se estaba desarrollando todo, llegué
a la cocina y cogí un botella de agua. No me arrepentía de nada de
lo que estaba haciendo: Sandro lo había comenzado todo con sus
relatos, esas masturbaciones, su robo del tanga....Él me había
abocado a toda esa situación que yo no había sabido evitar. Pero el
hecho de no haber sido yo quien hubiese empezado me servía, en
cierta forma, como justificación o coartada para tratar de tener la
conciencia tranquila.
Al
regresar al salón, Sandro centró su atención en mis pechos y, más
en concreto, en los pezones que estaban ya tan tiesos que parecían
querer abrir una vía de escape por la parte delantera de la
camiseta. Las continuas miradas de mi hijo y mis disimulados
movimientos sensuales habían comenzado a excitarme.
- Mamá, los leggings esos que llevas puestos son nuevos, ¿no?- preguntó Sandro.
- Sí, me los compré ayer. ¿Por qué?- respondí con una sonrisa picarona.
- Es que te sientan muy bien. Estás muy juvenil y sexy con ellos- me comentó.
- Gracias por los halagos, Sandro. No ha sido la única prenda que he comprado. He considerado que era hora de renovar parte del vestuario. Ya ves, pensé que me había pasado de atrevida, pero después de oír tus cumplidos me quedo más tranquila- le comenté y le volví a agradecer sus palabras con un beso.
- Me alegro de que hayas dado ese paso, mamá. Tú vales mucho y no es que con otro tipo de ropa no estés guapa, pero así pareces hasta mucho más joven- agregó mi hijo.
- ¡Vaya, hoy parece que es el día de los piropos! Han merecido la pena las compras de ropa y lencería- dije.
De
forma intencionada mencioné la palabra “lencería” para ver la
reacción de Sandro. Mi hijo, al escucharla, se sobresaltó y en su
rostro se mezcló inmediatamente una expresión de sorpresa con una
leve y pícara sonrisa.
- Haremos lo siguiente, Sandro. Creo que tú también te mereces una renovación de vestuario. Hace ya tiempo que no te compro nada y entre eso y la lluvia de piropos que me has dedicado te has ganado que vayamos mañana de compras al centro comercial. Iremos después de comer, si tú puedes y te apetece, claro.
A
mi hijo se le iluminó la cara. Como a cualquier joven de su edad le
gusta la ropa y estar a la última.
- ¡Por supuesto que me apetece! Muchas gracias, mamá- exclamó antes de darme un beso como agradecimiento.
El
diálogo había distraído un poco a Sandro, que había dejado de
lanzar miradas deseosas hacia las diferentes partes de mi cuerpo
durante la conversación. Pero una vez finalizada ésta, los ojos de
mi hijo retomaron la actitud “voyeur” y de nuevo se deleitaban
observando mis pechos y mis piernas.
- Me voy un rato a la habitación a hacer unas cosas- dijo Sandro antes de levantarse del sofá.
Al
ponerse de pie, me fijé de reojo en su entrepierna y allí había
una prueba evidente de lo que esas miradas le habían provocado a su
cuerpo: un bulto más que considerable bajo el pantalón y una
visible hinchazón de su miembro. Mi plan estaba funcionando a la
perfección. Aquel día ya no quise forzar más la situación y el
resto de las horas hasta que nos fuimos a dormir transcurrió con
normalidad, si bien Sandro no dejó de quitarme el ojo de encima
durante la cena.
A
la mañana siguiente volví a despertarme unos minutos antes de lo
habitual: deseaba tener unos instantes para poder comprobar la
bandeja de entrada de mi correo. En esta ocasión lo hice a través
del móvil para mayor rapidez y comodidad, pues, además, no tenía
pensado entrar en ese momento en la página de relatos (eso lo
reservaría para cuando regresase del trabajo). Comprobé que había
un email nuevo de mi hijo, cuya hora de entrada evidenciaba que
Sandro lo había enviado de madrugada.
Abrí
el mensaje y empecé a leerlo: cada palabra que veía escrita, cada
frase, no hacían más que aumentar mi satisfacción. Sandro
comentaba todo lo ocurrido conmigo la tarde anterior, resaltando lo
provocativa y ardiente que había estado su madre con esos leggings
negros y la forma tan impresionante en que se marcaba la raja del
sexo. Igualmente destacaba lo espectacular que se veía mi culo,
aprisionado y ceñido bajo la licra de la prenda. Por último,
comentaba la certeza de que su madre no llevaba ropa interior ni por
arriba ni por abajo: hacía alusión a la forma tan exagerada en que
los pezones presionaban el tejido de la camiseta y a que no había
detectado señal alguna de ropa íntima bajo los leggings. Finalizaba
el correo describiendo la paja que se había hecho en su habitación,
usando para ello las braguitas sucias y apestosas que su madre había
dejado tiradas en el baño y que había fotografiado para algún
futuro relato, y cómo sus chorros de semen habían caído
descontrolados sobre las sábanas de la cama.
La
lectura del mensaje de mi hijo me dejó encendida y con ganas de más.
Reaccioné de forma rápida y aproveché los escasos minutos de los
que aún disponía para ponerme los leggings del día anterior y
hacer una foto con el móvil a la zona de mi entrepierna. Comprobé
el resultado de la imagen y era mucho más interesante de lo que
podía imaginar: se apreciaba perfectamente mi raja vaginal y el
grado de excitación que yo sufría hizo que la licra se manchase
ligeramente. Aquella foto de mi sexo marcado en las mallas con esa
mancha de flujo que se extendía unos centímetros por la prenda me
encantó y colmó el deseo que tenía: mandarle la imagen a mi hijo
diciéndole que yo solía usar también a veces ese tipo de prendas y
que perdonase por la mancha, pero que la lectura de su correo me
había dejado muy caliente y que sólo el hecho de tenerme que ir ya
a trabajar iba a impedir que me masturbase. Terminé recordándole
lo que él mismo me había pedido: si yo le enviaba algunas fotos
para ilustrar sus textos, él los seguiría escribiendo. Así que le
solicité que usara la imagen mandada para un relato donde narrase
con pelos y señales lo ocurrido con su madre la tarde anterior y la
paja que se había hecho pensando en ella. Adjunté la foto al correo
y se lo envié antes de quitarme los leggings y de vestirme un poco
más formal para acudir al trabajo. Pero dejé preparada sobre la
cama de mi habitación la ropa que me pondría para ir de compras con
Sandro por la tarde.
El
deseo de que llegase la hora de ir al centro comercial con mi hijo
provocó que mi jornda laboral se hiciera interminable. No dejé de
pensar en el mensaje de Sandro ni en mi osadía de fotografiar mi
mojada entrepierna y mostrársela mediante la imagen enviada. Acababa
de echar más gasolina al fuego y me invadió la sensación de estar
convirtiéndome en una especie de “calientapollas” de mi propio
hijo y de que él, con sus relatos y correos, me estaba emputeciendo.
Al
fin terminé de trabajar y pude regresar a casa. Había acordado con
Sandro que saldríamos hacia el centro comercial sobre las seis de la
tarde. Cuando llegué al domicilio, mi hijo aún no estaba, pero no
tardó mucho en aparecer. Durante la comida todo transcurrió con
normalidad, si bien por mi mente no dejaba de circular la duda de si
habría ya leído mi respuesta a su mensaje y de si habría visto la
foto. Me tocaría esperar, por lo tanto, para ver el siguiente paso
que daba. Después de comer, tanto mi hijo como yo nos fuimos a
nuestras habitaciones. Tomé una pequeña siesta, pues tanta
agitación hizo que me sintiera algo cansada. Al despertar, era la
hora de comenzar a prepararme para ir de compras. Fue entonces cuando
miré la ropa que había elegido esa misma mañana. Sólo de verla me
recorrió un latigazo de ardor por dentro de mi cuerpo. Pero también
cierto nerviosismo: no recordaba la última vez que había vestido de
esa manera tan sexy. Y ese nerviosismo aumentaba al saber que la
persona con la que iba a estar y a salir era mi propio hijo. Pese a
dichos nervios, estaba dispuesta a seguir con el plan ideado por la
mañana. Comencé a desnudarme: me quité la blusa roja que llevaba y
el pantalón negro y ancho y dejé esas prendas en el suelo. Cubierta
únicamente por un conjunto blanco de lencería formado por sujetador
y braguita, me acerqué hacia donde se encontraba la ropa que iba a
ponerme esa tarde. De repente, en la puerta de la habitación se oyó
el golpeo de los nudillos de los dedos de mi hijo y justo después su
voz:
- Mamá, ¿te queda mucho? Te estoy esperando.
Mi
hijo tenía razón: sin darme cuenta, sumida en mis pensamientos, se
me había echado la hora encima.
- Ya voy, Sandro. Estoy terminando de vestirme- le respondí, mientras me desabrochaba el sujetador y me quitaba las bragas.
No
hice esperar mucho más a mi hijo. Cuando, ya vestida, abrí la
puerta y me dirigí al salón para coger mi bolso, me encontré allí
a Sandro, que esperaba sentado. Todavía no se me ha olvidado la cara
que se le quedó al verme. No tenía ni punto de comparación con la
del día anterior, cuando me puse los leggings.
- ¡Wow!- fue lo primero que acertó a decir con una cara de asombro absoluto y con unos ojos que parecían a punto de salírsele de las órbitas.
Luego
volvió a mirarme sorprendido, pero con un gesto evidente de deseo
hacia mí.
- ¿Nos vamos?- le pregunté sonriéndole.
Pero
Sandro no reaccionó: permaneció sentado, impactado por lo que veía.
- ¿No tenías prisa por irnos? ¿Qué te pasa?- le dije.
- Ehhh.....No....Nada, mamá, es que estás.....
- ¿Guapa, tal vez?
- No sólo guapa, mamá, estás......- comentó Sandro sin atreverse a seguir hablando.
- ¿Qué más estoy, entonces? Anda, dímelo, que me gustaría saberlo.
- Pues estás....Estás muy sexy, mamá.
- ¡Vaya! Ya veo que mi cambio de look cuenta con una primera e importante aprobación: la de mi hijo. No sabía que fuese a impactarte tanto. No seas tan generoso con tus halagos, cariño, al fin y al cabo se trata sólo de esta camiseta celeste ajustadita y de una sencilla minifalda- le comenté, intentando aumentar el grado de provocación, mientras me giraba un poco para que me viese desde todos los ángulos y poder resaltar la sensualidad de mi cuerpo ataviado con aquella camiseta ajustada, bajo la cual mis tetas lucían desnudas y libres de sujetador, y la escuetísima minifalda amarilla que dejaba al aire mis piernas, cubriendo sólo el culo y los primeros centímetros de los muslos.
Con
mi hijo aún en pleno asombro, salimos de casa y nos dirigimos hacia
la parada del autobús. Durante el camino, tuve que soportar las
miradas descaradas de la mayoría de hombres con los que nos
cruzábamos, que no dudaban en girarse para mirarme el culo. Mi hijo
no era ajeno a la situación y se daba perfectamente cuenta de que su
madre estaba siendo el centro de atención. Procuré caminar un poco
por delante de Sandro para regalarle la visión de la parte trasera
de mi anatomía y sabía de sobra que él tampoco desaprovechaba la
ocasión para comerme el culo con la mirada. Al llegar a la parada
del bus, no tuvimos que esperar mucho para que llegase el vehículo
que habría de llevarnos al centro comercial. Los pocos minutos que
duró la espera sirvieron para que un grupo de chicos jóvenes, de
edad similar a la de mi hijo, y varios hombres maduros se deleitasen
con mi presencia. Los maduros me observaban en silencio, pero los
jóvenes murmuraban comentarios entre ellos. El sentirme el centro de
atención de todos no hizo más que prender todavía más la mecha de
mi ardor y excitación y me impulsó a proseguir con el juego
planeado para mi hijo.
Al
llegar el bus, Sandro me dejó subir por delante de él. Con el gesto
de elevar la pierna para ascender los escalones, la estrecha
minifalda se me subió un poco más y sentí cómo el inicio de mis
nalgas habían quedado al descubierto, con la cara de mi hijo a
escasos centímetros por detrás. Intenté actuar con naturalidad y,
una vez dentro del bus, me bajé de nuevo la prenda para recolocarla,
si bien sabía que mi hijo me había visto buena parte de los glúteos
desde su posición y, probablemente, el color violeta del tanga que
llevaba puesto. Entramos en el vehículo y estaba semivacío, justo
como yo quería, porque deseaba tener la posibilidad de elegir
asiento. Y eso fue lo que hice: llevaba en mente qué sitios
ocuparíamos, si estaban libres, y, en efecto, aquellos que había
pensado se encontraban desocupados. Le indiqué a mi hijo el lugar en
el que nos sentaríamos: un grupo de cuatro asientos colocados dos
frente a dos. Sandro se sentó en uno de los que estaba pegado a la
ventanilla y yo me dispuse a ocupar el que estaba frente a él. Miré
a mi hijo y observé cómo aguardaba, nervioso, el momento en que
ocupase mi asiento. Sabía que lo que deseaba era verme el tanga por
delante, pero no estaba dispuesta a ponérselo fácil: quería que
“sufriese” un poco.
De
modo que me senté y coloqué inmediatamente el bolso sobre mi
regazo, impidiendo cualquier posibilidad de acceso visual entre mis
piernas. Pese a que no hacía mucho calor, sobre la frente de mi hijo
comenzaron a aparecer pequeñas gotas de sudor. El pobre no sabía ya
adónde mirar, si por la ventanilla, si hacia mis pechos cuyos
pezones se marcaban en la camiseta, si a mis piernas o a mi rostro,
que le dedicó un pícara sonrisa, cuando mis ojos se cruzaron con
suyos. El bus empezó a circular y yo comencé a hacer como si
consultase algo en el móvil, a la vez que separaba un poco los
muslos, sobre los cuales permanecía inamovible el bolso como
protección. Sandro seguía esperando la mínima posibilidad de poder
ver algo más de lo que contemplaba y, aunque fingía a veces estar
distraído mirando por la ventana, inmediatamente volvía a
observarme. Era el momento de dar el siguiente paso. Al detenerse el
autobús en la siguiente parada, abrí muy lentamente la cremallera
del bolso bajo la atenta mirada de Sandro. Removí el interior como
si estuviera buscando algo y tras unos segundos resoplé resignada.
- ¿Buscas algo, mamá?- quiso saber mi hijo.
- No, no importa. Buscaba mi lápiz de labios para pintarme un poco pero lo habré dejado en casa.
Cuando
me disponía a desplazar el bolso para dejar parcialmente descubierta
la apertura de la minifalda, llegó un viejo y se sentó junto a mi
hijo quedando, por lo tanto, también enfrente de mí. La inesperada
llegada de ese hombre me hizo dudar sobre si continuar con la
exhibición o detenerla. Pero no podía desaprovechar la oportunidad
ni el clímax creado, así que opté por seguir adelante: si aquel
viejo canoso participaba también como espectador, lo consideraría
como un daño colateral.
Finalmente,
mientras hacía una supuesta última intentona por encontrar el lápiz
en el bolso, lo fui desplazando ligeramente hacia el lado derecho. La
parte superior de mis muslos empezó a quedar al descubierto y Sandro
no perdía detalle de lo que sucedía. Sus ojos permanecían
vigilantes, deseosos de penetrar entre mis piernas y de contemplar lo
que ansiaba. Levanté el bolso, lo acerqué a mi rostro, simulando
querer buscar mejor, y separé en ese instante un poco más los
muslos. Miré entonces a mi hijo y observé una tremenda expresión
de sorpresa en su cara, clara señal de que, al fin, había tenido
acceso visual a lo que tanto ansiaba: el tanga violeta cuya abertura
delantera dejaba al descubierto la raja de mi sexo, húmedo por mi
propio juego de provocación. Sandro se quedó inmóvil, sin
pestañear y sin apartar la vista de mi entrepierna, mientras yo
hacía como si me diera por vencida en mi búsqueda del lápiz
labial. Sin embargo, ya no coloqué el bolso encima de mis muslos,
sino en el lateral de mi pierna. Sandro me miró, yo disimulé y
comencé a observar a través de la ventanilla. Luego abrí más
todavía los muslos, levanté la pierna derecha unos centímetros y
la crucé sobre la izquierda, regalándole a mi hijo con ese lento
movimiento una perfecta visión de mi coño, brillante de humedad. De
reojo observé cómo el viejo que estaba sentado junto a Sandro y
que, desde que llegó, no había dejado de mirarme las tetas, hundió
también sus ojos bajo mi minifalda amarilla. El desconocido
reaccionó llevándose con disimulo la mano a su paquete, a la par
que mi sexo no paraba de escupir gotas de flujo. El anciano comenzó
a deslizar la palma de la mano por todo el bulto, despacio, parando y
moviéndola luego otra vez.
Bajo
el jeans que llevaba puesto mi hijo, se adivinaba la silueta de su ya
hinchada polla, empalmada gracias a la visión de mi tanga abierto.
Mi boca empezaba a hacerse agua imaginando aquellas dos vergas para
mí. Sandro se mostraba nervioso, temiendo que yo pudiera pillarlo
mirándome; por el contrario, el viejo no se cortaba ni un pelo y
permanecía con todo el descaro del mundo con los ojos puestos en mi
entrepierna. Creo que se dio cuenta de que yo estaba permitiendo sus
miradas y esto le dio alas hasta el punto de que pasara a magrearse
el paquete sobre el pantalón sin ningún tipo de tapujos. El autobús
se acercaba a la parada del centro comercial y decidí poner el
broche al espectáculo: descrucé las piernas y las dejé abiertas de
par en par ante la atónita mirada de Sandro y la del desconocido.
Volví a desentenderme de ambos y miré fijamente por la ventanilla
del vehículo durante casi un minuto, hasta que llegó el momento de
levantarme, pues el bus ya casi estaba en la parada.
Al
volver a contemplar al viejo y a mi hijo, vi cómo sobre la fina tela
del pantalón gris del desconocido había una extensa mancha de
humedad y una especie de espuma blanca: el tipo se había corrido
allí mismo, mientras observaba mi coño. Sandro, por su parte, había
comenzado a imitar al viejo: lo sorprendí rozando con la mano su
miembro sobre el pantalón y con rapidez apartó la mano en cuanto
giré la cabeza hacia él.
- Nos bajamos aquí, Sandro- le dije, haciéndome la ignorante de la situación.
Mi
hijo, al ponerse de pie, me obsequió con la imagen de todo su bulto
hinchado bajo el jeans. Me levanté yo también y los dos nos
dirigimos a la puerta del autobús. Justo en el instante en que ésta
se abría, sentí cómo una mano se introducía por detrás, bajo mi
minifalda, y me tocaba y pellizcaba las nalgas. Volví ligeramente la
cabeza y escuché:
- Gracias por la corrida, putita.
Era
el viejo el que me lo susurraba al oído aún con su mano metida
dentro de la falda y con un dedo rozando la raja húmeda de mi coño
e intentando penetralo. Sólo lo apartó cuando mi hijo bajó del
autobús y yo detrás de él. También el desconocido se apeó del
vehículo, pero tomó la dirección opuesta a la nuestra.
Sabiendo
que Sandro estaba ardiendo y que yo me encontraba igual, más todavía
tras los tocamientos de aquel pervertido viejo, comencé a caminar
junto a mi hijo hacia el centro comercial. Allí me esperaba el
desarrollo de la segunda parte del plan para aquel día.
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