28 de octubre de 2016

CONFESIONES SEXUALES = CORTOMETRAJE

Convierte tus confesiones sexuales en cortometraje.

http://www.quo.es/ser-humano/quieres-convertir-tus-experiencias-eroticas-en-cortometraje

CRÓNICA DE UN INCESTO (4)

Durante el breve trayecto a pie hasta el centro comercial mi hijo no abrió la boca. Estaba, sin duda, impresionado por lo que acababa de suceder y de ver. Tuve que ser yo quien iniciase un breve diálogo, mientras entrábamos por la puerta del establecimiento.

  • Subimos primero a la 2ª planta, a la de moda joven, para comprarte algunas prendas y luego vamos a la 3ª: quiero adquirir un par de cosas más que no compré el otro día. ¿Te parece bien?
  • Sí, mamá, es buena idea y gracias de antemano por lo que me vas a comprar- me respondió educadamente.

La voz de Sandro sonó algo débil, fruto aún del nerviosismo por la situación del autobús. Ascendimos por las escaleras mecánicas hasta la 2ª planta y dejé que mi hijo echara un vistazo a las camisetas y a los jeans. Cada vez que pasaba cerca de mí aprovechaba para mirarme de reojo los pezones, que permanecían duros y marcados bajo la camiseta. Yo contraataqué entonces, me aproximé a una estantería con camisetas, me puse en cuclillas haciendo como la que miraba las etiquetas de las prendas que estaban colocadas en la parte inferior y llamé a Sandro:

  • ¿Te gustan éstas? Creo que te quedarían bien.

Mi hijo se acercó y se situó ante mí. Mis piernas abiertas y flexionadas le permitían observar lo que había entre ellas: el tanga violeta y su abertura delantera que dejaba al descubierto toda mi raja vaginal. Sus ojos se clavaron de inmediato entre mis piernas y de nuevo aprecié en ellos la misma expresión de deseo que había visto un rato antes en el bus. A continuación, Sandro también se puso en cuclillas para poder contemplar mejor y más cómodo la zona inferior de la estantería. Eso hizo que su rostro quedase más cerca todavía de mis muslos y que tuviese una visión mucho más próxima a mi sexo. Sus manos temblaban, mientras abría un par de camisetas para observarlas mejor y las miradas se alternaban entre dichas prendas y mi entrepierna. Uno a uno fue revisando los artículos, despacio, para poderse recrear en mis partes íntimas. Después de regalarle durante unos instantes dicha visión, me levanté, pues quería dejarlo bien caliente y ansioso.

Me dirigí hacia la zona de los jeans y escogí algunos que sabía que le gustarían a Sandro, mientras él terminaba de elegir las camisetas que más le placían. Tras hacerlo, se acercó a mí con tres de ellas en la mano y yo le ofrecí a su vez dos pantalones:

  • Deberías pasar al probador para ver cómo te queda todo. Yo esperaré por aquí a que termines- le comenté antes de bajar mi mirada hacia el enorme bulto que se le dibujaba bajo los jeans.

Mi hijo se encaminó hacia la zona de los probadores. Dejé transcurrir un par de minutos y luego me acerqué también hacia dicha zona. No me resultó difícil saber en qué habitáculo se encontraba Sandro, pues todos estaban vacíos, excepto uno que tenía la cortinilla echada. Las cosas se pusieron muy a mi favor: en silencio di un par de pasos más y me detuve junto a la cortinilla azul. Dentro no parecía haber mucho movimiento de cambio de ropa. Agudicé mi oído y comencé a escuchar la respiración entrecortada y acelerada de mi hijo. También sentí el ruido de una ligera agitación, como si se tratase de roces. Comencé a intuir aquello de lo que parecía tratarse, aunque no estaba totalmente segura. Fue entonces cuando me percaté de que la cortina no estaba perfectamente cerrada y de que entre uno de sus extremos y la pared del probador quedaba una pequeña rendija.

Dudé unos instantes, pero el cosquilleo que notaba en mi sexo desde hacía rato en el bus, y que había aumentado tras abrirme de piernas ante Sandro ya en el establecimiento, me empujó a colocarme en el ángulo para poder mirar hacia dentro del habitáculo. Y allí estaba mi hijo, desnudo de cintura para abajo, con su polla completamente empalmada y gruesa. A ojo calculé que ese pene debería de medir unos 16 centímetros. La mano derecha de Sandro agitaba lentamente el falo macizo y con cada agitación se bamboleaban las dos redondas bolas al compás del ritmo manual. De manera deliciosa la mano se deslizaba una y otra vez por toda la superficie del hinchado miembro hasta que el glande rosado y húmedo quedó al descubierto. No aguanté más y, tras asegurarme de que no había nadie cerca, metí la mano bajo la minifalda y empecé a acariciar la raja de mi sexo. Lo tenía empapado y la palma de la mano no tardó en pringarse de flujo. Imitando el ritmo de masturbación de Sandro, restregaba mi mano sobre mi coño, estimulándolo, encendiéndolo todavía más de lo que ya lo estaba. Uno de mis dedos invadió la vagina perdiéndose dentro por completo. Lo moví y lo retorcí varias veces, mientras veía cómo mi hijo aumentaba ligeramente el ritmo y cerraba los ojos por el placer que sentía. Mi dedo comenzó a salir y a entrar sin remisión, resbalando fácil por la humedad y llegando siempre hasta lo más hondo.

Apreté mis labios para evitar que mis gemidos delatasen mi presencia ante mi hijo y metí dentro de mi coño un segundo y un tercer dedo. Sandro, por su parte, tenía envuelto el glande en su puño y lo machacaba con rápidos y enérgicos movimientos. Me moría de ganas por abrir del todo la cortina y apoderarme de ese tremendo nabo que mi hijo blandía entre su mano. Sabía que Sandro no ofrecería resistencia ante mi acoso, pero también era consciente de que si entraba y tenía sexo con él, el juego habría terminado. Y no estaba dispuesta a que eso sucediera tan pronto. Así que resistí y no accedí al probador, sino que continué fuera en mi papel de voyeur. El ritmo que Sandro le estaba imprimiendo a su polla era ya vertiginoso y mis dedos perforaban el coño cada vez con mayor vehemencia y velocidad. Notaba cómo el flujo vaginal chorreaba entre mis piernas por la cara interna de los muslos y estaba cercana al éxtasis.

Mi vástago sudaba y resoplaba ante la intensa fuerza con la que aprisionaba su pene. Lo agitó violentamente varias veces más desde la base hasta la punta, de la que colgaban finos hilos blancuzcos de líquido preseminal, y un leve grito se escapó de su boca, cuando la mano dio un último arreón y provocó que aquel miembro erguido y tieso escupiese enérgicamente varios chorros de leche, que impactaron sin control contra el espejo del probador. Mientras contemplaba cómo las últimas gotas de semen caían desde el agujero del glande y cómo el esperma expulsado resbalaba parsimoniosamente por el cristal del espejo, mis rápidos y hábiles dedos terminaron por arrancarme el ansiado orgasmo.

Me sequé el sudor que poblaba mi frente, me recoloqué la ropa y me alejé unos instantes del probador para esperar a que Sandro se recuperase también de la corrida. Un par de minutos después regresé, me acerqué a la cortina y le pregunté a mi hijo:

  • Sandro, ¿qué tal te quedan esas prendas?
  • Ehhh....Bien, mamá. Aún no he terminado de probarme todas- me respondió con la voz algo temblorosa.

Miré por el hueco que dejaba al descubierto la cortinilla y, ahora ya sí, mi hijo estaba probándose unos jeans.

  • Date prisa que tenemos que ir luego a la sección de mujeres.
  • Sí, mamá, no te preocupes. Unos minutos más y ya termino.

Mientras Sandro acababa de probarse las prendas, me dirigí hacia la zona donde vendían bañadores para chicos. Nos encontrábamos en primavera y la temporada estival se aproximaba, por lo que pronto llegarían los días de sol y playa. Por eso pensé que no estaría mal comprarle a mi hijo algún que otro bañador. Pero esta vez no le daría la posibilidad de elegir: los seleccionaría yo, los pagaría y, cuando saliera del probador, se los entregaría. Elegí dos bañadores de entre todos los expuestos: uno, de tipo bermudas, de color verde pistacho, un tanto llamativo, pero estaban de moda esos colores vivos, de forma que no lo dudé. El otro fue más pensando en mis intereses: de olor celeste, era tipo bóxer, de esos que se ciñen perfectamente al cuerpo como una segunda piel. Sólo de rozar con los dedos ese tejido de licra y de imaginarme a mi hijo con eso puesto, volví a encenderme. Hacía años que Sandro no usaba esos bañadores tan cortos y ajustados, pero ardía en deseos de verlo luciendo uno de ésos. Si se lo compraba y se lo entregaba, sabía que no lo rechazaría.

Pagué las dos prendas y, tras hacerlo, apareció Sandro con la ropa que se había probado en la mano.

  • Me quedan todas bien, mamá, y me gustan.
  • Perfecto. Pues déjamelas para que las pague y luego iremos a ver algunas prendas para mí.

Después de realizar el pago, le mostré a mi hijo los dos bañadores que le había comprado. El verde le encantó. Sin embargo, cuando vio el de tipo bóxer, puso cara de extrañeza.

  • Mamá, yo hace tiempo que dejé de usar ese tipo de traje de baño. La verdad, no sé si....
  • ¡Psssttt! Nada de protestar. Te va a quedar perfecto. Se ve muy cómodo y...sexy- le comenté para tratar de convencerlo.
  • ¡Mamá, que yo no tengo un cuerpo como el de esos tíos que se machacan horas y horas en el gimnasio y que luego suelen ponerse esos bañadores para lucir palmito!
  • No digas tonterías, Sandro. ¿Me vas a decir que no tienes un cuerpo bonito? ¡Si lo heredaste de mí! Y tú mismo me piropeaste el otro día. ¿O ya no te acuerdas?

Mi hijo parecía empezar a ceder por la cara que estaba poniendo.

  • Bueno, está bien. Pero si me veo ridículo con él, no me lo pongo.
  • Ya verás cómo te queda perfecto. La próxima vez que vayamos a la playa te lo quiero ver puesto, ¿de acuerdo? Y seguro que iremos pronto, porque ya empieza a hacer calor.- le indiqué.

Cuando mi hijo me entregó la prenda de baño para que la guardara de nuevo en la bolsa, aprovechó para mirarme los pezones que, libres de sujetador, se me continuaban marcando en la camiseta.
Luego me dirigí con Sandro a la planta de la ropa de mujeres. Ya tenía pensado lo que iba a adquirir: un short vaquero y un bikini. Por supuesto, quería que fuesen muy provocativos y rápidamente me puse a la búsqueda de ambas prendas. No me resultó difícil encontrar el short deseado: había bastantes modelos expuestos y elegí uno que ya a simple vista se sabía que cubriría bastante poco por la parte de atrás. Sandro observaba atento e incrédulo los “modelitos” que yo estaba ojeando y puso gesto de asombro, cuando vio abierto el que finalmente escogí, muy escueto de tela.

Acto seguido pasé a la zona donde venden los tajes de baño. Me detuve brevemente en los bikinis, pero después me acerqué hasta donde estaban los que tenían como parte inferior un tanga. De nuevo giré la cara hacia mi hijo y comprobé cómo se mostraba atónito, al ver que su madre estaba dispuesta a comprar una de esas prendas. Seguro que por su cabeza empezaba a rondar la idea de compartir un día de playa conmigo y de lo que podría disfrutar visualmente. Me fijé en uno de color plateado, cuyo tanga tenía la parte trasera en forma de triángulo. Luego en otro rosa, con menos tejido todavía, acabado en un minúsculo y fino hilo. Había otro, tipo braga brasileña, pero lo descarté porque no dejaría al descubierto todo lo que yo quería.

  • A ver, Sandro. Necesito tu opinión, pues me está costando tomar una decisión. ¿Cuál te gusta más?- le pregunté de forma pícara.
Aún no se me ha olvidado la expresión de mi hijo ante la pregunta, con los ojos abiertos, mientras contemplaba las prendas. Guardó silencio durante unos instantes y, finalmente, me dijo:

  • ¿De verdad piensas comprarte uno de éstos?
  • ¡Pues claro! ¿Acaso tengo pinta de estar de broma o de querer malgastar el tiempo? ¡Venga, dispara de una vez!- exclamé.

Dudó unos segundos hasta que respondió:

  • El de tono plateado es el que más me gusta.

Era justo el que a mí también más me placía: ese color brillante y gris y la forma triangular trasera le daban un toque de elegancia, pero psicodélico y provocativo a la vez.
Me dirigí entonces a los probadores. Sandro me acompañó hasta esa zona y se quedó parado junto al habitáculo en el que me metí. Cerré la cortinilla sin dejar resquicio alguno. Me desnudé por completo y me probé el traje de baño. Me quedaba increíblemente bien. Yo misma me sorprendí de verme tan espectacular. Me giré hacia un lado, hacia otro, puse diferentes posturas ante el espejo...Me reafirmé en la opinión de lo guapa y sensual que estaba. Me quité el bikini, me cubrí el torso con la camiseta y después me puse el short sin la braguita. Volví a mirarme en el espejo: la prenda me quedaba justo como había imaginado. Por detrás tapaba las nalgas pero dejaba ver el inicio de los glúteos y los flecos con los que terminaba el short rozaban la piel del comienzo del culo. Fue en ese momento cuando se me ocurrió un travesura: decidí abrir la cortina para pedirle opinión a mi hijo:

  • ¿Cómo me queda?- le pregunté.

Esta vez ya no puso trabas para para expresar su parecer.

  • Estás muy guapa y sensual, mamá- me contestó.

En su cara se mezclaban el asombro y la expresión de deseo, que no podía disimular. Me giré lentamente y de forma juguetona, para que pudiese verme entera. Observé cómo resopló por la sensación que le había causado: mi pequeña exhibición estaba dando el resultado esperado.

  • ¿No es demasiado atrevido? Es que se me ven un poco las nalgas- le dije a mi hijo para darle una vuelta de tuerca más a la situación.

Percibí cómo Sandro se ruborizaba ante esta pregunta, ya con mayor carga erótica en su formulación, y por la tesitura en que lo acababa de poner. Se quedó callado unos segundos, tal vez para medir bien las palabras con las que me respondería.

  • Creo que no, mamá. Así está perfecto. Es de esa forma como se suelen llevar ahora. Muchas chicas los lucen así- contestó finalmente.
  • ¡Ahhhh! O sea, que vas por ahí mirándoles el culo a las mujeres, ¿no?
  • ¡Mamá, por favor!- exclamó al verse un tanto acorralado.
  • ¡Tranquilo, hombre, que era una broma! Ya sé que se llevan de esta manera, pero yo ya no tengo el culito de una veinteañera.

La conversación parecía ir subiendo de tono. Sandro volvió a guardar silencio unos instantes hasta que comentó con firmeza y decisión:

  • Tu culo no tiene nada que envidiar a los de esas chicas de las que hablas.
  • ¿De verdad te parece tan bonito?- le pregunté, tocándome con las manos los glúteos y apretándolos.

Sandro me comía con la mirada: sus ojos se clavaban en mi trasero y en mis muslos. Cuando me ponía de cara, aprovechaba para mirarme los pezones gruesos. Cada vez lo hacía con menos disimulo y con más descaro y su paquete volvía a mostrase abultado bajo el pantalón.

  • Hora de cambiarme. Espérame que ahora salgo- le indiqué justo antes de cerrar la cortinilla del probador.

Me despojé del short y me percaté de que lo había manchado por la zona de la entrepierna debido a la humedad de mi sexo. Seguía excitada y el calentón no cesaba. Me acordé entonces de ese pequeño trato al que habíamos llegado a través de lo mensajes: que le enviase algunas fotos a cambio de seguir escribiendo relatos. Pensé que había llegado el momento de cumplir con mi parte del acuerdo y saqué el móvil del bolso. Aquel probador sería un buen lugar para tomarme unas fotos sin el riesgo de que mi hijo reconociera el escenario, como sí sucedería si me hiciera las fotos en casa. De modo que me aparté del espejo para no revelar que estaba en un probador (cosa que también hubiese sido demasiada pista para él) y me situé junto a la pared. Me llevé la mano izquierda a mi sexo y lo tapé con la palma abierta. Disparé un par de fotos en diferentes posturas y enfocándome sólo de cintura para abajo: de perfil, de frente, desplazando un poco la mano pero sin llegar a mostrar nada...
Satisfecha y con la mano húmeda finalicé la sesión de fotos. Era justo lo que quería: insinuar pero sin enseñar, para tener a mi hijo ansioso y encendido.

Me vestí y salí del probador. Fuera me topé ya con Sandro y ambos nos dirigimos a la caja, donde pagué las compras y luego abandonamos el centro comercial. Quería llegar lo antes posible a casa, para mandarle a mi hijo las imágenes tomadas. La impaciencia por hacerlo y por que él las viese me comía; el coño me palpitaba. Así que decidí parar un taxi para regresar antes y más cómodos. Lo que sucedió en aquel vehículo hizo que no me arrepintiese de tal decisión.

Cuando el taxista paró y mientras yo abría la puerta trasera para montarme junto a mi hijo, el tipo me echó una mirada de arriba a abajo. Tendría unos cincuenta años, pelo canoso y corto y barba de un par de días. Dejé que Sandro subiese primero al vehículo y que se sentara junto a la ventanilla de la izquierda. El taxista continuaba con la cabeza girada hacia donde yo me encontraba y con sus ojos atraídos por la dureza de mis pezones. Las miradas lascivas de aquel hombre, sumadas a la calentura con la que había salido del centro comercial, hicieron que mi imaginación crease una nueva y pequeña “aventura”. Me monté en el taxi y me situé al lado de Sandro, ocupando así el asiento central con aparente normalidad. Pero sabía que el conductor tendría de esa manera una visión perfecta de mis piernas a través del espejo retrovisor superior. Y no me equivoqué: en cuanto me senté, observé cómo el hombre se fijaba en mis muslos y en el final de la minifalda. Yo había colocado las bolsas con las compras sobre mi regazo, con lo cual el conductor no podía ver por entre mis piernas. Sin embargo, fue ahí cuando comencé con el juego ideado. Mi objetivo era que Sandro se diese cuenta de que el desconocido estaba pudiendo observarme. Deseaba que supiese que ese taxista me estaba viendo las braguitas, su abertura central y la raja de mi coño. Pero mi intención era que pareciera todo fortuito.

En un primer instante, y tras ponerse ya el taxi en marcha, mi hijo iba distraído mirando por la ventanilla. De vez en cuando, y de reojo, contemplaba mis muslos. Decidí entonces quitarme de encima las bolsas y las coloqué a mi derecha, en el asiento trasero que quedaba libre. No tardó ni un segundo mi hijo en dirigir la mirada a mi falda y a la parte superior de mis piernas. Pese a lo corto de la prenda, desde su posición lateral hacia mí no podría ver gran cosa y ésa era, precisamente, la intención: tenerlo ahí, a mi lado, impotente por no poder ver nada más pese a la cercanía. Y no sólo eso: pretendía redoblar esa sensación de ansia de Sandro, actuando de forma que advirtiera que el taxista sí que tenía visión directa hacia mi entrepierna.
Tras dejar las bolsas a mi lado, crucé inmediatamente las piernas y coloqué mis manos para tapar cualquier resquicio. Las miradas del conductor a través del espejo empezaron a hacerse cada vez más frecuentes e instantes después comprobé cómo mi hijo miraba un par de veces hacia delante, al taxista y luego al espejo.
El nerviosismo que se reflejaba en el rostro de mi vástago iba creciendo por momentos al percatarse de las intenciones del desconocido.

Aparentando naturalidad, empecé a hablar con Sandro sobre el importante partido de fútbol que su equipo disputaría en unos días. Él seguía la conversación pero sin centrarse en ella realmente. Cada vez lo notaba más inquieto y mi duda residía en saber si ese estado se debía únicamente a las ganas que tenía de volver a contemplar mi sexo o si era también por una especie de ataque de celos por el hecho de que aquel hombre estuviese al acecho para tratar de comerme con la mirada bajo la falda.
Opté por dar el siguiente paso, pues el vehículo continuaba avanzando por las calles y pronto llegaríamos a casa. De modo que retiré las manos de entre las piernas, busqué el móvil en el bolso y empecé a consultar las noticias del día. Casi al unísono, la mirada de Sandro y la del taxista se dirigieron a mi falda, cuya escasez de tela provocaba que, aunque tuviese las piernas cruzadas, fuese inevitable no enseñar las bragas. Lo corroboró la cara que puso el conductor al comprobar el color de mi prenda íntima. No obstante, estaba segura de que no habría podido divisar aún el resto del espectáculo. Miré el pantalón de mi hijo y el bulto se le volvía marcar de forma sugerente. Mi plan se estaba cumpliendo, pero yo quería más. Los tres que íbamos en ese taxi queríamos más.

Así que, mientras continuaba leyendo lo que aparecía en la pantalla del móvil, y sin perder de vista ni a Sandro ni al conductor, hice un primer amago de descruzar las piernas: ahí estaban ya los cuatro ojos pendientes de mí, a la vez que mi sexo no paraba de soltar flujos. Me sentía poderosa en aquel momento, teniendo el control de la situación y “torturando” tanto a mi hijo como al canoso desconocido. Comencé de nuevo a mover ligeramente las piernas y esta vez sí completé el descruce y miré de inmediato el cristal del espejo del conductor: al tipo se le quedaron los ojos abiertos como platos y desde mi asiento pude contemplar de perfil la cara de asombro que se le había quedado al comprobar el tipo de braguita que yo lucía y que le acababa de permitir ver toda la raja de mi sexo. Sólo le concedí ese regalo durante varios segundos, pues inmediatamente volví a cruzar mis piernas y a colocar las manos sobre ellas, dando por finalizada la exhibición.

Luego, y cuando el taxi se aproximaba ya casa, giré mi cuerpo hacia Sandro.

  • ¿Te apetece que pidamos unas pizza paras cenar?- le pregunté.

Pese a saber que no se negaría, tardó en responder debido al shock en el que se encontraba por aquello a lo que había asistido y porque en ese instante yo estaba orientada hacia él, con mi pierna izquierda rozando su derecha. Aparté las manos dos segundos, los suficientes como para que la mirada de mi hijo no desaprovechase la ocasión de deleitarse brevemente con mi excitado coño. Cuando las situé de nuevo para taparme, Sandro respondió prácticamente balbuceando:

  • Ehh...Sí, sí....,mamá. Me apetece cenar pizza.
  • Perfecto. Pues entonces, en cuanto lleguemos a casa, las pedimos. Así hoy nos ahorramos preparar la cena y podemos relajarnos un rato.

Al fin el taxi se detuvo en la puerta de casa. Mientras le abonaba la carrera, el conductor se dio un último festín visual con mi cuerpo. Ya dentro de la vivienda, y tras llamar a la pizzería, Sandro y yo cenamos. Hablamos de algunas cosas de sus estudios y luego nos reímos un rato viendo un programa de humor en la tele.
Tras dar buena cuenta de las pizzas, le dije a mi hijo que me daría una ducha antes de acostarme. Me dirigí al baño y, aunque lo único que deseaba en ese momento era meterme los dedos y pajearme como un loca, me contuve a duras penas y me limité a darme una rápida ducha, pues tenía ya otro plan en mente: Sandro siempre entra al baño para lavarse los dientes después de cenar, pero yo había sido lo suficientemente hábil como para acceder al baño antes de que él entrase, así que sabía que estaría esperando a que terminase mi ducha para pasar.

La ropa que me había quitado antes de ducharme yacía en el suelo del baño. Me sequé, envolví la toalla alrededor de mi cuerpo y cogí todas las prendas excepto las braguitas, que dejé intencionadamente en el suelo. Tapada sólo por la toalla, me acerqué al salón, donde permanecía Sandro, y le dije desde la puerta:

  • Pongo la lavadora y me acuesto. Buenas noches, hijo.
  • Buenas noches, mamá, y gracias otra vez por todo lo que me has comprado y por la pizza, que estaba deliciosa- me comentó.

Le sonreí y me dirigí hacia el lavadero para meter la ropa en la lavadora. Siguiendo lo tramado, me quedé allí unos instantes hasta escuchar que mi hijo entraba en el cuarto de baño. No se oía aún el agua del grifo correr. Aguanté medio minuto más y caminé con sigilo hasta el cuarto de baño, cuya puerta permanecía abierta. Me pegué a la pared y asomé ligeramente la cabeza. Todo había salido perfecto: allí estaba Sandro, de espaldas, con mis bragas pegadas a la nariz, oliéndolas, aspirando el aroma que yo había dejado impregnado en ellas durante toda la excitante tarde de compras. Una y otra vez las acercaba a la nariz, las separaba y las volvía a pegar a su rostro. Yo sabía que estaban muy sucias: lo había comprobado por mí misma antes de dejarlas en el suelo. La parte de la prenda que bordeaba los labios vaginales estaba pringosa y húmeda de mis flujos y con un inconfundible aroma a coño. También la parte trasera olía lo suficientemente a culo como para poner tiesa cualquier polla.

Mi corazón palpitaba a mil ante lo que estaba viendo. Me mantuve allí quieta un minuto más y mi valentía tuvo premio: Sandro sacó su móvil del bolsillo y comenzó a tomarles fotos a las bragas: por delante, por detrás, del derecho y del revés....Mi sexo quemaba pidiendo guerra, pero tenía que ser fuerte y aguantarme las ganas. Cuando mi hijo guardó el teléfono en el bolsillo y mientras aún tenía mis bragas en la mano, entré de golpe en el cuarto de baño, haciéndome la despistada.

  • Creo que he debido dejarme por aquí una cosa.

El rostro de Sandro, al ser sorprendido con mi prenda íntima en la mano, era un poema. Puse cierta cara de asombro y luego me quedé callada. A mi hijo le costó reaccionar pero, cuando lo logró, lo hizo de forma acertada para sus intereses exculpatorios:

  • Ohhh... Mamá.....Verás....Las he encontrado en el suelo y las iba a llevar ahora a la lavadora.
  • Gracias, Sandro. No te preocupes, ya las llevo yo. Y perdón por el olvido, que una no debe ir dejándose cosas por ahí y menos las bragas- le dije riéndome y recogiendo la prenda que mi hijo ya me estaba extendiendo.

Salí del cuarto de baño y metí las braguitas en la lavadora, pese a que ya no la pondría hasta la mañana siguiente. Mi plan había salido a la perfección, mejor incluso de lo previsto. Satisfecha entré en mi dormitorio, pero aún no era hora de dormir. Cerré la puerta, me quité la toalla y empecé a aplicarme crema hidratante por todo el cuerpo. Inmediatamente mis manos llegaron a las tetas, vertí sobre ellas un generosa cantidad de loción blanca y comencé a extenderla por mis senos. Conforme la crema iba siendo absorbida por mi piel, le daba un tono brillante a mis pechos. Restregué también un poco por los pezones, que a esas alturas de la situación volvían a lucir como auténticos pitones apuntando hacia delante. Con las yemas de los dedos los friccioné y los apreté ligeramente. Luego mis manos esparcieron crema por mi vientre, haciendo suaves círculos, mientras mi sexo emitía palpitaciones sin cesar. Acaricié los labios vaginales y en mis dedos se mezclaba ya la crema hidratante con los flujos que mi coño segregaba. Froté varias veces la palma de la mano sobre mi entrepierna y, aunque me moría de ganas por masturbarme, había otra cosa que rondaba por mi cabeza y que me generaba ansiedad: saber si Sandro me había mandado algún email en respuesta al mío, en el que le incluía la foto con mis leggings negros manchados la altura de la raja vaginal.

De modo que aplacé la masturbación para más tarde: era hora de consultar el correo con calma. Encendí el portátil y rápidamente accedí a la bandeja de entrada. Apreté el puño cerrado en gesto de alegría al comprobar que tenía un correo de mi hijo. Impaciente lo abrí y comencé a leer su contenido.

En primer lugar quería darte las gracias por tu email. Me congratula saber que continúas atenta a nuestra comunicación y que, además, has cumplido con tu promesa y con tu parte del trato de enviar alguna foto a cambio de que yo siga escribiendo sobre mis fantasías sexuales y maternas. Me encanta comprobar el grado de excitación que generan en ti mis historias. Ver tus leggings mojados y sucios ha sido algo increíble. Como acordamos, he usado esa imagen para ilustrar uno de mis textos y haré uso también de todas cuantas me envíes para hacer lo mismo con todas ellas. Por cierto, ya hay publicado un nuevo relato sobre lo ocurrido cuando mi madre estrenó sus mallas negras y se le marcaba absolutamente todo. Ojalá lo puedas leer pronto: te va a gustar, estoy seguro.
Me pusiste la polla muy dura, ¿sabes? Te confesaré algo: me masturbé contemplando la foto, mirando sin pestañear la raja de tu coño marcada en esas licras. Estaba tan caliente que mi paja no duró mucho tiempo y eyaculé enseguida sobre la cama. Espero que mi madre no detecte nada raro cuando vaya a lavar las sábanas, porque te juro que los manchones que dejé eran enormes y con fuerte olor.

Hoy me ha sucedido una cosa increíble con mi progenitora. Es una historia larga de contar y tendría que extenderme mucho. Prefiero escribir con calma un relato y narrarlo todo allí. Además, así te dejo con la intriga.
Pero volviendo al tema de las fotos, quería comentarte algo al respecto: ya que te veo tan interesada, yo diría que hasta obsesionada por mis textos, he pensado que lo más justo es elevar la compensación a pagar a cambio. Tranquila que no voy a pedirte un imposible. Sólo pretendo darle una pequeña vuelta de tuerca a nuestro trato. A partir de ahora quiero ser yo el que te solicite fotos, pero me refiero a imágenes concretas. No voy a pedirte fotos de tu rostro, no es el momento para eso todavía. Pero sí quiero tener la opción de ejercer un cierto dominio sobre ti en lo que se refiere a este asunto de las instantáneas. Yo te solicito una o varias específicas, tú me las mandas y habrá relato a cambio. Si no me las envías, daré por concluida mi vena literaria.

Por favor, no te lo tomes como un chantaje: se trata sólo de darle más mordiente a nuestro juego. Se me hace ya tarde y debo ir terminando. Espero tu respuesta a mi propuesta. No te olvides de leer mi último relato, ya disponible. Tócate y mastúrbate mientras lo haces”.

Ése era el contenido del email de mi hijo. Mi alegría fue doble al leerlo: por un lado, ese nuevo texto ya podía ser disfrutado por mí; por otro, el alivio de la propuesta de Sandro de no pedirme fotos en las que apareciera mi cara y que hubiese dado al traste con todo. Pero hubo algo que me agradó especialmente: la decisión de exigirme fotos concretas. La amenaza y el tono chantajista que se desprendían de esa parte del correo daban un cierto giro a nuestra “relación” y se trataba de algo que yo venía deseando desde el principio: que mi hijo me sometiese cierta forma, que fuera él el que impusiera las reglas del juego, siguiendo sus propias fantasías e instintos.

Dejé transcurrir unos minutos desde la lectura del email, para asimilar bien todo lo que había leído, y luego le respondí a mi hijo: le di las gracias por el nuevo relato, al que le dedicaría mi atención tras enviarle el correo, y por haberlo ilustrado con mi foto. A continuación, le expresé mi coincidencia sobre el asunto de no revelar aún mi identidad ni la suya tampoco. No quise hacerme la fácil y disimulé comentándole que me asustaba un poco el hecho de que fuera él quien ordenase qué imagen tendría que mandarle. Le expuse mi temor a que pidiera fotos demasiado exigentes para mí o complejas, pero, finalmente, le indiqué que aceptaba su oferta y que quedaba a la espera de que volviese a escribirme para realizar su primera petición. Aproveché también para adjuntarle las fotos que me había hecho por la tarde en el probador en diferentes posturas y poses. Le comenté que las tomara como un pequeño obsequio por lo que me hacía disfrutar con sus textos y que las aprovechase para lo que considerase oportuno.

Finalmente le confesé mi ansiedad por saber qué era eso que le había sucedido con su madre aquel mismo día y que no se demorase en escribir sobre ese asunto. Le dije que me ponía ya a leer el relato sobre los leggings y me despedí de él.

En cuanto salí de mi cuenta de correo, entré en la página de relatos. Accedí al perfil de mi hijo y en la lista de textos publicados figuraba, en efecto, uno nuevo, titulado “Mamá moja los leggings”.
El número de lectores que tenía ya la historia, pese al escaso tiempo transcurrido desde su publicación, era considerable, al igual que la espléndida puntuación, 9.5. Empecé con la lectura del texto y lo hice de forma pausada para saborear mejor cada detalle reflejado en él. Una vez más, Sandro narraba con gran maestría todo lo ocurrido aquel día en casa. Era increíble la habilidad y el realismo con los que manejaba las descripciones. Conseguía que te metieras en la historia inmediatamente. Conforme avanzaba en la lectura, fui conociendo de primera mano las reacciones que había despertado en mi hijo: deseo hacia mí, el cosquilleo y quemazón de su miembro, ganas de manosearme el culo, de arrancarme las mallas y de meter su empalmado pene en todos mis agujeros...

Sin darme cuenta y enfrascada en la lectura del texto, había bajado mi mano hacia mi sexo y lo estaba masajeando. Había esperado ese momento toda la tarde y parte de la noche y ahora sí que no pensaba desaprovechar la ocasión. Me contuve unos minutos más hasta dar término a la lectura de la historia, que de nuevo me había dejado el coño húmedo de flujos. Ni siquiera me tumbé en la cama, ni siquiera me molesté en levantarme para coger el dildo: no deseaba perder ni un segundo más. Pinché en el acceso a los comentarios sobre el relato dejados por los lectores y me abrí entera de piernas, colocando cada una de ellas sobre los brazos de la silla giratoria del escritorio y dejando los pies colgando en el aire. Inmediatamente el tejido rojo del siento acolchado comenzó a teñirse de oscuro al absorber los goterones que manaban de mi sexo. Mi mano derecha aceleró sus movimientos después de leer yo el primer comentario, en el que un lector decía todo lo que haría con una madre así, como la protagonista del texto. Los dedos iban entrando uno tras otro en mi húmeda raja, haciendo pequeños círculos dentro, rozándolo absolutamente todo y haciéndome gemir más todavía, cuando comprobé que otro lector se había pajeado hasta correrse de forma descomunal, mientras veía la foto de mi sexo marcado en los leggings y la mancha de flujo.

Mi puño se perdió en el interior de la palpitante vagina, tal y como una lectora reconocía haber hecho a la par que gozaba del relato. Con brusquedad me puse a meter y sacar el puño, cada vez más rápido, cada vez más enérgicamente. Ya no fui capaz de seguir leyendo más: estaba entrando en éxtasis y no podía mantener la mirada fija en las letras de la pantalla. Cerré los ojos: a mi mente vino la imagen de la polla de Sandro que había visto por la tarde en el probador, totalmente tiesa y empalmada, mientras él se masturbaba. Aceleré otro poco más: recordé la velocidad con la que mi hijo se había estado machacando su polla y di un par de arreones secos en mi sexo jadeando como una loca.

Volví a visualizar mentalmente el momento en el que el rojo glande de mi hijo reventaba y expulsaba varios chorros de leche manchando por completo el interior del probador. Eso fue ya demasiado para mí: tras apretar varias veces hasta el fondo mi puño, alcancé un delicioso orgasmo, al que segundos más tarde le siguió otro no menos espectacular.

Estaba temblando por completo, como jamás antes me había ocurrido. Me levanté como pude de la silla y, de repente, sentí varias contracciones fuertes en mi abdomen, Me asusté por su fuerte intensidad, me tapé la boca con las manos para que Sandro no escuchara mis gritos y me meé, sí, me meé encima de gusto, mojándolo absolutamente todo, salpicando el suelo y parte de la pared y del mueble. Conforme el líquido salía a borbotones de mi vagina, sentía alivio y relajación, que culminó con un profundo suspiro, cuando el orín dejó de salir de mi coño.

Me eché en la cama contemplando el “desastre” que había provocado pero colmada de gozo y bien satisfecha, hasta que el sueño terminó por vencerme.




25 de octubre de 2016

RIMAS DE BÉCQUER

13.30 de la tarde. La clase de Literatura va a empezar. La primera fila del aula, siempre desierta durante las demás asignaturas, está ahora repleta de alumnos. Hoy he tenido suerte y he conseguido el sitio más privilegiado, el que está justo delante de la mesa de la profesora Carmen. Las hormonas adolescentes están en plena ebullición a la espera de que ella entre. Y al fin aparece por la puerta: sonriente como cada día, radiante, preciosa y espectacular. Es la primera jornada del curso en la que lleva puesta unas medias. Es lo que tiene el inicio del descenso de las temperaturas. Son negras, finas y transparentes y resaltan todavía más la belleza de esas sensuales piernas, que lucen en buena parte al descubierto debido a la escueta falda que Carmen trae hoy puesta.
Mientras camina hacia su mesa, la docente contonea ligeramente las caderas y el ruido de los tacones de sus zapatos al pisar el suelo resuenan por todo el aula. Miro a mi profesora embelesado y con ojos cargados de deseo. A mi compañero de al lado se le ha quedado la boca abierta por la impresión y tengo que golpearle con el codo en el brazo para que reaccione y la cierre. Carmen suelta sus libros y su carpeta en la mesa y coge una tiza con la que escribe en la pizarra el nombre del tema del que vamos a tratar hoy. Ni siquiera hago ademán de tomar el boli: la redondez y firmeza del culo que tengo un par de metros delante de mí atrae toda mi atención. La docente habla pero no la escucho, no retengo ninguna de sus palabras. Mi mente está en otra parte, imaginando, fantaseando.

La profesora regresa pronto a su sitio y coge uno de los libros. Retira la silla y, cual guardián vigilante, fijo mi mirada en los muslos de Carmen con perversas intenciones y esperando a que se siente. 



Mi corazón palpita a mil y lo noto rebotar en mi pecho con fuerza. A la par que de sus labios salen pronunciadas y entonadas las primeras palabras de un poema de Bécquer, mis ojos recorren cada milímetro de esos imponentes muslos hasta penetrar por la abertura de la falda. Se me corta de pronto la respiración al observar la blonda de las medias y las tiras negras del liguero que las sujetan. Mi miembro, ya semierecto desde hace un rato, se empalma definitivamente y lo siento aprisionado bajo el bóxer y los jeans. Impaciente y ansioso subo más la vista, mientras los versos becquerianos entran y salen por mis oídos sin efecto ni provecho alguno. Carmen prosigue, extasiada, la lectura del poema; yo suspiro y resoplo y me muerdo el labio inferior ante el espectáculo que contemplo.

¿Qué me importa ahora Bécquer? ¿Qué sus famosos versos y rimas? Lo único que deseo ahora es gozar de ese tanga rojo y transparente que lleva Carmen y tras el cual contemplo con deleite la raja del sexo depilado de mi profesora favorita.


23 de octubre de 2016

CONCURSO DE FOTOGRAFÍA Y CORTOMETRAJE ERÓTICOS

¿Algún interesado en participar en un concurso de fotografía y cortometraje eróticos? No es para profesionales, sino que está dirigido para cualquiera que tenga un smartphone o una tablet y posea ganas de pasarlo bien mediante el erotismo y el sexo.

http://elpais.com/elpais/2016/10/10/mordiscos_y_tacones/1476128978_596318.html

16 de octubre de 2016

MI POLLA ENTRE TUS PIES

Me dejaste esta mañana ardiendo, anhelándote, deseándote. Mi verga ha estado dura durante las horas de trabajo, mientras mi mente recordaba cómo mi cuerpo estuvo entre tus manos, cómo me tomaste la polla y la mamaste incansablemente, empapándola entera con tu saliva. Luego te sentaste sobre mí, abriéndote de piernas y metiendo mi hinchado pene en tu depilado y húmedo coño. Cabalgaste sin cesar hasta la extenuación, alcanzando varios orgasmos antes de hacer que de mi glande rojizo chorreara a borbotones la espesa y blanca leche que llenó tu sexo palpitante.

Al regresar a casa del trabajo, todo está oscuro. Te llamo y no respondes. Me dirijo al dormitorio y enciendo la luz. Me sobresalto por la sorpresa de verte tumbada en la cama: estás casi desnuda, sólo unas medias negras y un liguero a juego cubren tu precioso cuerpo. Querías darme una sorpresa y me estabas esperando. Sin dejarme tiempo para reaccionar, me agarras de la camisa y me empujas, ansiosa, hacia la cama. Ni siquiera te tomas la molestia de desvestirme: te limitas a abrir, presurosa, la cremallera de mi pantalón. Metes la mano por la abertura, apartas mi bóxer y extraes mi miembro como si fuera un tesoro conquistado. Lo acaricias con delicadeza, que pronto se transforma en fogosidad. Haces que mi falo se empalme totalmente con tus vehementes agitaciones manuales. Cuando el glande asoma, mojado y oleroso, sueltas mi polla y acercas tus pies hacia ella. La aprisionas entre ambos y empiezas a masturbarme con ellos. El roce se siente delicioso; el tacto suave y sedoso de las medias en mi verga me vuelve loco. 



Continuamente resbalas los pies de arriba a abajo a un ritmo frenético y las medias comienzan a empaparse de los flujos que suelta la punta roja de mi pene.


Paras un instante para tocar el glande con la planta de tus pies y con los dedos de los mismos. Gimo de placer y mis bolas se endurecen. Sabes que estoy a punto de correrme y eso te envalentona todavía más. Vuelves a atrapar mi verga entre tus pies y, tras un par de movimientos bruscos y salvajes, haces que el semen brote a chorros, cubriendo de esperma la oscuridad de las aureolas y de los pezones de tus tetas. 

12 de octubre de 2016

CRÓNICA DE UN INCESTO (3)

Decidí reservar la lencería y las minifaldas para otra ocasión y opté por usar los leggings negros. Cogí primero del suelo la camiseta que me había quitado un rato antes y me la puse sin sujetador. La redonda y gorda silueta de mis pezones apareció inmediatamente marcada bajo la prenda. A continuación cubrí mis muslos y mi sexo desnudo con los leggings negros, que se ajustaban perfectamente a mi anatomía. Me miré en el espejo de la habitación y comprobé cómo la raja de mi coño se reflejaba en las ceñidas mallas. Me giré y observé la redondez y firmeza de los glúteos y la manera en que el tejido de los leggings se hundía entre ambas nalgas como si fuera engullido por ellas: me veía tremendamente sexy y espectacular.

Abandoné el dormitorio y pasé al cuarto de baño. Allí limpié el dildo y, tras secarlo, regresé a la habitación , lo guardé de nuevo en el cajón y dejé listo el suelo del dormitorio pasando sobre él la fregona. Antes de sentarme un rato en el salón con la esperanza de poder compartir unos minutos con mi hijo para que me viera así vestida, encendí el portátil. Con entusiasmo observé que en la bandeja de entrada de mi correo había un email de Sandro. Lo abrí y empecé a leerlo: contestaba a cada una de mi preguntas y me confesaba que se masturbaba a diario pensando en su madre, puesto que se había convertido en una obsesión para él. Saber que mi vástago sentía eso por mí no hizo más que reforzar mi idea de seguir con el juego que él había iniciado con los relatos, sin saber que su propia madre llegaría a leerlos. Ahora ya era evidente que la vez que se masturbó con mi tanga no había sido la única. Tengo que confesar que me sorprendió la frecuencia con la que Sandro se pajeaba y, a su vez, me sentí halagada con que lo hiciese con tanta frecuencia pensando en mí.

Igualmente me comentaba que, por supuesto, pensaba continuar escribiendo relatos y que lo que reflejaba en ellos eran todas las fantasías que tenía con su madre.
Me agradecía el apunte sobre lo de seguir añadiendo imágenes de prendas de su progenitora a los relatos, aunque me señalaba la dificultad que eso entrañaba en cuanto al riesgo de poder ser descubierto con las manos en la masa.
Por último, me hacía un sugerencia que me dejó estupefacta: me decía que ya que yo también era madre y que en vista de que gozaba tanto con sus relatos, podría contribuir de alguna manera y me insinuaba que lo hiciera mandándole algunas fotos. No especificaba más, pero era evidente que se refería a imágenes en las que apareciera en ropa íntima o, tal vez, algo más explícito. Se despedía indicando que estaba seguro de que ambos podríamos disfrutar muchísimo juntos.

Apagué el ordenador y me di cuenta de que mi hijo, lleno de desparpajo y de atrevimiento, estaba dispuesto a llegar lejos en el juego y que comenzaba, en cierta forma, a tomar la iniciativa en algunos aspectos. Y lo que más me sorprendió fue mi propia reacción: estaba decidida a aceptar esa especie de trato que Sandro me proponía.

Había llegado el momento de empezar a insinuarme delante de mi hijo. Lo primero que hice fue coger mis bragas sucias y dejarlas tiradas en el baño, en uno de los rincones, como si se me hubieran olvidado allí. Sólo quedaba ya esperar que a Sandro las viese e hiciese uso de ellas. A continuación me dirigí a la cocina y preparé un café con hielo para mi hijo y para mí. Es una de sus bebidas favoritas y sabía que no se negaría a salir un rato de su habitación y a beber ese café en mi compañía. Cuando lo llamé para ofrecérselo, únicamenente tardó un minuto en presentarse en el salón. Me encantó ver su cara al verme con esos leggings nuevos. Miró mis piernas de arriba a abajo. Trató de apartar la mirada pero no lo consiguió: de nuevo recorrió con sus ojos cada centímetro de mis piernas, cuya forma quedaba perfectamente dibujada en la ceñida licra de la prenda. Por último, clavó la vista a la altura de mi sexo y sus ojos se abrieron todavía más al divisar la marca de la raja vaginal. Sandro estaba asombrado, nervioso y hasta tartamudeó al darme las gracias por el café preparado. Nos sentamos en el sofá a ver un concurso televisivo, mientras degustábamos la fría bebida. Mi hijo, situado a mi derecha, se esforzaba por disimular y mirar a la pantalla, pero sus ojos no paraban de fijarse en mis muslos y en mi entrepierna. Bromeé con él sobre la torpeza del concursante a la hora de responder a las preguntas y mi hijo sólo fue capaz de esbozar una leve y tensa sonrisa.

Decidí que era el momento de presumirle de culo, por lo que me levanté y comencé a andar hacia la cocina para buscar agua de forma lenta y contoneando ligeramente las caderas. Yo estaba de espaldas, pero sentía los ardientes y deseosos ojos de mi hijo devorando mis glúteos. Satisfecha por cómo se estaba desarrollando todo, llegué a la cocina y cogí un botella de agua. No me arrepentía de nada de lo que estaba haciendo: Sandro lo había comenzado todo con sus relatos, esas masturbaciones, su robo del tanga....Él me había abocado a toda esa situación que yo no había sabido evitar. Pero el hecho de no haber sido yo quien hubiese empezado me servía, en cierta forma, como justificación o coartada para tratar de tener la conciencia tranquila.

Al regresar al salón, Sandro centró su atención en mis pechos y, más en concreto, en los pezones que estaban ya tan tiesos que parecían querer abrir una vía de escape por la parte delantera de la camiseta. Las continuas miradas de mi hijo y mis disimulados movimientos sensuales habían comenzado a excitarme.

  • Mamá, los leggings esos que llevas puestos son nuevos, ¿no?- preguntó Sandro.
  • Sí, me los compré ayer. ¿Por qué?- respondí con una sonrisa picarona.
  • Es que te sientan muy bien. Estás muy juvenil y sexy con ellos- me comentó.
  • Gracias por los halagos, Sandro. No ha sido la única prenda que he comprado. He considerado que era hora de renovar parte del vestuario. Ya ves, pensé que me había pasado de atrevida, pero después de oír tus cumplidos me quedo más tranquila- le comenté y le volví a agradecer sus palabras con un beso.
  • Me alegro de que hayas dado ese paso, mamá. Tú vales mucho y no es que con otro tipo de ropa no estés guapa, pero así pareces hasta mucho más joven- agregó mi hijo.
  • ¡Vaya, hoy parece que es el día de los piropos! Han merecido la pena las compras de ropa y lencería- dije.

De forma intencionada mencioné la palabra “lencería” para ver la reacción de Sandro. Mi hijo, al escucharla, se sobresaltó y en su rostro se mezcló inmediatamente una expresión de sorpresa con una leve y pícara sonrisa.

  • Haremos lo siguiente, Sandro. Creo que tú también te mereces una renovación de vestuario. Hace ya tiempo que no te compro nada y entre eso y la lluvia de piropos que me has dedicado te has ganado que vayamos mañana de compras al centro comercial. Iremos después de comer, si tú puedes y te apetece, claro.

A mi hijo se le iluminó la cara. Como a cualquier joven de su edad le gusta la ropa y estar a la última.

  • ¡Por supuesto que me apetece! Muchas gracias, mamá- exclamó antes de darme un beso como agradecimiento.

El diálogo había distraído un poco a Sandro, que había dejado de lanzar miradas deseosas hacia las diferentes partes de mi cuerpo durante la conversación. Pero una vez finalizada ésta, los ojos de mi hijo retomaron la actitud “voyeur” y de nuevo se deleitaban observando mis pechos y mis piernas.

  • Me voy un rato a la habitación a hacer unas cosas- dijo Sandro antes de levantarse del sofá.

Al ponerse de pie, me fijé de reojo en su entrepierna y allí había una prueba evidente de lo que esas miradas le habían provocado a su cuerpo: un bulto más que considerable bajo el pantalón y una visible hinchazón de su miembro. Mi plan estaba funcionando a la perfección. Aquel día ya no quise forzar más la situación y el resto de las horas hasta que nos fuimos a dormir transcurrió con normalidad, si bien Sandro no dejó de quitarme el ojo de encima durante la cena.

A la mañana siguiente volví a despertarme unos minutos antes de lo habitual: deseaba tener unos instantes para poder comprobar la bandeja de entrada de mi correo. En esta ocasión lo hice a través del móvil para mayor rapidez y comodidad, pues, además, no tenía pensado entrar en ese momento en la página de relatos (eso lo reservaría para cuando regresase del trabajo). Comprobé que había un email nuevo de mi hijo, cuya hora de entrada evidenciaba que Sandro lo había enviado de madrugada.
Abrí el mensaje y empecé a leerlo: cada palabra que veía escrita, cada frase, no hacían más que aumentar mi satisfacción. Sandro comentaba todo lo ocurrido conmigo la tarde anterior, resaltando lo provocativa y ardiente que había estado su madre con esos leggings negros y la forma tan impresionante en que se marcaba la raja del sexo. Igualmente destacaba lo espectacular que se veía mi culo, aprisionado y ceñido bajo la licra de la prenda. Por último, comentaba la certeza de que su madre no llevaba ropa interior ni por arriba ni por abajo: hacía alusión a la forma tan exagerada en que los pezones presionaban el tejido de la camiseta y a que no había detectado señal alguna de ropa íntima bajo los leggings. Finalizaba el correo describiendo la paja que se había hecho en su habitación, usando para ello las braguitas sucias y apestosas que su madre había dejado tiradas en el baño y que había fotografiado para algún futuro relato, y cómo sus chorros de semen habían caído descontrolados sobre las sábanas de la cama.

La lectura del mensaje de mi hijo me dejó encendida y con ganas de más. Reaccioné de forma rápida y aproveché los escasos minutos de los que aún disponía para ponerme los leggings del día anterior y hacer una foto con el móvil a la zona de mi entrepierna. Comprobé el resultado de la imagen y era mucho más interesante de lo que podía imaginar: se apreciaba perfectamente mi raja vaginal y el grado de excitación que yo sufría hizo que la licra se manchase ligeramente. Aquella foto de mi sexo marcado en las mallas con esa mancha de flujo que se extendía unos centímetros por la prenda me encantó y colmó el deseo que tenía: mandarle la imagen a mi hijo diciéndole que yo solía usar también a veces ese tipo de prendas y que perdonase por la mancha, pero que la lectura de su correo me había dejado muy caliente y que sólo el hecho de tenerme que ir ya a trabajar iba a impedir que me masturbase. Terminé recordándole lo que él mismo me había pedido: si yo le enviaba algunas fotos para ilustrar sus textos, él los seguiría escribiendo. Así que le solicité que usara la imagen mandada para un relato donde narrase con pelos y señales lo ocurrido con su madre la tarde anterior y la paja que se había hecho pensando en ella. Adjunté la foto al correo y se lo envié antes de quitarme los leggings y de vestirme un poco más formal para acudir al trabajo. Pero dejé preparada sobre la cama de mi habitación la ropa que me pondría para ir de compras con Sandro por la tarde.

El deseo de que llegase la hora de ir al centro comercial con mi hijo provocó que mi jornda laboral se hiciera interminable. No dejé de pensar en el mensaje de Sandro ni en mi osadía de fotografiar mi mojada entrepierna y mostrársela mediante la imagen enviada. Acababa de echar más gasolina al fuego y me invadió la sensación de estar convirtiéndome en una especie de “calientapollas” de mi propio hijo y de que él, con sus relatos y correos, me estaba emputeciendo.

Al fin terminé de trabajar y pude regresar a casa. Había acordado con Sandro que saldríamos hacia el centro comercial sobre las seis de la tarde. Cuando llegué al domicilio, mi hijo aún no estaba, pero no tardó mucho en aparecer. Durante la comida todo transcurrió con normalidad, si bien por mi mente no dejaba de circular la duda de si habría ya leído mi respuesta a su mensaje y de si habría visto la foto. Me tocaría esperar, por lo tanto, para ver el siguiente paso que daba. Después de comer, tanto mi hijo como yo nos fuimos a nuestras habitaciones. Tomé una pequeña siesta, pues tanta agitación hizo que me sintiera algo cansada. Al despertar, era la hora de comenzar a prepararme para ir de compras. Fue entonces cuando miré la ropa que había elegido esa misma mañana. Sólo de verla me recorrió un latigazo de ardor por dentro de mi cuerpo. Pero también cierto nerviosismo: no recordaba la última vez que había vestido de esa manera tan sexy. Y ese nerviosismo aumentaba al saber que la persona con la que iba a estar y a salir era mi propio hijo. Pese a dichos nervios, estaba dispuesta a seguir con el plan ideado por la mañana. Comencé a desnudarme: me quité la blusa roja que llevaba y el pantalón negro y ancho y dejé esas prendas en el suelo. Cubierta únicamente por un conjunto blanco de lencería formado por sujetador y braguita, me acerqué hacia donde se encontraba la ropa que iba a ponerme esa tarde. De repente, en la puerta de la habitación se oyó el golpeo de los nudillos de los dedos de mi hijo y justo después su voz:

  • Mamá, ¿te queda mucho? Te estoy esperando.

Mi hijo tenía razón: sin darme cuenta, sumida en mis pensamientos, se me había echado la hora encima.

  • Ya voy, Sandro. Estoy terminando de vestirme- le respondí, mientras me desabrochaba el sujetador y me quitaba las bragas.

No hice esperar mucho más a mi hijo. Cuando, ya vestida, abrí la puerta y me dirigí al salón para coger mi bolso, me encontré allí a Sandro, que esperaba sentado. Todavía no se me ha olvidado la cara que se le quedó al verme. No tenía ni punto de comparación con la del día anterior, cuando me puse los leggings.

  • ¡Wow!- fue lo primero que acertó a decir con una cara de asombro absoluto y con unos ojos que parecían a punto de salírsele de las órbitas.

Luego volvió a mirarme sorprendido, pero con un gesto evidente de deseo hacia mí.

  • ¿Nos vamos?- le pregunté sonriéndole.

Pero Sandro no reaccionó: permaneció sentado, impactado por lo que veía.

  • ¿No tenías prisa por irnos? ¿Qué te pasa?- le dije.
  • Ehhh.....No....Nada, mamá, es que estás.....
  • ¿Guapa, tal vez?
  • No sólo guapa, mamá, estás......- comentó Sandro sin atreverse a seguir hablando.
  • ¿Qué más estoy, entonces? Anda, dímelo, que me gustaría saberlo.
  • Pues estás....Estás muy sexy, mamá.
  • ¡Vaya! Ya veo que mi cambio de look cuenta con una primera e importante aprobación: la de mi hijo. No sabía que fuese a impactarte tanto. No seas tan generoso con tus halagos, cariño, al fin y al cabo se trata sólo de esta camiseta celeste ajustadita y de una sencilla minifalda- le comenté, intentando aumentar el grado de provocación, mientras me giraba un poco para que me viese desde todos los ángulos y poder resaltar la sensualidad de mi cuerpo ataviado con aquella camiseta ajustada, bajo la cual mis tetas lucían desnudas y libres de sujetador, y la escuetísima minifalda amarilla que dejaba al aire mis piernas, cubriendo sólo el culo y los primeros centímetros de los muslos.

Con mi hijo aún en pleno asombro, salimos de casa y nos dirigimos hacia la parada del autobús. Durante el camino, tuve que soportar las miradas descaradas de la mayoría de hombres con los que nos cruzábamos, que no dudaban en girarse para mirarme el culo. Mi hijo no era ajeno a la situación y se daba perfectamente cuenta de que su madre estaba siendo el centro de atención. Procuré caminar un poco por delante de Sandro para regalarle la visión de la parte trasera de mi anatomía y sabía de sobra que él tampoco desaprovechaba la ocasión para comerme el culo con la mirada. Al llegar a la parada del bus, no tuvimos que esperar mucho para que llegase el vehículo que habría de llevarnos al centro comercial. Los pocos minutos que duró la espera sirvieron para que un grupo de chicos jóvenes, de edad similar a la de mi hijo, y varios hombres maduros se deleitasen con mi presencia. Los maduros me observaban en silencio, pero los jóvenes murmuraban comentarios entre ellos. El sentirme el centro de atención de todos no hizo más que prender todavía más la mecha de mi ardor y excitación y me impulsó a proseguir con el juego planeado para mi hijo.

Al llegar el bus, Sandro me dejó subir por delante de él. Con el gesto de elevar la pierna para ascender los escalones, la estrecha minifalda se me subió un poco más y sentí cómo el inicio de mis nalgas habían quedado al descubierto, con la cara de mi hijo a escasos centímetros por detrás. Intenté actuar con naturalidad y, una vez dentro del bus, me bajé de nuevo la prenda para recolocarla, si bien sabía que mi hijo me había visto buena parte de los glúteos desde su posición y, probablemente, el color violeta del tanga que llevaba puesto. Entramos en el vehículo y estaba semivacío, justo como yo quería, porque deseaba tener la posibilidad de elegir asiento. Y eso fue lo que hice: llevaba en mente qué sitios ocuparíamos, si estaban libres, y, en efecto, aquellos que había pensado se encontraban desocupados. Le indiqué a mi hijo el lugar en el que nos sentaríamos: un grupo de cuatro asientos colocados dos frente a dos. Sandro se sentó en uno de los que estaba pegado a la ventanilla y yo me dispuse a ocupar el que estaba frente a él. Miré a mi hijo y observé cómo aguardaba, nervioso, el momento en que ocupase mi asiento. Sabía que lo que deseaba era verme el tanga por delante, pero no estaba dispuesta a ponérselo fácil: quería que “sufriese” un poco.

De modo que me senté y coloqué inmediatamente el bolso sobre mi regazo, impidiendo cualquier posibilidad de acceso visual entre mis piernas. Pese a que no hacía mucho calor, sobre la frente de mi hijo comenzaron a aparecer pequeñas gotas de sudor. El pobre no sabía ya adónde mirar, si por la ventanilla, si hacia mis pechos cuyos pezones se marcaban en la camiseta, si a mis piernas o a mi rostro, que le dedicó un pícara sonrisa, cuando mis ojos se cruzaron con suyos. El bus empezó a circular y yo comencé a hacer como si consultase algo en el móvil, a la vez que separaba un poco los muslos, sobre los cuales permanecía inamovible el bolso como protección. Sandro seguía esperando la mínima posibilidad de poder ver algo más de lo que contemplaba y, aunque fingía a veces estar distraído mirando por la ventana, inmediatamente volvía a observarme. Era el momento de dar el siguiente paso. Al detenerse el autobús en la siguiente parada, abrí muy lentamente la cremallera del bolso bajo la atenta mirada de Sandro. Removí el interior como si estuviera buscando algo y tras unos segundos resoplé resignada.

  • ¿Buscas algo, mamá?- quiso saber mi hijo.
  • No, no importa. Buscaba mi lápiz de labios para pintarme un poco pero lo habré dejado en casa.

Cuando me disponía a desplazar el bolso para dejar parcialmente descubierta la apertura de la minifalda, llegó un viejo y se sentó junto a mi hijo quedando, por lo tanto, también enfrente de mí. La inesperada llegada de ese hombre me hizo dudar sobre si continuar con la exhibición o detenerla. Pero no podía desaprovechar la oportunidad ni el clímax creado, así que opté por seguir adelante: si aquel viejo canoso participaba también como espectador, lo consideraría como un daño colateral.

Finalmente, mientras hacía una supuesta última intentona por encontrar el lápiz en el bolso, lo fui desplazando ligeramente hacia el lado derecho. La parte superior de mis muslos empezó a quedar al descubierto y Sandro no perdía detalle de lo que sucedía. Sus ojos permanecían vigilantes, deseosos de penetrar entre mis piernas y de contemplar lo que ansiaba. Levanté el bolso, lo acerqué a mi rostro, simulando querer buscar mejor, y separé en ese instante un poco más los muslos. Miré entonces a mi hijo y observé una tremenda expresión de sorpresa en su cara, clara señal de que, al fin, había tenido acceso visual a lo que tanto ansiaba: el tanga violeta cuya abertura delantera dejaba al descubierto la raja de mi sexo, húmedo por mi propio juego de provocación. Sandro se quedó inmóvil, sin pestañear y sin apartar la vista de mi entrepierna, mientras yo hacía como si me diera por vencida en mi búsqueda del lápiz labial. Sin embargo, ya no coloqué el bolso encima de mis muslos, sino en el lateral de mi pierna. Sandro me miró, yo disimulé y comencé a observar a través de la ventanilla. Luego abrí más todavía los muslos, levanté la pierna derecha unos centímetros y la crucé sobre la izquierda, regalándole a mi hijo con ese lento movimiento una perfecta visión de mi coño, brillante de humedad. De reojo observé cómo el viejo que estaba sentado junto a Sandro y que, desde que llegó, no había dejado de mirarme las tetas, hundió también sus ojos bajo mi minifalda amarilla. El desconocido reaccionó llevándose con disimulo la mano a su paquete, a la par que mi sexo no paraba de escupir gotas de flujo. El anciano comenzó a deslizar la palma de la mano por todo el bulto, despacio, parando y moviéndola luego otra vez.

Bajo el jeans que llevaba puesto mi hijo, se adivinaba la silueta de su ya hinchada polla, empalmada gracias a la visión de mi tanga abierto. Mi boca empezaba a hacerse agua imaginando aquellas dos vergas para mí. Sandro se mostraba nervioso, temiendo que yo pudiera pillarlo mirándome; por el contrario, el viejo no se cortaba ni un pelo y permanecía con todo el descaro del mundo con los ojos puestos en mi entrepierna. Creo que se dio cuenta de que yo estaba permitiendo sus miradas y esto le dio alas hasta el punto de que pasara a magrearse el paquete sobre el pantalón sin ningún tipo de tapujos. El autobús se acercaba a la parada del centro comercial y decidí poner el broche al espectáculo: descrucé las piernas y las dejé abiertas de par en par ante la atónita mirada de Sandro y la del desconocido. Volví a desentenderme de ambos y miré fijamente por la ventanilla del vehículo durante casi un minuto, hasta que llegó el momento de levantarme, pues el bus ya casi estaba en la parada.

Al volver a contemplar al viejo y a mi hijo, vi cómo sobre la fina tela del pantalón gris del desconocido había una extensa mancha de humedad y una especie de espuma blanca: el tipo se había corrido allí mismo, mientras observaba mi coño. Sandro, por su parte, había comenzado a imitar al viejo: lo sorprendí rozando con la mano su miembro sobre el pantalón y con rapidez apartó la mano en cuanto giré la cabeza hacia él.

  • Nos bajamos aquí, Sandro- le dije, haciéndome la ignorante de la situación.

Mi hijo, al ponerse de pie, me obsequió con la imagen de todo su bulto hinchado bajo el jeans. Me levanté yo también y los dos nos dirigimos a la puerta del autobús. Justo en el instante en que ésta se abría, sentí cómo una mano se introducía por detrás, bajo mi minifalda, y me tocaba y pellizcaba las nalgas. Volví ligeramente la cabeza y escuché:

  • Gracias por la corrida, putita.

Era el viejo el que me lo susurraba al oído aún con su mano metida dentro de la falda y con un dedo rozando la raja húmeda de mi coño e intentando penetralo. Sólo lo apartó cuando mi hijo bajó del autobús y yo detrás de él. También el desconocido se apeó del vehículo, pero tomó la dirección opuesta a la nuestra.
Sabiendo que Sandro estaba ardiendo y que yo me encontraba igual, más todavía tras los tocamientos de aquel pervertido viejo, comencé a caminar junto a mi hijo hacia el centro comercial. Allí me esperaba el desarrollo de la segunda parte del plan para aquel día.









10 de octubre de 2016

LA VOYEUR ADOLESCENTE

Son las 7.45 de este domingo de finales de septiembre. Sé que es tarde y que mañana, cuando despierte, me caerá una nueva bronca de mis padres por regresar tan tarde a casa después de estar de fiesta con varias amigas del instituto en el que estudio.
Pero bueno, parece que reñirle los domingos a su hija adolescente se ha convertido en algo común en sus vidas. Aunque eso será dentro de unas horas, afortunadamente. Ahora toca descansar pero antes aguantaré despierta unos minutos más. Merecerá la pena, sin duda.

Comienzo a desnudarme: me desprendo de los zapatos de tacón y luego de mi ceñida camiseta roja. Mis tetas, desnudas y sin la opresión de sujetador alguno, quedan inmediatamente al descubierto. De ellas sobresalen mis dos pezones de tono marrón oscuro, gruesos y a la vez alargados, apuntando firmes hacia delante. Me bajo la escueta minifalda blanca y quedo cubierta únicamente por las medias tipo pantyhose, negras, transparentes y finas, que dejan ver mi sexo y su cuidada línea de vello púbico. 




Maldigo al comprobar en los pantys la existencia de una carrera a la altura del lateral del muslo derecho que las hará ya inservibles.

El alcohol ingerido con mis amigas sigue haciendo efecto y martilleando mi cabeza. No me apetece lo más mínimo hacer el simple esfuerzo de quitarme las medias, así que me tumbo en la cama con ellas puestas. Recostada, lo único que deseo es una cosa: que se encienda de una vez la luz de la ventana de enfrente, la del dormitorio de mi madurito vecino. Siempre es puntual como un reloj los domingos, cuando sale a hacer deporte y son justo las 8.00, hora en la que se levanta.
Al fin se ilumina su habitación y yo, desde mi cama, con la ventana subida hasta más de media altura y por la que comienzan a colarse los primeros destellos de claridad del día, mantengo la vista fija hacia la otra vivienda. No tarda en aparecer ni medio minuto el maduro: su pelo castaño corto, el torso desnudo, fibroso pero sin muscular, justo como a mí me gusta, y ese pantaloncito corto del pijama que cubre sus partes íntimas.

Me incorporo un poco en la cama, pues va a comenzar el espectáculo: tras hacer una serie de ejercicios de estiramiento, el vecino se lleva las manos a la cintura y empieza a bajarse el pantalón. De espaldas a la ventana me ofrece la visión magistral de su culo prieto, macizo y duro, con esas nalgas tan redondas que tanto desearía mordisquear. Se gira levemente quedando de perfil: me deleito con su polla aún en semirreposo, y con sus colgantes bolas. Tiene su sexo completamente afeitado, sin rastro de vello, al igual que el resto del cuerpo, excepto los brazos. Sus piernas lucen impresionantes y esos muslos y las pantorrillas...... Mi boca se hace agua: toda su anatomía me encanta pero esas piernas me vuelven loca.

La mano del madurito comienza a acariciar la verga y los testículos de forma suave. Como una especie de ritual o liturgia que repite cada domingo, se pone a agitar su miembro, que se empalma e hincha segundo a segundo. 



 Mi mano derecha desciende hasta mi entrepierna buscando un claro objetivo: el coño. Comienzo a acariciarlo por encima de las medias y lo noto húmedo: el tejido sedoso de los pantys se empapa rápidamente.
Tras un par de movimientos manuales más, por la punta del nabo del vecino asoma el rojizo glande, mientras los huevos se balancean con cada agitación de la mano, que va aumentando progresivamente tanto la velocidad como la energía. Froto con vehemencia la palma de la mano sobre mi sexo y, al separarla, se forman varios hilos de flujo que se van alargando conforme la retiro con lentitud. Mi coño palpita y pide más guerra, a la vez que observo cómo el vecino se machaca ya el falo sin miramiento alguno y a un ritmo frenético.

Tomo mis pantys a la altura de la entrepierna y de un fuerte tirón los desgarro de cuajo, abriendo un agujero que me permita meter mis dedos y mi mano. Eso hago: introduzco en mi raja un dedo y lo entierro hasta el fondo. Lo saco y lo vuelvo a hundir. Al extraerlo de nuevo, chupo con la lengua todo el flujo que lo cubre y lo embadurna y saboreo el intenso sabor que mana de mi coño. Otra vez me penetro con él y con un segundo y tercer dedo. Mis gemidos comienzan a llenar la habitación y trato de contenerlos para que no me oigan mis padres. La mano izquierda tira alternativamente de cada pezón, provocándome un placentero dolor, mientras la mano derecha se pierde ya entera dentro de mi coño en un mete y saca imparable.

Sé que no voy a aguantar mucho más y que tampoco lo hará el vecino, pues compruebo que empieza a sufrir pequeños espasmos. Se gira del todo, se pone de frente, mirando hacia mi ventana y varios chorros de esperma manan de forma incontrolada de su granítica y curvada polla. El semen no ha terminado aún de salir, cuando me vengo como una perra y me corro chorreando entera y dejando la ropa de cama hecha un desastre y mis medias totalmente empapadas.

Veo cómo el vecino se limpia los restos de leche con el pantalón del pijama, que ha cogido del suelo y que enseguida deja caer otra vez, y cómo tras ello abre uno de los cajones del mueble: saca su vestimenta deportiva, se pone una camiseta verde fosforito y unas mallas azules oscuras con las que tapa su todavía goteante pene.





Sinceramente, no sé cómo está más bueno, si completamente en pelotas o con esa ceñida ropa bajo la que se le marca absolutamente todo.







 Una vez vestido, se acerca un poco más a la ventana, me guiña, cómplice, un ojo dedicándome una sonrisa, apaga la luz y sale de su domicilio para correr.


Ahora ya sí toca dormirme, si es que puedo, claro, porque estoy convencida de que un domingo más soñaré con mi maduro vecino y mi coño amanecerá empapado.