Después
de comer dormí una pequeña siesta y al rato mi hijo Sandro regresó
a casa. Estuve hablando con él unos minutos, preguntándole qué tal
había estado la visita al Salón del Cómic. Tengo que reconocer que
al principio me sentí un poco extraña: miraba a Sandro y recordaba
continuamente sus relatos, cada una de esas espléndidas
descripciones, sus fantasías conmigo....Intentaba comportarme de la
manera más natural posible y mis esfuerzos por hacerlo dieron sus
frutos, pues mi hijo no advirtió nada raro en mi comportamiento. Me
dijo que había aprovechado para comprar un par de ejemplares en el
Salón del Cómic y que le había encantado esa muestra. Se quedó
un rato conmigo en el salón antes de marcharse a su habitación.
Confieso que lo estaba deseando: quería volver a escuchar el sonido
de las teclas, porque sería señal de que estaría escribiendo
nuevas historias.
Pasaron
cinco, diez minutos y todo era silencio. Pero, al fin, el tecleo se
hizo oír y me sentí reconfortada. Sandro estuvo un par de horas en
su dormitorio escribiendo y me invadió la intriga por saber en qué
tipo de relato estaría inmerso. Al cabo de ese tiempo salió de su
cuarto: era la hora de la cena y se ofreció para ayudarme a
prepararla. Acepté encantada su ofrecimiento y los dos nos metimos
en la cocina. Durante la preparación de la cena, los roces
involuntarios de nuestros brazos, de nuestros cuerpos, mientras nos
movíamos en el reducido espacio de la cocina, comenzaron a erizar mi
piel y a encenderme por dentro. Tras la cena nos quedamos un rato
sentados en salón viendo la televisión, hasta que decidimos
retirarnos cada uno a nuestra habitación: él tenía clases al día
siguiente y yo debía regresar al trabajo, pues las obras de reforma
de la oficina ya habían terminado.
Cerré
la puerta de mi dormitorio y empecé desnudarme por completo. Luego
saqué del cajón mi rojo pantaloncito corto y ceñido del pijama y
cubrí con él la desnudez de mi sexo. Apagué la luz y me tumbé en
la cama dispuesta a dormir. Pero uno a uno iban pasando los minutos y
era incapaz de conciliar el sueño, agitada por todo lo vivido
durante el día. Pensé en el último relato que había leído y el
la página a la que mi hijo hacía referencia y donde los publicaba.
Intenté relajarme y no pensar más en ello, pero no lo conseguí. Mi
curiosidad pudo más y me empujó a levantarme de la cama y a
encender la luz de la mesita de noche. Semidesnuda, cubierta
únicamente por el escueto pantalón del pijama, me senté ante el
ordenador y lo encendí. Tecleé en el buscador el nombre de la
página mencionada por Sandro e, inmediatamente, apareció el enlace.
Pinché en él y en la pantalla se hizo visible la portada de dicha
página. Varias fotos pornográficas ocupaban buena parte de la
página inicial. Debajo de esas imágenes aparecían los nombres de
las diferentes categorías en las que se ubicaban los relatos. Había
también un buscador para para poder localizar rápidamente un relato
concreto o a un autor determinado.
La
página parecía bastante bien organizada. Pinché al azar en una de
las categorías, “Autosatisfacción”, y una larga e interminable
lista de títulos de relatos quedaron ante mi vista. Al lado de cada
título se apreciaba una nota numérica de calificación. Volví al
menú principal y empecé a consultar un poco el funcionamiento de la
página: se podían subir relatos, valorarlos, comentarlos e,
incluso, contactar con los autores a través de mensajes privados.
Sin embargo, para poder participar en cualquiera de esos apartados,
se necesitaba estar registrado mediante una cuenta o perfil.
Mi
objetivo principal era dar con los relatos de mi hijo, así que usé
el buscador de títulos y escribí “Masturbándome con el tanga de
mi madre”. Un par de segundos más tarde apareció en la pantalla
el texto escrito por Sandro. Tenía una puntuación que sobrepasaba
ligeramente el nueve, señal de que su historia había tenido buena
acogida entre los lectores. También se podía leer junto al título
el nombre de autor que empleaba mi hijo: “Caprichomaterno”. Eché
un fugaz vistazo al texto y estaba publicado exactamente igual a como
yo lo había leído. Además, incluía la misma foto de mi tanga
usado y sucio como ilustración. Más de una decena de comentarios
habían sido dejados por otros autores o lectores. Los leí uno por
uno: algunos simplemente se limitaban a felicitar a Sandro por el
relato; otros daban una opinión más detallada, indicando qué
partes les habían gustado más, animaban a mi hijo a seguir
escribiendo sobre esa temática e, incluso, algún usuario le sugería
qué tipo de cosas haría él con una madre como la que era descrita.
La
lectura de esos comentarios obscenos subió mi temperatura corporal y
me encendí por completo, imaginándome ser objeto de todas esas
fantasías expresadas. Cuando me quise dar cuenta, tenía el coño
húmedo, empapado. Incluso había varias mujeres que le confesaban a
Sandro sus propias fantasías filiales. Me asombré ante dichos
comentarios tan desinhibidos, escritos, según ellas, por madres
maduras con hijos de edad similar a la de Sandro.
Después
de salir de ese asombro y tras meditarlo unos instantes, tomé la
decisión de crearme un perfil en la página para poder participar
activamente. Me puse a ello y en un par de minutos tenía creado mi
perfil con el nombre de “Orgasmos maternos”. Ya nada me impedía
dejarle un comentario a mi hijo en alguno de sus relatos. Sabía que
tenía que andarme con cuidado y ser prudente para no cometer ningún
error y ser descubierta por Sandro. Volví a acceder a su relato
“Masturbándome con el tanga de mi madre”, al apartado destinado
a los comentarios de los lectores y comencé a escribir. Quería
empezar esta especie de juego poco a poco para tantear la reacción
de mi hijo y, especialmente, para comprobar si respondía a mi
comentario. Estaba casi segura de que así sería, pues se había
tomado la molestia de responder uno a uno a los lectores que le
habían dado sus opiniones. No deseaba comenzar siendo muy descarada,
sino todo lo contrario: quería mostrarme como una mujer educada pero
a la vez provocativa y juguetona. Bajo el anonimato estaba decidida a
“pinchar” y a excitar a mi propio hijo y a sugerirle ideas.
De
modo que en mi primer comentario me limité a darle la enhorabuena
por su texto y a indicarle que me había parecido muy ardiente. Le
agradecí el buen y caliente rato que me había hecho pasar y
finalicé confesándole que había hecho que una madre como yo mojase
sus braguitas mientras leía su relato. Tras escribir el comentario,
salí de la página y apagué el ordenador. Me hubiese gustado pasar
más tiempo curioseando por las historias creadas por Sandro pero se
hacía ya tarde y debía intentar descansar. Tocaba esperar para ver
si mi hijo contestaba.
Me
tumbé en la cama y me pregunté a mí misma el motivo por el que
había decidido iniciar ese juego de los comentarios. ¿Era por
conseguir que Sandro escribiera más relatos en los que yo
compartiese protagonismo con él? ¿Lo hacía por mi propio deseo
sexual? ¿Por el morbo que me producía leer las fantasías de mi
hijo conmigo?
Me
asusté un poco cuando por mi mente asomó la idea de que, tal vez,
estuviesen surgiendo en mí las ganas de tener sexo con Sandro. Con
ese pensamiento debí quedarme dormida, porque lo siguiente que sentí
fue el sonido del despertador a las 7.30 para levantarme e ir al
trabajo.
El
ajetreo del regreso a la oficina, agudizado por la necesidad de tener
que poner todo al día tras el paréntesis por la reforma, hizo que
durante la mañana no pensara mucho en el asunto de mi hijo. Tras la
agotadora jornada laboral volví a casa. Sandro había regresado de
las clases unos minutos antes que yo. Al verlo, me vino
inmediatamente a la cabeza el comentario que le dejé escrito en la
madrugada. Supuse que aún no habría tenido tiempo de entrar en la
página desde que lo publiqué. Sería cuestión de darle unas horas
para ver si esa misma tarde o noche había novedades al respecto.
Dejé transcurrir el resto del día sin acceder a la página hasta
que llegó la noche. Ya en mi en habitación, después de la cena,
decidí repetir lo mismo que había hecho la noche anterior: me
desnudé y me puse únicamente el pantalón corto del pijama. Luego
me senté y encendí el portátil. Mientras se ponía en
funcionamiento, sentí cómo el nerviosismo se apoderaba de mí.
Reconozco que deseaba ver una respuesta a mi comentario y, en cierta
forma, una que dejase abierta la posibilidad de seguir con el juego.
Accedí
a la página, tecleé mi nombre de usuaria y mi contraseña y fui
directa al relato de mi hijo y al apartado de “Comentarios”.
Pinché sobre esa palabra y esbocé una sonrisa de satisfacción al
ver que mi hijo había respondido a mi comentario: me daba las
gracias por la lectura del relato y por haber escrito unas palabras
dando mi opinión. Pero lo bueno venía al final: Sandro decía que
para él era un placer que una madre se sintiera identificada con la
que protagonizaba su relato y que se sintiera atraída y excitada
ante su historia y me pedía que siguiera atenta a sus futuros
relatos.
Me
congratulé al ver que mi plan había empezado con buen pie y que las
palabras de mi hijo me facilitaban el poder continuar desarrollando
lo previsto. Pensé si no sería un tanto precipitado volver a
escribir tan pronto un segundo comentario, pero no quería que se
enfriase ese contacto inicial y preferí seguir mi intuición. Así
que empecé a redactar un nuevo mensaje dirigido a mi hijo, pero
dando una vuelta de tuerca más y subiendo el tono de mis palabras.
- Espero no molestar volviendo a escribir de nuevo. He leído otra vez este relato y has provocado con él que tuviera que masturbarme. Estaba tan excitada tras la lectura que no he podido evitarlo. Has hecho que empiece a desear a mi hijo, al igual que tú deseas a tu madre. No sé si no será muy atrevido decirlo, pero tu historia me ha dejado con las bragas empapadas y con el coño húmedo y palpitando, con unas ganas terribles de sexo. Me encantaría que continuaras escribiendo tus fantasías con tu madre y, si lo deseas, podría ayudarte, podría aportarte el punto de vista de una madre, lo que puede llegar a pensar sobre su hijo. No dejes de añadir alguna que otra ilustración: le dan mucho más morbo al relato”.
Así
rezaba el comentario que le dejé a Sandro. Tras escribirlo, salí de
la página y me acosté en la cama, esperando que, cuando él lo
leyese, tuviese el atrevimiento suficiente como para seguirme el
juego. Y no tardé mucho en comprobar que Sandro estaba dispuesto a
hacerlo.
Fue
durante la tarde del día siguiente, tras la comida. Mi hijo se
marchó a su habitación de forma rápida, mientras yo permanecí
viendo un rato la televisión. Tenía la impresión de que él
también sentía la necesidad de ver si su nueva admiradora le había
vuelto a dejar un comentario.
Me
dirigí a mi dormitorio y conecté el portátil. Al entrar en el
relato de Sandro, vi que mi comentario aún no tenía respuesta. Sin
embargo, en el preciso instante en que iba a salir, apareció la
respuesta de mi hijo. Ver de golpe la contestación me causó mayor
impresión, pues sabía que en ese momento ambos estábamos en la
página y el morbo era todavía mayor. Leí con atención el
comentario de mi hijo. Aceptaba mis propuestas: iba a seguir
escribiendo sobre las fantasías con su madre y, además, estaba
encantado con que yo le sugiriese ideas y le expresase los
sentimientos y deseos sexuales de una madre. Me proponía una cosa:
hacerle llegar mis sugerencias e indicaciones de forma privada, a
través de la dirección de correo electrónico que figuraba en su
perfil. Ahí acababa su comentario, con esa invitación a
relacionarme con él de manera más íntima. Era mucho más de lo que
hubiera imaginado, al menos de forma tan inminente.
Fui
a su perfil y, en efecto, allí figuraba su dirección de correo.
Había pasado desapercibida para mí la primera vez que lo visité.
Anoté dicha dirección y fue entonces cuando me di cuenta del paso
adelante que había dado Sandro, de su disposición a estar en
contacto con un mujer madura, en teoría completamente desconocida
para él. Era evidente que la situación le generaba el mismo o más
morbo del que me daba a mí.
Preferí
esperar hasta el día siguiente para escribirle un primer email. Era
mejor dejar pasar unas horas para que aumentase en Sandro la ansiedad
por recibir mi correo. Además, yo necesitaba pensar un poco, meditar
lo que le escribiría, pues no quería dar ningún paso en falso.
Durante el resto de la tarde y por la noche, en la cena, noté a mi
hijo más hablador de lo normal, como si estuviese ilusionado por
algo. Era evidente el motivo por el que se encontraba así.
Después
de cenar estuvimos un rato juntos en el salón y sorprendí varias
veces a mi hijo mirándome de reojo. En una de esas ocasiones se
estaba fijando en mis pechos: yo llevaba una camiseta verde un poco
ceñida y la redondez de mis senos se marcaba perfectamente bajo la
prenda. Me había puesto esa camiseta montones de veces pero hasta
aquel día no me di cuenta de que mi hijo estaba observando mis
tetas. Fue entonces cuando mi mirada se dirigió de forma automática
a su entrepierna: bajo su fino pantalón de deporte se apreciaba un
bulto bastante considerable y la silueta de su miembro, que
evidenciaba estar empalmado. Me levanté del sofá y me acerqué a
Sandro.
- Me voy a dormir. Anda, dame un beso de buenas noches- le pedí.
- ¡Pero mamá! ¡Hace años que no me pides un beso de buenas noches! ¡Que ya no soy ningún crío! ¿Qué mosca te ha picado hoy?- exclamó extrañado ante mi propuesta.
- ¿Qué pasa? ¿Es que no puedo pedirte un beso?- repliqué.
Entonces
Sandro se levantó, me puso su brazo derecho sobre mi hombro
izquierdo y me besó en la mejilla. Yo me aproximé un poco más a él
y le devolví el beso. Al hacerlo, mis pechos rozaron su torso y
sentí también la dureza de su bulto pegada a mi bajo vientre.
- Buenas noches, Sandro- le dije dedicándole una sonrisa.
Mientras
me encaminaba a mi habitación, me congratulé por haber dado ese
pequeño paso de “coqueteo” con mi hijo. No encendí el
ordenador: quería acostarme con la intención de levantarme un rato
antes de lo normal para redactarle el correo a Sandro y mandárselo
antes de irme a trabajar.
Tumbada
en la cama estuve pensando frase por frase, palabra por palabra, lo
que le escribiría al día siguiente. Cuando ya tuve en mente el
contenido del email, cerré los ojos y me dormí.
El
despertador sonó 15 minutos antes de lo habitual. Tras darme una
rápida ducha y cubierta solo por la toalla, regresé a mi
habitación. Sandro aún dormía. Cerré la puerta de mi dormitorio,
me quité la toalla y quedé completamente desnuda. Me senté y
redacté el correo. En él le sugería varias cosas: le animaba a
volver a rebuscar entre la ropa íntima de su madre y en sus cajones,
pues me había fascinado lo del tanga y el hallazgo del dildo; le
pedía que continuara ilustrando sus relatos con fotos de prendas de
su progenitora y le incitaba a dar un paso más y a espiar a su madre
en su propia habitación o en el baño durante la ducha, aprovechando
la primera oportunidad que se le presentase.
También
aproveché para hacerle un par e preguntas: una trataba sobre el
grado de atracción real que sentía hacia su madre; otra, sobre la
frecuencia con la que se masturbaba pensando en ella; la última,
sobre el motivo que le dio el empujón definitivo para comenzar a
escribir los relatos y a publicarlos en la página. Tras enviar el
correo, me entraron algunas dudas sobre si, tal vez, no me había
excedido con las sugerencias y preguntas. Pero pensé un rato y me di
cuenta de que así, de forma rápida y directa, era la mejor manera
de proseguir con esa especie de juego que había comenzado. Concluí
que había sido bueno aumentar el grado de provocación para que
Sandro no se aburriera de su nueva “amiga” cibernética.
Después
de estas reflexiones, empecé a vestirme. Había tomado la decisión
de comenzar a usar ropa más atrevida y sugerente de lo que
acostumbraba. Si quería modificar mi manera de vestir, debía
hacerlo de forma progresiva, para que Sandro no se extrañara mucho.
Además, necesitaba comprar alguna que otra prenda que sirviera para
las travesuras con mi hijo, incluida una renovación de la lencería.
Tenía varios tangas, sujetadores y conjuntos insinuantes, pero
deseaba sustituir esas otras bragas más desfasadas que usaba por
prendas mucho más provocativas. Me distraje tanto con estos
pensamientos que la hora de salir para el trabajo se me echó encima.
Sandro todavía dormía, pues no tenía las dos primeras horas de
clase ese día debido a una serie de actos culturales en su
instituto, a los que no estaba obligado a acudir. De forma rápida
le escribí una nota y se la dejé en la mesa del salón. Le decía
que, cuando saliera del trabajo, iría a resolver unos asuntos antes
de regresar a casa, que comería algo por ahí y que el dinero que
había junto a la nota era para que se pidiera alguna pizza para él.
Realmente
yo no iba a resolver ningún asunto, sino que quería aprovechar ese
tiempo para poder ir de compras.
Ya
en el trabajo, la mañana avanzó lenta. Casi no podía concentrarme
en lo que estaba haciendo y una y otra vez volvían a mi mente el
correo enviado a mi hijo, el deseo de obtener pronta respuesta y el
visualizar las prendas que quería comprar. Incluso preparé un
pequeña lista aprovechando unos minutos de menor actividad laboral
en la oficina.
Finalmente,
concluyó la jornada de trabajo y entré a comer en un
establecimiento de comida rápida que hay justo al lado. Después de
la comida me dirigí a una cercana tienda de ropa de una conocida
multinacional. Sabía de sobra que allí vendían prendas de corte
juvenil y moderno. Allí adquirí un par de camisetas muy ceñidas y
con generoso escote, además de varias blusas, una de ellas con
transparencias que dejaban a la vista el sujetador.
A
continuación elegí las siguientes prendas que tenía anotadas en la
lista: dos leggings ajustadísimos, uno negro y el otro blanco. Al
probarme este último obtuve el efecto deseado: que mi braguita se
transparentase debajo para potenciar el efecto de provocación sobre
mi hijo. Por último compré dos minifaldas: una era bastante
cortita, de color rojo pasión, con una cremallera delantera que
permitía elegir cuánto más de pierna enseñar. La otra era
sencillamente espectacular y no únicamente por el color amarillo
impactante, sino también por lo corta que era: me cubría justo lo
necesario para no enseñar las bragas o el tanga, hasta un par de
centímetros por debajo de mis firmes y prietas nalgas. Cuando me la
aprobé y me vi en el espejo, supe que era lo que andaba buscando.
Satisfecha
por las compras realizadas, abandoné la tienda y caminé unos
minutos hacia mi siguiente objetivo: la lencería. Pasé por delante
de un establecimiento especializado, pero no entré. Mis pasos se
dirigían directamente a un sexshop que había en la zona. Fue allí
donde, hacía tiempo, había comprado mi dildo y siempre tenían
lencería erótica y a buen precio. Al llegar tuve suerte, pues en el
escaparate se leía un cartel que indicaba que la lencería estaba
con rebaja de un 30%. Animada todavía más por esto, entré y me
dirigí hacia las prendas íntimas. Era increíble todo lo que se
mostraba ante mis ojos: desde ligueros y medias hasta todo tipo de
conjuntos, pasando incluso por provocativos disfraces. Los primeros
artículos que adquirí fueron un liguero negro y unas medias a
juego. Irían muy bien para mis intenciones y sólo con mirar ambas
prendas ya sabía que me quedarían impresionantes.
A
continuación, me centré en lo más fundamental y estuve unos
minutos mirando las braguitas y los tangas. Por mis manos fueron
pasando prendas de todos los modelos y colores, unos más clásicos y
otros, la mayoría, llamativos y con un alto grado de erotismo. Me
costó decidirme, pero finalmente elegí tres prendas: unas braguitas
brasileñas de color verde, completamente transparentes por delante y
por detrás; un tanga rojo minúsculo, cuya parte trasera se limitaba
a un fino hilo; el último de color violeta, terminado por detrás en
forma de pequeño triángulo y con una abertura delantera a la altura
del sexo, para que la raja vaginal quedara al descubierto. Mi
imaginación voló por unos instantes y me vi con ese tanga puesto y
no pude evitar fantasear con la cara y la reacción de mi hijo, si me
viera con eso puesto o, al menos, si descubriese que esa prenda
formaba parte de mi lencería.
Cuando
volví a la realidad y caminé hacia la caja para pagar los
artículos, me di cuenta que mi coño se había humedecido: lo notaba
mojado, al igual que las bragas, a las que sentía empapadas a cada
paso que daba. Salí del sexshop y tomé el autobús para regresar a
casa. Necesitaba llegar pronto: me encontraba excitada y mi único
deseo era meterme en mi habitación y tocarme y masturbarme a gusto.
El maldito tráfico impedía que el vehículo avanzara a la velocidad
normal y esa desesperación, ese ansia hacían que mi deseo aumentase
cada vez más. Iba sentada junto a otra mujer que leía un libro. En
el asiento de enfrente había un hombre pendiente de su móvil.
Coloqué mi bolso, de tamaño considerable, sobre mi entrepierna,
deslicé la mano con disimulo entre el bolso y mi pantalón oscuro y
comencé a acariciar mi sexo sobre la prenda. El simple roce de mi
mano provocó que me encendiera todavía más. La mujer y el hombre
seguían ajenos a todo y eso me animó a intensificar la fuerza de
los movimientos. Enseguida noté cómo ya no eran sólo las bragas
las que estaban mojadas, sino también el pantalón. El gusto que me
estaba proporcionando hizo que de mi boca saliese un leve gemido que
atrajo la atención del tipo sentado en frente de mí. Tosí
levemente para disimular un poco y el hombre volvió a fijar su
mirada en la pantalla del teléfono. Se acercaba la parada en la que
debía bajarme y eso, unido a que no quería arriesgarme a más
gemidos llamativos, provocó que detuviera los movimientos manuales,
que sacase la mano de debajo del bolso y que me levantase para
aproximarme a la puerta de salida del bus. Miré mi entrepierna y me
alegré de llevar un pantalón oscuro: el cerco de humedad que se
extendía sobre esa zona de la prenda pasaba casi desapercibido por
el tono negro del pantalón.
La
sensación de excitación no había disminuido, ni mucho menos. La
repentina interrupción me había dejado a las puertas del orgasmo y
con el coño palpitando de ganas. Me bajé del bus y caminé
presurosa hasta casa. Entré y, al pasar por delante de la habitación
de Sandro, vi que estaba sentado escribiendo. Lo saludé desde la
puerta y me percaté de que cerró, nervioso y acelerado, la
pantalla. Estaba segura de que lo había pillado en alguno de sus
relatos o, tal vez, escribiéndome. Me acerqué hasta su escritorio y
charlé con mi hijo un minuto sobre cómo le había ido el día y le
comenté que me encontraba cansada y que me iría a mi dormitorio a
relajarme un rato.
Por
supuesto que no iba a descansar: dejé las bolsas con las compras a
un lado y empecé a desnudarme. Me descalcé y me quité
inmediatamente la camiseta. Vi entonces mis gruesos pezones a través
del encaje del sujetador. Me acaricié los pechos por encima de la
prenda y friccioné aquellos dos botones carnosos. Mis manos
descendieron lentamente por mi vientre hasta alcanzar el ombligo y el
inicio del pantalón. Ansiosa lo desabroché y abrí la cremallera
antes de comenzar a bajarlo. Mis bragas rosas, mojadas y sucias
quedaron al descubierto y no tardé en sacarme el pantalón por los
pies. Me llevé las manos a la espalda y abrí el sostén, liberando
así los senos que reclamaban a gritos mi atención. Volví a repetir
los movimientos de unos minutos antes pero ahora directamente sobre
la desnudez de mis tetas. Cada mano se ocupaba de una de ellas, las
magreaba, las apretaba hasta tirar luego de los pezones con los
dedos. Alternaban la fricción con lentos círculos sobre las areolas
y comencé a gemir. No pude esperar más: me acerqué al cajón y
saqué el dildo. Aproximé su punta hasta mi entrepierna y, aún con
las bragas puestas, deslicé varias veces la cabeza del juguete por
mi raja vaginal de arriba a abajo, luego hacia arriba otra vez y
vuelta a empezar. La mancha de humedad sobre mi prenda íntima no
paraba de extenderse y la punta del dildo se impregnó rápidamente
de mis flujos. Necesitaba sentir ya dentro de mí ese falo largo y
grueso que era el juguete. Agarré mis braguitas y de un fuerte tirón
las bajé hasta que se deslizaron por mis firmes muslos y cayeron a
mis tobillos. Levanté levemente uno y otro pie y me deshice de
ellas. Las dejé tiradas en el suelo: las recogería después y las
dejaría “olvidadas” en el baño para uso y disfrute de Sandro.
Mi
vagina estaba pringosa y brillaba por la humedad.
En cuanto aproximé
el dildo hacia ella y empecé a introducirlo suavemente hasta el
fondo, mi sexo segregó más flujo que antes. Con los primeros
movimientos de penetración, mi coño se fue cubriendo de níveas
burbujas blancas y, cuando el juguete iba saliendo, se llevaba
consigo hilos de espeso líquido. Poco a poco fui incrementando el
ritmo y aquella perfecta imitación de polla humana se deslizaba
hasta lo más profundo, arrancándome un gemido que yo traté de
ahogar para no ser escuchada por mi hijo. Por la cara interna de mis
muslos no dejaba de resbalar líquido procedente de mi sexo. Recogí
parte de ese flujo con los dedos de mi mano izquierda y me llevé a
la boca el sabor de mi excitado chocho. Cuando tragué y degusté
aquel intenso sabor, aceleré todavía más y el dildo entraba y
salía a velocidad vertiginosa.
Me
tumbé en la cama boca arriba, con las piernas abiertas de par en
par, dispuesta a correrme de gusto. Machaqué mi sexo varias veces
más sin piedad, hasta que a la cuarta ocasión sentí una fuerte
contracción abdominal, seguida de varios espasmos. Pero no detuve la
mano: dos veces más el juguete irrumpió con fuerza hasta que lo
saqué de golpe, justo antes de que un potente e interminable chorro
manase de mi sexo. Salpiqué los cajones el suelo, la
cama....Paulatinamente la energía del líquido fue disminuyendo,
hasta reducirse a gotas aisladas que eran absorbidas por las sábanas
de la cama. Mi respiración se agitó de tanto placer, pero poco a
poco fue recobrando su ritmo normal. Me notaba vacía de fuerzas,
cerré los ojos y me quedé dormida unos minutos. Tras despertar,
puse en orden mi habitación y me vestí con lo que puede y a la
ligera para salir al baño con la intención de limpiar el dildo,
coger una fregona y regresar al dormitorio para dejar el suelo sin
restos de mi corrida.
Una
de vez de vuelta en la habitación, mis ojos se fijaron en las bolsas
con las compras.
-
¿Por qué no estrenar alguna prenda hoy?- pensé, mientras
contemplaba su contenido.
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