Aquella
noche de junio, con las manos apoyadas sobre el lavabo, me miré al
espejo. Mis ojos marrones ya no tenían ese brillo de felicidad
característico de antaño. Tampoco la expresión de mi rostro
reflejaba esa personalidad vitalista y llena de energía típica en
mí. Algo iba mal desde hacía tiempo y mi vida había entrado en una
espiral de rutina, de asquerosa y vomitiva rutina.
A
mis 42 años, uno después de que mi mujer me dejara por el cabrón
de su rico jefe, pocas cosas tenían sentido para mí. Como un
autómata iba de casa al trabajo y del trabajo a casa. Ni siquiera
los ratos en los que practicaba deporte lograban motivarme o
inyectarme una dosis de adrenalina que encendieran mis ganas de
vivir. Me había vuelto arisco, introvertido, poco hablador.
Un
rato más tarde, ya tumbado en la cama, algo se iluminó en mi mente
y me hizo ver que no podía seguir así, en esa caída libre hacia mi
autodestrucción. Debía dar un giro radical al curso de mi vida. Con
la cabeza sobre la almohada y con los ojos abiertos mirando hacia el
techo en medio de la oscuridad de mi dormitorio, tomé una decisión
de que iba a cambiarme por completo. El chico sensible, al que en la
adolescencia le habían roto un par de veces el corazón antes de que
la mujer de su vida se lo hiciera estallar en mil pedazos y me dejara
tirado como a un vagabundo o a un pobre perro abandonado, estaba
dispuesto a ponerse la coraza de tipo duro y malo, de dejar a un lado
los buenos sentimientos y disfrutar de una de sus pasiones olvidada y
arrinconada desde hacía meses: el sexo. Pero ahora sería un sexo
sin amor, sin sensibilidad, sólo por placer y goce, como si fuese un
vicio. Por mi cabeza pasaron, entonces, una serie de fantasías, a
cada cual más perversa y lasciva. Cosas que jamás me había
atrevido a pedirle a mi ex esposa. Lo necesitaba: tenía que tener
algo nuevo que me llenara las horas de vacío y el sexo liberal y sin
compromiso sería, sin duda, la mejor opción.
La
noche posterior salí de casa a las diez. Recuerdo que era domingo y
que al día siguiente no tenía que trabajar porque también era
festivo. Me monté en mi coche y conduje varios kilómetros hacia un
barrio de la ciudad en el que residen personas bien posicionadas
social y económicamente. Aparqué el vehículo a unos metros de un
local de fachada sofisticada y moderna y en cuyo letrero luminoso se
podía leer el nombre de “Hades club”. Pese a mi determinación
por dar un giro radical a mi vida, noté cómo el corazón se me
aceleraba conforme conforme terminaba de recorrer a pie la escasa
distancia desde donde había estacionado el coche hasta la puerta del
local. Sabía que, si atravesaba esa puerta, entraría en un mundo
totalmente desconocido para mí pero, a su vez, morboso y atrayente:
el “Hades club” era un lugar de encuentro para gente que buscaba
sexo liberal y en el que se llevaban a cabo todo tipo de prácticas
sexuales, desde intercambio de parejas hasta tríos, orgías y BDSM.
Incluso, había habitaciones en las que se realizaban fiestas
sexuales temáticas. Me había enterado de todo ello ese mismo
domingo por la mañana vía Internet, en la página oficial del club,
mientras buscaba un lugar de este tipo para acudir. Tras leer
detenidamente toda la información que se ofrecía y contemplar las
fotos sexuales ilustrativas, decidí rellenar el formulario para
hacerme socio y abonar la cantidad correspondiente para tal efecto.
Finalmente,
respiré hondo y accedí al local. Inmediatamente un tipo negro
enorme y de cuerpo musculado, embutido en un elegante traje oscuro,
salió a mi encuentro.
- ¿La contraseña?- me preguntó en tono seco.
Le
repetí uno tras otro los números de la misma, que había recibido a
través de un email, tras cumplimentar el formulario de solicitud de
socio por la mañana. El hombre la comprobó en un teléfono móvil
que llevaba y luego me permitió pasar.
En
cuanto entré, me percaté de que aquel sitio era todavía más
espectacular de lo que se veía en la página. Lejos de ser un lugar
vasto, cada detalle de luz y mobiliario estaba cuidado al máximo.
Enseguida
eché un vistazo a las personas que estaban allí. Pese a que las
había de todas las edades, predominaban las mayores de treinta años.
La mayoría estaba en parejas o en grupos reducidos y únicamente un
par de clientes estaban sentados solos. No había mucha diferencia
entre el número de hombres y de mujeres presentes. Pocas mesas se
encontraban vacías y me acerqué a una para tomar asiento y pedir
una copa. Mientras esperaba a que me la sirvieran, comencé a
observar con detalle la vestimenta que llevaban los clientes: los
hombres lucían, en su mayoría trajes y parecían más galanes de
telenovelas que otra cosa. Las mujeres iban elegantemente ataviadas,
con vestidos que se apreciaban caros. Generosos escotes que dejaban
poco a la imaginación, prendas ceñidas y cortas en muchos casos,
mezcla de colores en los vestidos, principalmente rojo y negro,
sensuales medias que daban un toque mayor de erotismo a los cuerpos
femeninos......Todo esto pude contemplar delante de mí. Al tiempo
que iba apurando la copa, me fijé en cómo entre algunos de los
asistentes, aparentemente desconocidos entre ellos, se entablaban
conversaciones tras las cuales algunos se levantaban y abandonaban el
amplio salón del local en dirección hacia las escaleras que
llevaban a la planta superior. Allí, según había visto en la
página web, se encontraban las habitaciones para tener los
encuentros sexuales. Algunas de ellas estaban equipadas y preparadas
para juegos específicos.
Yo,
sin embargo, me encontraba un poco perdido, pagando la novatada de
acudir a ese local por primera vez y, además, haciéndolo solo, sin
la compañía de alguien que ya hubiese estado antes, para que me
pudiera guiar. Entre copa y copa la noche fue pasando sin atreverme a
más que a unos cruces de miradas con algunas de las mujeres
presentes y a una breve conversación que inició conmigo una madura
que no terminó de convencerme y cuya propuesta de sexo terminé
rechazando: no era el tipo de mujer que yo iba buscando. A altas
horas de la madrugada el local se fue vaciando de clientela y, cuando
me di cuenta, era yo el único que quedaba sentado. Con el ánimo un
tanto decaído por el hecho de que mi primera visita no había
satisfecho mis expectativas, estaba a punto de levantarme para
regresar a casa. Notaba en mi cuerpo los efectos del alcohol
ingerido, pues había tomado bastante más de la cuenta y los ojos me
pesaban un poco.
De
repente, una voz femenina se oyó a mi espalda, casi pegada a mi oído
izquierdo.
- Era tu primera visita, ¿verdad? Es normal que los novatos se sientan algo perdidos la primera vez. Para la próxima debes liberar tus miedos, tus prejuicios, tu timidez y lanzarte a por lo que desees y a por quien desees. Todos los que acuden aquí lo hacen por el mismo objetivo que tú.
Giré
la cabeza y vi a una chica joven, de unos veinte años. El final de
su pelo negro rizado reposaba sobre mis hombros y los labios carmín
de la chica rozaban mi oído izquierdo. Inmediatamente llamó mi
atención el tono canela de su piel, casi mulata, y también percibí
cómo sus duros y grandes pechos estaban pegados a mi espalda. Me
giré todavía más y la miré a la joven con detenimiento: el
ajustado y escueto vestido rojo que llevaba le marcaba a la
perfección su sensual silueta. Apenas le cubría un par de
centímetros más abajo de las nalgas y, por delante, los pezones
avisaban de su existencia a través de las dos redondas y gruesas
marcas que producían. Era evidente que la chica no llevaba
sujetador. Entonces, ella se sentó en el taburete de al lado y cruzó
sus esbeltas piernas. Pese a esa posición de piernas cruzadas, las
braguitas negras de encaje que llevaba eran visibles para mí. Sólo
por lo que estaba viendo ante mis ojos empezó a valer la pena haber
acudido al local aquella noche.
- Vamos a cerrar en unos minutos. Espero que vuelvas pronto- me dijo la joven con una amplia y cautivadora sonrisa dibujada en sus labios.
Me
comentó brevemente que trabajaba en la recepción del club desde
hacía un año y que ya seguiríamos hablando con algo de más calma
otro día, pero que ahora era el momento del cierre. Fui a levantarme
y mi cuerpo se tambaleó debido al alcohol.
- Espera, espera. Si has venido en coche, no puedo permitir que conduzcas así. Quédate aquí sentado mientras termino de cerrar y luego te acerco a tu casa en mi coche. Ya recogerás el tuyo mañana u otro día. Por cierto, me llamo Luvy- me indicó la chica.
- Eres muy amable. Yo soy David- le comenté, tras lo cual la joven se levantó y se dispuso a terminar de cerrar el local.
Pero
yo tenía ganas de orinar y, mientras esperaba a Luvy para que me
llevara a casa, me dirigí a la zona de los aseos. Entré y me
sorprendí al ver en el suelo un condón usado y un tanga rojo tirado
junto a él. Empecé a mear sin dejar de observar el tanga y, cuando
finalicé de miccionar, no pude evitar agacharme y tomar la prenda
del suelo. La acerqué a mi rostro, a mi nariz y pude comprobar lo
húmedo que estaba y el intenso aroma a sexo que desprendía. Aquel
flujo vaginal que manchaba toda la parte de la entrepierna de la
prenda me olía a gloria y mi polla empezó a reaccionar, palpitando.
De pronto, mientras yo aún tenía el tanga pegado a mi cara, la
puerta del aseo se abrió y apareció Luvy. Se quedó sorprendida al
descubrirme en tal situación y no pudo finalizar la frase de “Ya
podemos irnos”. Cerró la puerta, esbozó una sonrisa pícara en el
rostro y se acercó a mí, contoneando su cuerpo de manera
increíblemente sexy.
Yo
aún no sabía que lo que estaba a punto de producirse en el interior
de aquel aseo me iba a cambiar por completo la vida.
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