Me
encuentro en pleno embarazo. Al fin seré madre de mi primer niño.
La felicidad nos embarga a mi marido y a mí y ya lo estamos
preparando todo para cuando llegue el día del parto. Hasta entonces
toca cuidarse y seguir los consejos del médico y del ginecólogo.
Entre otras cosas, me han recomendado hacer ejercicios corporales por
la mañana temprano, en cuanto despierte y, a ser posible, tomar
también el sol a la vez.
Cada
mañana, una vez que mi esposo me da un beso de despedida y se marcha
a trabajar, levanto la persiana del dormitorio y abro la ventana para
dejar entrar los primeros rayos primaverales de sol del día.
Completamente desnuda me siento sobre el borde de la cama, frente a
la ventana, y comienzo con mi rutina de ejercicios. Mientras el sol
acaricia mi piel con sus suaves y templados rayos, empiezo a mover y
a girar despacio la cabeza hacia un lado y hacia otro para
desentumecer el cuello. Luego es el turno de los brazos, que levanto
y bajo alternativamente, a la vez que contemplo cómo mis pechos, más
hinchados y grandes de lo normal por mi estado, son iluminados por la
luz solar que penetra en la habitación.
El aroma a azahar procedente
de los árboles naranjos de la calle inunda la estancia y entra por
mi nariz, aumentando la sensación de relax. Antes
de ejercitar los muslos y las piernas, hago una breve pausa y respiro
varias veces hondo y profundo. Llegado el momento, comienzo a elevar
primero la pierna derecha, manteniéndola unos segundos suspendida en
el aire hasta que la vuelvo a bajar. A continuación, repito la misma
acción con la izquierda y luego voy alternando sucesivamente. El sol
gana terreno dentro de la habitación y ya no sólo ilumina mis
enormes senos y mis crecidos y duros pezones: ahora también le
regala sus caricias a mi sexo, que brilla ligeramente debido a la
fina capa de humedad que recubre sus labios rosados y carnosos.
La
última tanda de ejercicios consiste en separar al máximo las
piernas, mantener esa posición durante unos instantes, juntarlas de
nuevo y repetir esos movimientos veinte veces. Con toda paciencia
cumplo con la serie de este último ejercicio, al tiempo que
contemplo cómo mi sexo se abre por completo con cada separación
extrema de los muslos, dejando asomar por la raja vaginal los mojados
pliegues de mi clítoris. Pero hoy me siento con fuerzas para repetir
una segunda vez esta tanda de ejercicios. Y no sólo con fuerzas,
sino también generosa: no me cuesta nada compartir durante unos
minutos más la evolución de mi embarazo y la desnudez de mi cuerpo
encinto con mi imberbe y adolescente admirador del piso de enfrente
que, cada mañana, antes de irse a clase, se masturba y se corre de
placer ante mis ojos, mientras observa mi sensual rutina, tras la
cual yo hundo mis dedos en mi empapado sexo hasta la extenuación,
recordando la imagen de la deliciosa y juvenil polla expulsando leche
blanca como si fuera un volcán en erupción.
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