Primeros
días de verano. La playa aún está prácticamente vacía, sin los
típicos veraneantes de julio y agosto. Muy pocas sombrillas y
toallas se divisan sobre la fina y dorada arena, donde mi esposa
Raquel y yo nos encontramos tumbados, dejando acariciar nuestros
cuerpos semidesnudos por la suave brisa marina. Los fulgentes rayos
solares broncean nuestra piel sin más obstáculos que un ceñido
bañador rojo tipo bóxer en mi caso y un diminuto tanga verde en el
de Raquel.
De
repente, miro hacia la derecha y observo a lo lejos a un vendedor
ambulante africano, negro y alto, que se acerca paso a paso hacia
nosotros cargando con su mercancía. Segundos más tarde mi esposa
también se percata de la aproximación paulatina del vendedor.
Cierro los ojos y continúo disfrutando del relax del sonido de las
olas hasta que un par de minutos después escucho una voz delante de
mí:
- ¡Hola, amigos! ¿Compráis algo?
Ante
esas palabras, pronunciadas en un castellano un tanto forzado, abro
los ojos y veo al vendedor africano parado delante de nosotros. Ha
dejado reposar los paneles y las bolsas con su mercancía sobre la
arena, mientras espera respuesta. Amablemente y sonriéndole le
respondo que no y el hombre se dispone a proseguir su camino. Sin
embargo, Raquel interviene y le pregunta:
- ¿Qué precio tienen esas pulseras de cuero?
Me
quedo extrañado: mi esposa nunca ha llevado ese tipo de pulseras y
sé que no le gustan.
- Cinco euros- le contesta el africano.
Raquel
se reincorpora sobre la tolla, se pone de pie y se acerca al
vendedor.
- Umm...Un poco caras. ¿Puedo ver esa de ahí mejor?- le pide mi esposa.
El
vendedor observa primero de arriba a abajo la anatomía de Raquel,
alza luego la vista para deleitarse con los medianos y firmes pechos
desnudos y le ofrece la pulsera para que la mire con detenimiento. Mi
esposa lo hace y a continuación se la ajusta a la muñeca.
- ¿Cómo me queda?- me pregunta girando su cuerpo hacia mí y dándole la espalda al negro.
Le
respondo que está perfecta, a lo que ella sonríe. No me pasa
desapercibido cómo el vendedor aprovecha la ocasión y la postura de
mi mujer para, sin cortarse un pelo, clavar los ojos en el culo de
Raquel, cubierto únicamente por el minúsculo triángulo del tanga
que se entierra entre los glúteos macizos.
Ella no es tonta y sabe
de sobra que el africano se había quedado antes embobado con sus
tetas y que ahora lo estará igual con su trasero. Raquel tarda unos
segundos más en volverse y, cuando lo hace, le comenta a aquel tipo
que se queda con la pulsera. Bajo el blanco pantalón deportivo del
hombre se ha enderezado la polla y su silueta, enormemente larga e
hinchada, se aprecia con nitidez y atrae rápidamente la atención de
mi esposa.
Me
equivoco al pensar que Raquel ya ha terminado con su sorprendente
compra: ahora se interesa por el precio de un bonito y fresco vestido
playero de color morado. En esta ocasión el coste no le parece
excesivo y el vendedor se lo ofrece para que lo examine y se lo
pruebe, si le apetece. Es entonces cuando Raquel se sitúa todavía
un poco más cerca del negro hasta el punto de que los rosados y
tiesos pezones de mi mujer casi rozan la camiseta celeste del
vendedor. Mi asombro aumenta cuando mi esposa le pide al africano que
si le puede ayudar a probarse la prenda.
¿Qué
le ocurre? ¿No puede hacerlo ella sola? El cruce de miradas entre
ambos, la sonrisa pícara de Raquel y los ojos del negro comiéndose
las tetas de ella me tienen estupefacto, atónito y desconcertado y
me quedo paralizado al ver cómo el africano comienza a ponerle el
vestido a Raquel sin prisa alguna y recreándose: lo abre, empieza a
meterlo por los brazos extendidos de mi esposa y lo deja colocado
sobre los hombros, abierto por delante y con los botones sin cerrar,
esperando a que sea ella la que continúe. Pero Raquel permanece
estática y le da a entender al africano que debe seguir con su
tarea. Observo con detenimiento a mi mujer: de sus grandes areolas
sobresalen de forma espectacular los pezones duros. La conozco de
sobra y sé que está excitada. Lo confirmo al comprobar cómo la
parte delantera de su tanga luce una pequeña y oscura mancha de
humedad. Reconozco que la situación empieza a darme morbo y más
todavía cuando el africano se pone a cerrar uno por uno los botones
del vestido, comenzando por el de abajo y subiendo progresivamente.
Veo a mi esposa con su vista puesta en mi entrepierna: ni siquiera me
había dado cuenta de que mi miembro se había empalmado y de que
bajo mi ajustado bañador rojo el bulto formado era más que
evidente.
Un
cómplice guiño ocular de Raquel hacia mí, como si se tratase de un
juego, precede al momento en que las manos del vendedor rozan los
pechos de mi esposa al intentar cerrar el penúltimo botón. Observo
cómo Raquel se estremece al sentirse palpada. Las manos del negro
suben un poco más y contactan de nuevo con los rotundos senos de mi
mujer, primero de forma fugaz, luego de manera más intensa y
duradera. El africano, ante el consentimiento absoluto de Raquel, se
envalentona y toca ya de forma vehemente los pechos, masajeándolos,
oprimiéndolos, hasta acabar friccionando con la yema de los dedos
los pezones y tirando con ganas de ellos. De la boca de mi mujer se
escapan varios gemidos. El muy cabrón tiene a mi esposa tan caliente
que la mancha de humedad del tanga se ha extendido sobre el brillante
tejido verdoso.
Justo
en el momento en el que no aguanto más y acerco la mano a mi polla
para empezar a masturbarme mientras contemplo la escena, Raquel le
pregunta al vendedor cuánto le debe por las compras, cortando de
raíz y por sorpresa la situación. El negro, despojando a Raquel del
vestido, baja sus manos hasta la cintura de mi cónyuge, le responde
que no le debe nada y comienza a deslizar hacia abajo por los muslos
el tanga de mi mujer dejando al descubierto el coño chorreante y
depilado aquella misma mañana mientras nos duchábamos. Tras sacarle
la prenda por los pies, la lleva por la parte manchada a su nariz y
aspira profundamente el aroma a coño ardiendo que impregna el tanga.
Con
la prenda guardada en uno de sus bolsillos a modo de recompensa, el
vendedor se despide de nosotros y se aleja parsimoniosamente,
mientras Raquel, completamente en pelotas, me arranca de un tirón el
bóxer, hace que me tumbe sobre la toalla y, abriéndose de piernas,
se sienta a cabalgar como una desesperada sobre mi granítico falo
venoso.
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