Después
de la primera jornada en la playa, Sandro y yo dimos un paseo por las
calles de la localidad. Era ya bien entrada la tarde y nos dedicamos
a visitar el casco histórico y algún que otro monumento
interesante, además de hacer algunas pequeñas compras. Al caer la
noche, cenamos tranquilamente en una terraza al aire libre,
disfrutando de la excelente temperatura. La cena transcurrió en
animada charla y entre las continuas miradas de mi hijo hacia el
escote del fino vestido estampado que yo lucía y bajo el cual no
llevaba nada más, ni siquiera unas simples bragas.
Después
de cenar, regresamos al apartamento. Era casi medianoche y mi hijo se
retiró enseguida a su habitación para descansar. Yo me quedé un
rato en el salón viendo la televisión y luego me dirigí a mi
dormitorio. Pero mi intención no era, ni mucho menos, dormirme: cogí
una toalla y las llaves del piso y salí de la vivienda en dirección
hacia la playa. Había llegado el momento de cumplir ese deseo de
bañarme desnuda en el mar. La noche seguía siendo espléndida, con
una perfecta y redonda luna llena en lo alto del cielo. Recorrí a
pie el trayecto hacia la playa, despacio, disfrutando de la suave
brisa y del olor a mar que se hacía más intenso conforme me
acercaba a la playa. Una vez allí, caminé por las tablas de madera
que conducen hasta la arena blanda y luego me aparté unos metros
hacia la izquierda, alejándome así algo de la entrada. Me acerqué
a la orilla, dejé caer sobre la arena mi toalla y situé mis
sandalias sobre la toalla para evitar que pudiera ser desplazada por
el viento. Miré a mi alrededor y no había nadie más, sólo yo en
medio de la oscuridad nocturna y con la tenue luz que la luna me
ofrecía.
Lentamente
me fui despojando del vestido hasta que quedé completamente desnuda.
Sin dudarlo más, avancé un par de pasos y comencé a introducirme
en el agua, un poco fría a esas horas de la noche. Poco a poco fui
sintiendo las caricias del mar sobre mi piel: primero en mis pies,
luego en la parte baja de las piernas, en los muslos.....Me detuve
unos segundos antes de dar un par de pasos más y permitir que el
agua entrara en contacto con mi sexo, rozando sus labios y la raja
hasta cubrirlos por completo. Suspiré de placer al sentir la
sensación del frío del agua sobre mi coño caliente. No esperé más
y me zambullí en el agua, mojando ya el resto de mi cuerpo.

Nadé
unos metros mar adentro y cerré los ojos, relajándome y notándome
en plena armonía con la Naturaleza. Tras unos minutos de relax
absoluto, abrí los ojos, me giré y miré hacia la orilla. Me quedé
de piedra cuando vi allí, sentado junto a mi toalla, a Sandro. Mi
hijo me había seguido y se encontraba inmóvil, mirándome y vestido
con la misma ropa que había llevado puesta durante la tarde-noche.
Lo observé unos instantes para ver cuál sería su reacción y
deseando que me acompañara en el baño. Debió leerme la mente,
porque no tardó en levantarse y en comenzar a desnudarse. Ante mi
atenta mirada, se quitó la camiseta y dejó al descubierto el torso.
A continuación, se bajó y se sacó los pantalones, quedándose sólo
con un bóxer negro puesto. Empezó a recorrer la pequeña distancia
que separaba de la orilla y, cuando yo creía que no se atrevería a
desnudarse del todo y que se bañaría con el bóxer puesto, lo
deslizó hacia abajo y lo dejó caer en la arena justo antes de
entrar al agua.
Mi corazón se aceleró, cuando contemplé la
maravillosa polla de Sandro al aire, crecida y dura, y cómo las
suaves olas del mar iban empapando progresivamente los testículos de
mi vástago y, finalmente, la verga. Segundos más tarde y tras dar
un par de enérgicas brazadas, Sandro llegó a mi altura. Nos miramos
fijamente y fui yo la que rompí el silencio:
Creí que no vendrías.
Si estoy aquí es por varios motivos- me comentó.
¿Ah, sí? ¿Cuáles?- quise saber.
Uno es que, desde que me hablaste hace unas horas sobre
tu deseo de bañarte desnuda y por la noche, me invadió a mí
también la curiosidad por ver qué se sentía al hacerlo.
¿Y te está gustando?
Ya lo creo: es muy relajante, delicioso, notas una
sensación increíble con el agua acariciando el cuerpo desnudo-
respondió mi hijo.
No iba mal encaminada cuando te lo comenté. ¿Y por
qué otros motivos has venido?
Te oí salir de la casa y decidí seguirte. No quería
dejarte sola por la noche aquí, en la playa.
Muchas gracias, Sandro. Pero ya ves que estamos solos.
No me hubiese pasado nada. De todas formas, gracias por ofrecerte
como mi protector- le dije, a la vez que con mi mano derecha le
hacía una caricia en la mejilla.
Nuestros
cuerpos estaban cada vez más pegados, aunque tapados casi en su
totalidad por el agua del mar, que nos llegaba hasta los hombros.
¿Y qué hacías sentado? ¿Cómo es que no te metiste
enseguida en el agua? ¿Estuviste en la arena mucho tiempo?- le
pregunté.
No, no llevaba mucho tiempo. Vamos, llegué justo
cuando te dirigías al agua para bañarte. Preferí quedarme entado
unos instantes para ver cómo entrabas en el mar. Fue precioso
verte.
¿Por qué?
Sandro
se sinceró entonces:
Nuestras
miradas volvieron a encontrarse durante unos segundos en los que mis
ojos miraron fijamente a los de Sandro.
Gracias por la parte que me toca en ese halago que
acabas de hacer. Me alegro mucho de que estés aquí. De hecho,
cuando durante el día te hablé de mi intención de bañarme de
noche, lo hice con la esperanza de que captaras la indirecta y te
apuntarás tú también al plan. Así que me encuentro feliz de que
estés ahora aquí conmigo. Yo también he disfrutado viendo cómo
entrabas al agua: no eres el único que ha podido admirar un
“paisaje” hermoso- le comenté, mientras me desplazaba un poco
más hacia él para acariciar su mojado cabello.
Ese
movimiento mío de aproximación en el agua hizo que nuestros cuerpos
terminasen por estar prácticamente pegados de frente el uno al otro.
Esa cercanía entre ambos provocó que el pene tieso de mi hijo
rozase inevitablemente mi vientre. Al mismo tiempo que braceábamos
para mantenernos a flote sobre el agua, nuestros cuerpos se movían y
esos movimientos hacían que la polla de mi hijo entrase en contacto
una y otra vez con mi piel. Se notaba su tremenda dureza pese a estar
sumergida en el agua y cada una de las caricias del miembro de Sandro
me encendía hasta límites insospechados.
Ninguno de los dos dijimos
nada al respecto, simplemente nos mirábamos más fijamente conforme
pasaban los segundos. Entonces, la mano de mi vástago empezó a
acariciar mi pelo.
La
verga de Sandro ya no sólo me rozaba, sino que en ese instante
estaba totalmente pegada a mi vientre, aprisionada entre su cuerpo y
el mío.
Sabía
que Sandro estaba esperando que yo diera el primer paso para que
tuviéramos sexo allí mismo, dentro del agua, pero me contuve:
prefería aplazarlo hasta el día siguiente, tal y como había
planeado. No quería que esa primera vez con mi hijo fuese dentro
del mar, sin poder follar del todo a gusto por el agua y por la
imposibilidad de ver el cuerpo desnudo de Sandro mientras hacíamos
el amor. Tenía ya ideada una forma de provocar a mi hijo al día
siguiente para, ya sí, lanzarme a tener sexo con él. Hice, por lo
tanto, un enorme esfuerzo para contener mis impulsos sexuales y, a la
vez que limpiaba del rostro de mi vástago algunas gotas de agua, le
dije:
Anda, cariño, salgamos del agua, que empieza a hacer
ya un poco de frío aquí dentro después de todo este rato que
llevamos.
La
mirada de sorpresa de mi hijo ante mis palabras no se me olvidará
nunca: percibí su extrañeza, por un lado, pero también cierto
enfado y desilusión por haber cortado yo la situación, cuando
parecía que iba definitivamente encaminada a desembocar en una
sesión de sexo. Agachó la mirada y, tras unos instantes de
silencio, dijo:
Me
sentí fatal y culpable de, en cierta forma, haber actuado como una
auténtica “calientapollas” hacia mi hijo, pero era lo mejor para
los dos. Al día siguiente pensaba recompensarlo con creces y estaba
segura de que no se arrepentiría de haber tenido que esperar unas
horas más.
Una
de vez de regreso al apartamento, me costó bastante conciliar el
sueño, pese al cansancio acumulado. Ni siquiera ayudó la ducha que
tomé antes de meterme en la cama: sólo valió para quitarme la
salitre del agua marina pero no para relajarme. No podía dejar de
pensar en lo sucedido en la playa y en haber tratado así a Sandro.
Finalmente, el sueño me venció y cuando volví a abrir los ojos ya
eran las 9.30 de la mañana. Mi hijo despertó un poco más tarde y,
después de saludarme, se sentó a desayunar. Yo acababa de hacerlo y
estaba esperando a mi vástago para comentarle cuál era el plan para
aquel día. Así que aproveché y, mientras él degustaba un par de
tostadas con mermelada y un café, le dije:
Hoy el día ha amanecido espléndido otra vez y creo
que hará, incluso, más calor que ayer. ¿Te apetece ir a algún
sitio en concreto,vamos a la misma playa de ayer....?
No, mamá, no he pensado nada, pero la playa en la que
estuvimos ayer está bastante bien: cercana, tranquila, limpia...Me
gustó mucho. Podemos ir otra vez allí, si tú quieres, claro. No
hace falta perder tiempo en desplazarnos a cualquier otra playa que
esté más lejos- respondió mi hijo, a quien parecía habérsele
pasado el disgusto de la noche anterior.
Sí, la verdad es que a mí también me encantó el
lugar donde estuvimos ayer tomando el sol. Se está muy a gusto en
esa playa y está a tiro de piedra del apartamento. Pero, no sé,
había pensado que tal vez....
¿Sí? ¿Qué habías pensado?- me preguntó Sandro
ante la pausa intencionada que yo había realizado al hablar.
Me
acerqué un poco más a la mesa en la que estaba desayunando mi hijo,
retiré una silla y me senté junto a él. Respiré un par de veces
hondo y le indiqué:
Verás, Sandro, la realidad es que tenía en mente ir a
otra playa distinta que se encuentra bastante cerca de aquí, a unos
cinco kilómetros, por lo que no perderemos mucho tiempo en ir y
venir. He estado mirando en internet algunas playas cercanas y ésa
es espectacular: aislada, virgen, paradisíaca....Creo que te va a
encantar. El problema es que no hay autobús ni tren que lleve hasta
allí.
Entonces, ¿cómo piensas llegar hasta ese lugar?-
quiso saber.
De una forma ecológica y sana: he consultado y en esta
localidad hay un servicio de alquiler de bicicletas públicas. Se
pueden alquilar por horas o por un día completo. De esta manera,
además de pasar un buen día de playa, haremos algo de ejercicio.
Ummm.....No suela mal. Me apunto a tu plan- comentó mi
hijo sonriendo.
Me alegro de que te haya parecido bien la idea, aunque
aún me queda algo más que decir- le indiqué, añadiendo cierto
misterio al asunto.
¿De qué se trata?
Bueno, pues que es una playa naturista, es decir,
nudista- le respondí a bote pronto.
Sandro
puso cara de extrañeza ante lo que yo acababa de decir y se mostraba
incrédulo. Me quedé unos instantes en silencio, esperando algún
comentario por parte de mi hijo pero, viendo que no reaccionaba,
retomé la conversación:
Sandro, ya te confesé las ganas que tenía de bañarme
desnuda en la playa. Lo hice ayer y me encantó y creo que a ti
también te gustó esa experiencia. La disfrutaste tanto como yo, de
modo que he pensado que por qué no repetirla pero ya sin ningún
tipo de tapujos, sin tener que hacerlo de noche, a escondidas de la
gente, sino a plena luz del día, tomando el sol y disfrutando de la
Naturaleza. Hijo, ya nos vimos ayer desnudos el uno al otro así que
el pudor o la vergüenza que pudiese existir al respecto ya pasó.
De hecho, anoche todo ocurrió de una manera completamente natural,
Sinceramente, me encantaría pasar el día de hoy en esa playa pero
si a ti no te apetece, lo comprendo y no pasa nada. Volvemos a ir a
la de ayer y ya está.
Con
cara de inocente me quedé mirando a Sandro, que guardó silencio
unos segundos más. Le acababa de ofrecer en bandeja la posibilidad
de pasar una jornada completa ambos desnudos y confiaba en que su
respuesta fuera afirmativa, pero después de lo que había sucedido
la noche anterior, cuando corté de forma radical aquella escena,
tenía alguna que otra duda. Al fin rompió su silencio y me dijo:
Jamás se me había pasado por la cabeza ir contigo a
una playa nudista. Solo, con amigos o en pareja tal vez sí, pero
acudir con mi madre... Nunca lo había pensado. Sin embargo, creo
que tienes razón. Fue maravilloso el baño nocturno y, en efecto,
ya nos hemos visto los dos desnudos, de manera que no va a pasar
nada por repetir.
¿Eso es un sí?
Sí, mamá. Anda, recojamos lo del desayuno y a
prepararnos para aprovechar al máximo el día.
Me
congratulé de que mi hijo hubiese aceptado la propuesta y de que mi
plan, por tanto, pudiese continuar adelante. Porque, pese a que
Sandro me acababa de decir que nunca había pensado en pasar un día
conmigo en una playa nudista, la realidad era bien diferente: uno de
los últimos relatos que había publicado en la página y que yo
había leído y gozado como se merecía versaba justo sobre ese tema.
Me sentí aliviada, satisfecha y ansiosa por llegar a esa playa.
No
tardamos ni media hora en salir del apartamento. Decidí vestirme con
ropa fresca y deportiva: una camiseta roja de tirantes, ajustada a mi
torso, unos leggings negros y unas zapatillas deportivas. Nada más:
bajo la camiseta y los leggings no llevaba ninguna otra prenda.
Sandro
también iba con ropa cómoda: camiseta azul y unos shorts.
Alquilamos para todo el día dos bicicletas en una de las estaciones
habilitadas para tal fin y comenzamos a pedalear rumbo a la playa
nudista. Tanto mi hijo como yo llevábamos a la espalda una mochila
con lo necesario para pasar el día. Unos minutos más tarde
alcanzamos el paseo marítimo de la localidad. Desde allí, una larga
recta, siempre bordeando la playa, conducía hasta las afueras. Me
situé delante de Sandro, marcando el ritmo y el camino a seguir y,
también, dándole la posibilidad de que me mirase el culo, bien
prieto en aquellas mallas negras, que marcaban a la perfección la
silueta de las nalgas y la raja que las separa. Un par de kilómetros
más adelante, la carretera asfaltada llegó a su fin y nos
adentramos en un camino de tierra, sin dejar de ver el mar a nuestra
derecha. El calor comenzaba a apretar y el esfuerzo del pedaleo hizo
también que mi piel empezara a bañarse en sudor. El calor
atmosférico, mi excitación acumulada y el movimiento de las piernas
para dar cada pedalada provocaron en mi sexo cierto cosquilleo. El
roce continuo con el sillín no hacía más que aumentar esa ardiente
sensación y pronto noté cómo la licra comenzaba a empaparse en la
zona de la entrepierna. Si el trayecto hubiese durado un par de
minutos más, me hubiese corrido sentada sobre la bicicleta, pero la
llegada del cartel donde se leía “Playa nudista” y una flecha a
la derecha hizo que Sandro y yo nos bajásemos de la bici. Entre un
precioso pinar y a pie, empujando los ciclos, accedimos a la playa a
través de una hilera de tablas de madera sobre la arena. El paisaje
era idílico: el cielo celeste sin una sola nube que lo cubriera, el
color azul del agua transparente del mar, el tono dorado de la fina
arena....
Nos
acercamos a la zona de arena húmeda para poder empujar con mayor
facilidad las bicicletas y recorrimos unos metros a lo largo de la
orilla, desplazándonos hacia la izquierda del acceso a la playa.
Durante ese breve recorrido nos cruzamos con una pareja madura, que
paseaba desnuda, ella con dos generosas tetas, aunque algo caídas;
él, con un buen paquete que se bamboleaba a cada paso que daba el
hombre. Miré de reojo a Sandro y comprobé cómo se fijaba en el
coño totalmente depilado de la madura justo cuando se cruzaba con
ella. También había por allí cerca varias parejas tumbadas en la
arena y tomando el sol. Después de avanzar unos metros más, le
comenté a mi hijo:
Sandro
asintió y subimos un poco hacia arriba, hasta situarnos entre los
pinares y la orilla. Dejamos las bicicletas sobre la arena y sacamos
de las mochilas nuestras toallas. Tras extender la mía, bebí un par
de sorbos de agua y me despojé de las zapatillas deportivas. Sandro
hizo lo mismo y luego se quedó quieto, mirándome. Había llegado el
momento de desnudarnos. Intentando mantener la máxima naturalidad
posible, me quité la camiseta. Mi vástago observó cada uno de mis
movimientos hasta que descubrí mis senos. La mirada de mi hijo se
fijó inmediatamente en mis pechos durante unos segundos, antes de
apartarla para no parecer muy descarado. Mientras yo guardaba la
prenda en la mochila, Sandro se despojó de la suya y dejó el torso
al aire y a mi vista. Me deleité un breve instante con la sensual
desnudez de Sandro y ya no quise demorarme más: agarré los leggings
por la cinturilla y comencé a bajármelos lentamente. Mi hijo no
perdía detalle de cómo cada centímetro de mi piel iba quedando
desnuda y acariciada por la suave brisa marina. El pubis, la raja de
mi sexo, los labios vaginales, el inicio de los muslos....Todo quedó
expuesto ante Sandro, que no apartó la mirada de mí hasta que no
terminé de sacarme los leggings por los pies.
A
continuación, los sacudí varias veces para eliminar de ellos la
arena y los metí en la mochila junto a la camiseta.
Me
quedé ya completamente desnuda ante los abiertos ojos de Sandro, que
volvieron a recorrer de nuevo, y de arriba a abajo, todo mi cuerpo.
Ninguno de los dos nos decíamos nada, a la espera de que fuese el
otro quien rompiera el silencio. Le tocaba ya a Sandro quitarse el
short deportivo y eso hizo, deslizándolo casi de golpe hacia los
pies. No llevaba nada más debajo y ante mis ojos apareció el sexo
de Sandro: la polla semierecta y aquellos los dos testículos
bailones y grandes. Aproveché que mi hijo se puso a meter la ropa en
su mochila para darle un repaso visual a su cuerpo. Pese a que ya le
había visto los genitales la noche anterior en la playa, poder
observarlos a plena luz del día, con la magnífica claridad que
reinaba y con la iluminación del sol lo hacía mucho más especial.
Ver ese miembro que se hinchaba cada vez más, el brillo de la
humedad en su punta, el color verdoso de varias venas dibujadas sobre
la piel del pene hizo que mi boca empezara a hacerse agua. Entonces,
decidí romper, por fin, el silencio:
Acto
seguido extraje de la mochila el bote de crema protectora, lo abrí,
me eché una generosa cantidad de loción en la mano y le dije a
Sandro:
Justo
ésa era la continuación de mi plan: rozar y acariciar el cuerpo de
mi hijo con el pretexto de aplicarle crema. Sandro me miró unos
instantes y luego se giró Me acerqué un poco más a él y empecé a
extender despacio y con delicadeza la crema sobre su cuello. Mi mano
recorrió cada milímetro de la piel de esa zona antes de bajar a los
hombros. Con la palma de la mano hice que éstos quedaran cubiertos
de una fina capa de crema blanca, que rápidamente fue absorbida por
la piel. Volví a echarme un poco más de crema en la mano y comencé
a extenderla por la parte alta de la espalda. Mi corazón latía
rápido y yo me derretía de placer al sentir el tacto con el cuerpo
desnudo de Sandro, el calor corporal que desprendía y hasta su
propia respiración. Conforme mi mano descendía y alcanzaba la mitad
de la espalda, el ardor que yo sentía iba en aumento, pues estaba a
punto de llegar a las nalgas de mi hijo.
Tras
terminar con la espalda, me detuve unos segundos: había llegado el
momento del todo o nada, de dar el paso definitivo y restregar la
mano por los glúteos de Sandro o dar por finalizada ahí mi acción
y dejar que fuese él quien acabara de aplicarse la crema. Pero no
estaba dispuesta a dejar pasar más oportunidades ni a prolongar
aquella tortura para ambos. Así que respiré hondo y mi mano derecha
comenzó a recorrer muy despacio la nalga izquierda de mi vástago.
Hice un par de movimientos circulares sobre ella, luego de arriba a
abajo y dejé esa zona del culo impregnada de loción. A
continuación, repetí la misma acción en el glúteo derecho: cerré
los ojos para paladear al máximo la deliciosa sensación del roce de
mi mano con el trasero de mi hijo. Por último, me puse en cuclillas
y extendí crema por la parte trasera de los muslos y por las
pantorrillas. Al adoptar esa postura, con las piernas flexionadas, mi
coño se abrió y me di cuenta de que lo tenía completamente
empapado. Entonces, me levanté y le comenté a Sandro:
Sandro
hizo lo que le dije y empezó a cubrir su torso de crema blanca ante
mi atenta mirada. Con la mano extendió parsimoniosamente el pegote
de loción que había echado en su pecho y distribuyó la crema por
los pectorales. Los dedos rozaban una y otra vez la piel y las dos
tetillas rosadas donde los pequeños pezones sobresalían ligeramente
de las areolas. Luego volvió a derramar más loción sobre su mano y
se la extendió por el vientre y por el costado. A continuación se
aplicó una nueva dosis de loción en el ombligo y en el bajo
vientre, mientras yo me derretía contemplando los sensuales y un
tanto provocadores movimientos de la mano y de los dedos, que rozaban
ya el pubis. Mi corazón palpitaba más rápido conforme mi hijo
aproximaba la mano a los genitales. Yo esperaba ansiosa el siguiente
movimiento porque sabía que sería ya el momento de restregar crema
por la polla y los testículos. Sólo un par de segundos tardó
Sandro en llegar a esa parte de su cuerpo, pero justo en el instante
en que iba a volcar en su mano más cantidad de crema, ésta se agotó
y sólo unas escasa gotas salieron a duras penas del bote. Mi vástago
se quedó parado, resignado ante la falta de loción pero yo
aproveché la ocasión y reaccioné de forma rápida. Sin decirle
nada, abrí de nuevo mi bote de crema, que estaba casi lleno, dejé
caer varios chorros en mi mano, me acerqué todo lo que pude al
cuerpo de mi hijo y me puse en cuclillas ante él. La verga de
Sandro, que permanecía tiesa y apuntando bien erecta hacia el
frente, quedó situada a un par de centímetros de mi cara. Podía
ver con claridad la humedad que cubría la punta del pene, pese a que
el glande aún no estaba fiera del prepucio, sino que asomaba
ligeramente por él. El aroma fresco de la crema no fue suficiente
para contrarrestar el intenso olor que manaba de la cabeza de la
polla de mi hijo, un olor que penetró por mi nariz inmediatamente.
Jamás se me olvidará la expresión de nerviosismo que se dibujaba
en el rostro de Sandro, unida a la de ansiedad y expectación. Creo
que mi hijo aún dudaba de que yo fuera capaz de hacer lo que estaba
a punto de realizar. Alargué ligeramente el brazo derecho y con los
dedos de la mano acaricié la verga de Sandro con suavidad. Al sentir
el contacto, mi hijo dio un ligero respingo y se contrajo un poco.
Pero ante un nuevo roce de mis pringosos dedos llenos de crema, mi
hijo se relajó y notó cómo yo recorría su miembro desde la base
hasta la punta. Repetí la acción un par de veces, aunque
imprimiendo en cada ocasión algo más de fuerza. La polla de Sandro
se fue cubriendo de nívea loción y fue entonces cuando envolví el
grueso pene con la mano, deslizándola un par de veces sobre él
hasta dejar al descubierto el glande.

Mis mirabas se alternaban entre
la maciza polla de mi hijo y su cara y ojos, que se iban cerrando de
placer conforme mi mano continuaba con su infatigable trabajo.
Sin
embargo, como deseaba dejar a mi hijo encendido por completo pero sin
que llegara todavía al éxtasis, liberé la verga y le comenté a
Sandro:
Sandro
suspiró varias veces cuando sintió su falo libre de la presión que
había ejercido mi mano y tomó el bote de crema. Opté, entonces,
por tumbarme boca abajo en la toalla para que Sandro me aplicase
crema en la parte trasera de mi cuerpo. En cuanto me tumbé, sentí
caer sobre mi piel, en la espalda, varios goterones de crema. A
continuación, las dos manos de mi hijo empezaron a masajear esa zona
de mi cuerpo, extendiendo suave y delicadamente la loción. Con
movimientos circulares recorría mi piel desde los hombros hasta la
parte baja de la espalda. Repitió en varias ocasiones dichos
movimientos y luego se detuvo. Pasaron un segundo, dos, tres,
cuatro....Tras unos instantes de parón, que se me hicieron eternos,
volví a notar cómo más loción caía sobre mi cuerpo. Suspiré al
sentirla impactar sobre mis dos nalgas, en un placentero contraste
entre el frío de la crema y el calor de mis glúteos. Los dedos de
Sandro comenzaron a moverse por mi trasero, desplazándose por él de
forma lenta a la vez que distribuían la crema. Pronto la suavidad
inicial se transformó en presión y las yemas de los dedos apretaban
cada glúteo. De manera instintiva abrí un poco las piernas,
separando los muslos y ofreciéndoselos a mi hijo para que continuase
con su trabajo. Pero antes de centrase en ellos, recorrió con la
palma de la mano toda la raja de mi culo de arriba a abajo una vez,
luego otra más y una tercera y última. Después fue resbalando un
dedo muy despacio por la línea marcada por mi raja trasera, entre
ambas nalgas. No pude evitar dejar escapar un gemido por la boca en
cuanto noté que el dedo se estaba aproximando irremediablemente a mi
sexo. Contuve la respiración y un segundo más tarde Sandro rozó mi
coño. Sentí perfectamente el tacto de su dedo en mi húmeda vagina
y cómo mi hijo la acariciaba en un par de ocasiones, antes de
proseguir con la aplicación de la crema en la cara interna de los
muslos, en la parte posterior y en las pantorrillas. Yo estaba
descontrolada, completamente encendida debido a los roces de mi hijo.
Con mucho disimulo restregué mi sexo varias veces contra la toalla
para darme placer e intentar calmar el fuego que se había apoderado
de mis genitales.
No
lo dudé ni un segundo: me incorporé un poco sobre la toalla, me
giré y me volví a tumbar en ella, ya boca arriba. Mi mirada se
cruzó con la de mi hijo y de forma simultánea se dibujó en
nuestros rostros una sonrisa de complicidad. Bajé la vista y me
percaté de la enorme erección que tenía Sandro: su verga estaba
completamente tiesa y gruesa, apuntando directamente hacia mí. Las
intensas palpitaciones que la sacudían provocaba que se moviese
ligeramente por sí sola. Cada palpitación suponía un leve
desplazamiento hacia arriba de la polla de Sandro, cuyo glande
relucía húmedo y pringoso bajo los rayos del sol. Mi hijo se
arrodilló ante mí y se disponía ya a ponerme crema en la parte
delantera de mi anatomía. Separé todavía más las piernas, que
tenía semiflexionadas y con la planta de los pies sobre la toalla y
mi coño se abrió entero ante los gozosos ojos de mi hijo. Ya sin
disimulo alguno fijó en él su atención durante un buen puñado de
segundos y se deleitó observando toda mi intimidad y mi ardiente
clítoris. Pero Sandro quiso prolongar más la “tortura”, se
desplazó de rodillas unos centímetros más hacia delante y quedó
justo entre mis piernas. Cuando lo vi en esa posición, cerré un
poco los muslos y los pegué a la cintura y a las caderas de Sandro,
como si las estuviese abrazando con ellos. En el momento en que mi
vástago se inclinó levemente hacia delante para ponerme loción,
sentí cómo su polla entraba en contacto con mi vientre y resbalaba
por él con cada movimiento de mi hijo. Un nuevo gemido salió de mí
justo antes de que Sandro dejase caer varias gotas de crema en el
duro pezón de mi teta derecha y luego en el de la izquierda. Esas
dos bolas marrones de mis senos quedaron ocultas bajo la capa de
blanca loción. Luego, mi hijo extendió su brazo hacia la mochila,
abrió la cremallera pequeña de delante y extrajo su móvil. Enfocó
mis pechos y les hizo un par de fotos. Realizó, después, lo mismo
con su verga, de la que tomó un par de imágenes mientras reposaba
caliente sobre mi ombligo. Por último, apuntó con el móvil hacia
mi sexo y lo fotografió en diversas ocasiones ante mi plena
permisividad.
Me
quedé un tanto sorprendida ante sus palabras hasta que mi hijo
continuó hablando:
Desde ayer sabía que eras tú mi lectora favorita, la
que me mandaba sus fotos, la que esperaba ansiosa mis nuevos
relatos, a la que le hacía mis peticiones y quien me las
satisfacía; que eras tú a quien le escribía los correos
describiendo cómo me masturbaba y me corría a chorros....¿Ves
este lunar que hay junto a tu teta izquierda? ¿Y este otro justo
aquí, entre los dos senos? ¿Y estos otros dos, uno pegado a la
areola de la teta derecha y el otro aquí, al lado del ombligo? De
tanto ver y contemplar las fotos que mi lectora favorita me mandaba
acabé por conocerme de memoria su cuerpo y ayer, cuando tomaste el
sol en topless, me fijé en que tenías exactamente los mismos
lunares y en los mismos sitios que la mujer de las fotos. Sin que te
dieras cuenta y para salir de dudas, te tomé una imagen ayer y
luego la comparé con las que ya tenía: el resultado fue
clarificador. No había lugar a dudas: mi propia madre era mi
admiradora secreta y la mujer con cuyas fotos y vídeos me había
pajeado tantas veces.
Me
quedé de piedra al oír a mi vástago, pero, al mismo tiempo, me
alegré de que me hubiera descubierto, porque así ya no habría
secretos entre nosotros.
Mi
hijo, mientras me extendía crema por el torso y me magreaba a gusto
las tetas, contestó: