11 de mayo de 2016

HALLAZGO ARQUEOLÓGICO

Llevas varios días de excavaciones arqueológicas en ese zona remota y apartada del mundanal ruido. Te encuentras sola, esta vez no te has hecho acompañar de ningún miembro de tu equipo científico. Sabes que las posibilidades de encontrar algún resto antiguo son escasas y no has querido malgastar el tiempo y el esfuerzo de tus expertos colaboradores. Sin embargo, conservas la esperanza de poder hallar algo. Tu intuición así te lo dice y nunca te suele fallar. Por eso aún no has regresado a casa pese a unos primeros días sin resultados. Echas de menos a tu familia, a tus dos hijos pequeños, a tu marido y, por supuesto, su polla, esa que casi a diario te penetra y te folla hasta provocarte múltiples orgasmos y dejarte bien repleta de leche. En cuanto pasan un par de jornadas sin sentirla dentro, te entra el ansia y no puedes dejar de pensar en ella. Eres una adicta a ese trozo de carne bien tieso y duro de tu marido, a la forma en que él lo maneja, a la manera en que utiliza ese empalmado e hinchado falo, a la humedad del redondo capullo rojo que sientes palpitar cuando lo tienes en tu coño o en tu ano, o cuando lo encierras entre tus labios y lo lames con tu traviesa lengua mojada de saliva. Estás obsesionada con su sabor y olor inconfundibles e intensos y con esos chorros de esperma que acaban inundándote cualquiera de tus tres sedientos agujeros.

Mientras excavas cuidadosamente, no puedes quitarte de la mente esos ardientes pensamientos. Te hallas a pleno sol, bajo un fuerte calor y notas cómo se te empapa la escasa ropa que llevas. Bajo el short, tienes mojado el tanga y no es sólo por el sudor: tu sexo ha empezado a humedecerse debido a tus lascivos pensamientos.

De repente, tu mano toca algo bajo la tierra. Apartas un poco más de arena y sientes que es duro y de un tamaño considerable. Estás convencida de que has encontrado algún resto interesante, lo presientes. Escarbas más y aparece el color marrón de un objeto alargado y perfectamente conservado. Con suma precaución terminas de apartar la tierra y lo sacas a la superficie. Te sobresaltas al ver tu descubrimiento: ese objeto que tienes ante tu vista es la perfecta imitación de una polla masculina y calculas que es de época paleolítica. Lo recorres con tus dedos de arriba a abajo y muerdes tu labio inferior al dejar volar la imaginación. No pensabas que en aquella época existieran ya dildos y menos tan perfectos como ése. Te invade la curiosidad que, junto con tu estado de excitación, te empujan a probar los efectos de ese juguete. 



Lo limpias con un poco de agua y te quitas el short. Nerviosa te despojas rápidamente del tanga manchado, que dejas tirado en la tierra. Tu coño peludito brilla de humedad y acercas a él el falo. Rozas con su punta la raja de tu vagina y suspiras de placer cuando vas enterrando centímetro a centímetro el objeto, hasta dejarlo clavado en tu sexo. Tu mano comienza a impulsarlo hacia afuera y hacia adentro una y otra vez. Te quitas la camiseta y te quedas completamente desnuda en aquel descampado, pues no llevas sujetador.

Acaricias tus tetas a la vez que aceleras la velocidad a la que impulsas el dildo, que se va ensuciando con los flujos blancos que suelta tu chocho. Aprietas fuerte el objeto hacia adentro con golpes secos y duros, incrementas de nuevo la velocidad y gimes totalmente sin control y fuera de tus cabales. Tu vientre se contrae y varios latigazos en forma de espasmos sacuden tu abdomen justo antes de que tu coño estalle y riegue con varios chorros de líquido vaginal la sequedad de la arena.


Sabes que no es ni profesional ni éticamente correcto pero, cuando regreses a la ciudad y te pregunten si has descubierto algo, dirás que no. No piensas entregar tu útil hallazgo para quede en las vitrinas de algún museo pudiéndolo gozar tú en exclusiva y en privado.  

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