Llevas
varios días de excavaciones arqueológicas en ese zona remota y
apartada del mundanal ruido. Te encuentras sola, esta vez no te has
hecho acompañar de ningún miembro de tu equipo científico. Sabes
que las posibilidades de encontrar algún resto antiguo son escasas y
no has querido malgastar el tiempo y el esfuerzo de tus expertos
colaboradores. Sin embargo, conservas la esperanza de poder hallar
algo. Tu intuición así te lo dice y nunca te suele fallar. Por eso
aún no has regresado a casa pese a unos primeros días sin
resultados. Echas de menos a tu familia, a tus dos hijos pequeños, a
tu marido y, por supuesto, su polla, esa que casi a diario te penetra
y te folla hasta provocarte múltiples orgasmos y dejarte bien
repleta de leche. En cuanto pasan un par de jornadas sin sentirla
dentro, te entra el ansia y no puedes dejar de pensar en ella. Eres
una adicta a ese trozo de carne bien tieso y duro de tu marido, a la
forma en que él lo maneja, a la manera en que utiliza ese empalmado
e hinchado falo, a la humedad del redondo capullo rojo que sientes
palpitar cuando lo tienes en tu coño o en tu ano, o cuando lo
encierras entre tus labios y lo lames con tu traviesa lengua mojada
de saliva. Estás obsesionada con su sabor y olor inconfundibles e
intensos y con esos chorros de esperma que acaban inundándote
cualquiera de tus tres sedientos agujeros.
Mientras
excavas cuidadosamente, no puedes quitarte de la mente esos ardientes
pensamientos. Te hallas a pleno sol, bajo un fuerte calor y notas
cómo se te empapa la escasa ropa que llevas. Bajo el short, tienes
mojado el tanga y no es sólo por el sudor: tu sexo ha empezado a
humedecerse debido a tus lascivos pensamientos.
De
repente, tu mano toca algo bajo la tierra. Apartas un poco más de
arena y sientes que es duro y de un tamaño considerable. Estás
convencida de que has encontrado algún resto interesante, lo
presientes. Escarbas más y aparece el color marrón de un objeto
alargado y perfectamente conservado. Con suma precaución terminas de
apartar la tierra y lo sacas a la superficie. Te sobresaltas al ver
tu descubrimiento: ese objeto que tienes ante tu vista es la perfecta
imitación de una polla masculina y calculas que es de época
paleolítica. Lo recorres con tus dedos de arriba a abajo y muerdes
tu labio inferior al dejar volar la imaginación. No pensabas que en
aquella época existieran ya dildos y menos tan perfectos como ése.
Te invade la curiosidad que, junto con tu estado de excitación, te
empujan a probar los efectos de ese juguete.
Lo limpias con un poco
de agua y te quitas el short. Nerviosa te despojas rápidamente del
tanga manchado, que dejas tirado en la tierra. Tu coño peludito
brilla de humedad y acercas a él el falo. Rozas con su punta la raja
de tu vagina y suspiras de placer cuando vas enterrando centímetro a
centímetro el objeto, hasta dejarlo clavado en tu sexo. Tu mano
comienza a impulsarlo hacia afuera y hacia adentro una y otra vez. Te
quitas la camiseta y te quedas completamente desnuda en aquel
descampado, pues no llevas sujetador.
Acaricias
tus tetas a la vez que aceleras la velocidad a la que impulsas el
dildo, que se va ensuciando con los flujos blancos que suelta tu
chocho. Aprietas fuerte el objeto hacia adentro con golpes secos y
duros, incrementas de nuevo la velocidad y gimes totalmente sin
control y fuera de tus cabales. Tu vientre se contrae y varios
latigazos en forma de espasmos sacuden tu abdomen justo antes de que
tu coño estalle y riegue con varios chorros de líquido vaginal la
sequedad de la arena.
Sabes
que no es ni profesional ni éticamente correcto pero, cuando
regreses a la ciudad y te pregunten si has descubierto algo, dirás
que no. No piensas entregar tu útil hallazgo para quede en las
vitrinas de algún museo pudiéndolo gozar tú en exclusiva y en
privado.
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