29 de febrero de 2016

TALLA M



Nueve menos cinco de la noche de un lunes de febrero. La amabilidad de la madura dependienta de la tienda de lencería me permite entrar al establecimiento, pese a que quedan cinco minutos para el cierre. Mi objetivo: comprar un bóxer nuevo.
Tengo que darme prisa: muchos colores, tonos y modelos....Y la duda de siempre: ¿qué talla? Los fabricantes de prendas íntimas parecen no ponerse de acuerdo: unas veces la talla M me queda perfecta; otras demasiado pequeña y la compra resulta un fracaso, pues hubiese necesitado mejor la L. Como ese tipo de prendas no se descambian, supone dinero tirado a la basura.

Me decido por un bóxer azul oscuro, talla M, e intento calcular a simple vista si me quedaría bien. Lo veo algo pequeño para mí, así que opto en esta ocasión por la talla L. Me dirijo a pagar la compra a la caja, donde espera la dependienta después de haber bajado los cierres metálicos del escaparate de la pequeña tienda. Le entrego el bóxer para que pase el código por la caja y me pregunta con una ligera sonrisa si es para mí. Asiento con la cabeza, un tanto extrañado por la pregunta, y la mujer se me queda mirando de arriba a abajo, centrando la atención de sus ojos oscuros en mi cintura y en mi entrepierna. Pasan uno, dos, tres segundos y ella sigue observando esas zonas de mi cuerpo. Comienzo a incomodarme un poco ante dicha fijación.

  • ¿Sabes que estas prendas no se pueden descambiar, verdad? Una talla M te quedaría mucho mejor para mi gusto: el bóxer estaría ajustado, ceñidito...- opina la mujer.

Es la primera vez que una dependienta de este tipo de tiendas me da su parecer sin pedírselo. La primera frase no me extraña tanto, la considero en cierta forma normal: me estaba aconsejando para evitar el lío con las tallas. Pero la segunda oración, con ese diminutivo y esa pausa en el hablar tras pronunciar la palabra “ceñidito”, ya no la veo tan lógica. Aun así no quiero darle más importancia. Vacilo unos instantes sobre si hacerle caso o no: realmente la talla M me había parecido excesivamente pequeña y no creo que me vaya a quedar cómoda y bien. Pero la experta es ella, así que me dispongo a dirigirme a coger un bóxer de la talla inferior. Sin embargo, antes de que dé el primer paso, la dependienta vuelve a dirigirme la palabra:

  • Si sigues con la duda, podemos hacer algo: mira, aquí tengo unos bóxers que han salido defectuosos y ya no sirven para su venta. Son del mismo modelo que el que quieres llevarte, incluso hay uno de idéntico color y de la talla M que te he recomendado. Si quieres, puedes probártelo rápidamente.

La propuesta no suena mal, así puedo asegurarme de que la mujer tiene razón en su consejo.
Inocente e inconscientemente le pregunto por el probador. La dependienta esboza una sonrisa de oreja a oreja.

  • Mi vida, no hay probador. Ya te he dicho que las bragas, tangas, sujetadores, bóxers y demás ropa íntima no se pueden probar. Esto que te he propuesto es una excepción. Has tenido suerte de que hubiese esos bóxers con una pequeña tara. Pruébatelo sin miedo y sin vergüenza. Me daré la vuelta y no miro hasta que tú me avises de que estás otra vez vestido. Si no, pues decídete por una de las tallas, pero date prisa, por favor, que debo cerrar y mi marido no tardará en pasarse por aquí para recogerme- me comenta con total naturalidad.

Me quedo unos segundos sin reaccionar, quieto, inmóvil, sin dar crédito a las palabras de la madura. ¿De verdad pretende que me desnude de cintura para abajo con ella allí, a escasos metros de mí, simplemente vuelta de espaldas?
Mi estúpido encabezonamiento de querer comprar la prenda y no demorarlo para otro día con más calma me lleva a aceptar la propuesta de la dependienta. Ella se gira, mostrándome un buen culo metido en la falda roja que lo cubre y el pelo moreno rizado cayendo sobre los hombros de la blusa blanca bajo la que se transparenta ligeramente la tira de un sujetador negro.
Me quito los zapatos, desabrocho el pantalón y no pierdo de vista a la mujer, que se entretiene mirando y pasando revista a sus uñas de las manos pintadas de un intenso rojo carmín. El sonido de la cremallera de mi pantalón bajándose rompe el silencio dentro de la tienda. Me deshago del jeans y me quedo con el bóxer rojo que llevo puesto. Mi polla se marca semierecta: la situación me está empezando a excitar. Respiro hondo, agarro el bóxer y me lo quito de golpe. Sin perder tiempo alguno, cojo el bóxer azul, lo meto por los pies y me lo subo, cubriendo la desnudez de mi sexo totalmente rasurado. Noto cierto alivio, no ha habido incidente alguno: la mujer ha mantenido su palabra y ha permanecido de espaldas.
Pero he cantado demasiado pronto victoria:

  • ¿Cómo te queda? ¿Te está bien verdad?- pregunta la madura.

La tardanza en mi respuesta mientras compruebo que, en efecto, la mujer tiene razón y la prenda me sienta como un guante, provoca que la dependienta se gire.

  • ¿Has visto? He acertado de pleno- afirma un tanto orgullosa tras verme el bóxer puesto.

El pudor pero también el estupor ante la manera tan aparentemente natural de actuar por parte de la dependienta invaden mi mente. Da unos pasos más y se aproxima con firmeza hacia mí. Trago saliva, aquello ya sí que deja de ser normal. Me quedo con los pies clavados en el suelo, sin pestañear, sin respirar. Ella se detiene justo delante de mí, mira con descaro mi paquete y asiente lentamente, mientras muerde con disimulo sus labios. Comienza a dar una vuelta a mi alrededor para echar un vistazo a mi retaguardia.

  • ¿Lo ves? Justo como te decía: ajustado y ceñidito, tal como debe ser- me dice, mientras noto una de las manos de la mujer acariciando mi culo y luego tirando suavemente del bóxer para soltarlo posteriormente.

No lo puedo evitar: mi verga empieza a palpitar y a hincharse bajo el color azul oscuro del tejido del bóxer. La mujer prosigue con su caricia y recorre mis glúteos a la vez que ella continúa girando a mi alrededor. La mano llega a mi cintura y se acerca peligrosamente hacia mi bulto. Escucho el latido de mi corazón acelerado justo en el instante en el que la cara de la madura queda a escasos centímetros de la mía y su mano palpa mi entrepierna.

-Ummmm....Estás delicioso, ¿lo sabes? Ni te imaginas lo que me pone ver un culo macizo, un rabo duro y unos huevos hinchados bien apretaditos bajo un bóxer. Más incluso que contemplarlos desnudos. No sé si por suerte o por desgracia para ti, pero has venido a caer a la tienda de una auténtica fetichista de los bóxers masculinos. ¿Y sabes cómo me gustan todavía más? Húmedos, manchados, mojados, con el aroma de la polla y del glande impregnando el tejido.
Ahora me vas a dar el gustazo de ser espectadora de cómo te tocas por encima del bóxer, de ver cómo te pajeas sobre él, de cómo las manchas de flujo empiezan a extenderse por ese tejido azul. Mi marido no tardará en llegar y tiene un olfato muy desarrollado, casi canino, y es capaz de saber cuándo mi mano ha masturbado a un hombre. Ya he pasado por eso otras veces y no quiero que hoy se vuelva a repetir. Así que lo tendrás que hacer tú solito, yo me limitaré a mirar y a disfrutar- me comenta.

Como hipnotizada por las palabras de la dependienta, mi mano baja a mi entrepierna y comienza a acariciarla. La restriego con parsimonia, notando todo el tremendo bulto que se ha formado. Me aprieto los testículos, los suelto y vuelvo a aprisionarlos. Están como piedras. Me apodero del pene y marco aun más su silueta bajo el bóxer. La mujer no pierde detalle y goza con cada uno de mis movimientos. Su mano se ha perdido por dentro de la falda pero la muy cabrona no me muestra nada. Sólo veo que sus movimientos son cada vez más rápidos. Me ordena que acelere yo también y eso hago. De repente veo una pequeña mancha que viola el hasta ahora inmaculado azul del bóxer.  El rostro de la dependienta refleja pura satisfacción ante lo que acaba de ver. Otra manchita de flujo hace acto de presencia sobre la prenda en el momento en que aumento el ritmo de la masturbación
La mujer me anima, me incita a que siga y a que acelere todavía más. No desvía la mirada ni un instante de mi paquete deleitándose al comprobar cómo la prenda se humedece cada vez más. El ritmo de la mano bajo la falda es ya frenético. La saca unos segundos, se la acerca a su boca y lame con la lengua los dedos para probar el sabor de su propio sexo. En seguida la mano se vuelve a perder en la entrepierna de la madura que comienza a gemir de placer. Desesperada, me grita que acelere aun más, que me la machaque con más fuerza, que me corra de una vez. Mi abdomen se contrae ante las embestidas que sufre mi polla y noto varios latigazos. Mientras mi frente se baña en sudor, agito mi mástil un par de veces más y gimo como un loco hasta que mi verga estalla a chorros de semen, que impregnan por completo la parte delantera del bóxer, dejándolo totalmente sucio y pringoso. La madura alcanza el orgasmo un par de segundos después de mi corrida y apoya su espalda sobre una de las estanterías de la tienda. Tras recuperar algo de aire, empieza a bajarse el tanga sin quitarse la falda: es un tanguita rosa de encaje. La mujer se acerca a mí y me restriega la prenda por mi cara y por la nariz.

  • ¡Huele mi humedad! ¡Mira cómo has hecho que moje el tanga!- me espeta a viva voz.

La prenda desprende un intenso aroma a orín y a flujo vaginal y se siente empapada. También percibo el inconfundible olor a culo sobre la tira y sobre el minúsculo triángulo trasero.
Cuando la madura queda satisfecha de haberme hecho oler el tanga, me lo guarda en el bolsillo de mi camisa de cuadros.

  • Ahora quiero tu bóxer. Quítatelo y mételo en esta pequeña bolsa de plástico. Lo limpiaré entero con mi lengua en casa, tranquila, cuando no esté mi marido.

De nuevo la obedezco sin rechistar y me despojo de la prenda. Mi polla queda a la vista de la mujer y suelta las últimas gotas de semen sobre el suelo de la tienda.

  • Por una chupadita a tu nabo no creo que mi esposo se dé cuenta cuando me bese- me dice la dependienta antes de agacharse y darle un buen lametón a mi miembro limpiando los restos de semen que quedan sobré él.

Me visto, aunque sin prenda íntima bajo el pantalón, y la madura me regala el nuevo bóxer talla M metido en su correspondiente cajita y con una nota que dice:

  • Pásate pronto otra vez. Me encantará volver a aconsejarte.

Al salir por la puerta de la tienda, me cruzo con el marido. Giro la cabeza y veo cómo besa a su esposa en esa misma boca que segundos antes saboreaba mi caliente esperma.





26 de febrero de 2016

DIARIO DE UN PROFESOR ACOSADO (9)

                                 DIARIO DE UN PROFESOR ACOSADO (9)


Lentas, muy lentas pasaron las horas de hoy lunes por la mañana. Sabía que eso ocurriría, pero jamás imaginé que llegaría a ser así. Ahora aquí, en casa, ya más relajado, dedicaré unos minutos a plasmar por escrito lo sucedido con mi alumna Patricia.

Desde que salí de mi domicilio notaba en mi polla a cada paso que daba el roce del aro negro que viene integrado en el slip de rejilla azul. No quise meter mi verga por dicho aro, pues preferí cederle los honores a Patricia, cuando llegara la hora de nuestro encuentro. El contacto que se producía en la piel de mi pene hacía que pensase a cada instante en mi alumna, de forma que no me la pude quitar de la cabeza en toda la mañana. Sentía el slip constantemente húmedo, pues la punta de mi miembro no dejaba de segregar flujos, que empapaban el tejido de la minúscula prenda interior y que atravesaban las perforaciones en forma de rejillas, manchando mi pantalón. Afortunadamente fui previsor y llevaba puesto un jeans vaquero de color negro para que las previsibles manchas que se produjesen no fueran percibidas por nadie.

Las horas de clase iban pasando de forma monótona y pesadas como losas: como un autómata explicaba el tema correspondiente y realizaba los respectivos ejercicios. Conforme avanzaba la mañana me sentía más nervioso y notaba un creciente nudo en mi estómago. Fui incapaz de desayunar nada en el breve descanso de media mañana y aproveché mi falta de apetito para comunicarle al conserje que me quedaría en el aula tras la última hora de clase para aclararle unas dudas a una alumna que había faltado los últimos días y andaba algo despistada en la materia. Con esa mentira pude conseguir que me diera la llave del aula y el acuerdo de que yo cerraría tras concluir la reunión con mi alumna. El principal escollo, conseguir la llave del aula, ya estaba salvado.
Antes de la reanudación de las clases, me dirigí al servicio para orinar. No sé si Patricia me había estado vigilando o fue pura casualidad, pero cuando iba a entrar en el aseo para hombres, escuché detrás de mí la voz de mi alumna:

- Profesor, buenos días. Ya queda muy poco para su clase.

Me giré y la vi: iba acompañada por otra compañera pero que no es alumna mía. Me impresioné al contemplar la vestimenta de Patricia: una camiseta roja anudada por encima del ombligo y las mallas negras rasgadas del sexshop. Unos zapatos rojiblancos con tacón en forma de cuña completaban su vestuario. Había cumplido su “amenaza” de ir con esas mallas ceñidísimas y tan provocativas a clase. De la impresión que me llevé, no me dio tiempo a fijarme en nada más. Tanto ella como su amiga entraron en el servicio de las chicas, situado al lado del masculino. Al pasar junto a mí y con mucho disimulo, Patricia abrió su mano derecha y me mostró la bala vibradora. A través de ese gesto me dejó bien claro a lo que iba al servicio: estaba a punto de metérsela en su coño. Justo entonces me introduje la mano en el bolsillo del pantalón y me aseguré de no haber olvidado el pequeño mando a distancia para la bala. Al salir del aseo no me volví a topar con Patricia y supuse que aún seguía dentro dedicada a sus menesteres. Debo reconocer que estuve a punto de activar el botón del mando, pero desistí de esa pequeña travesura: quería respetar el acuerdo establecido con mi alumna de estrenarlo en el aula de clase.

Y, una hora después, al fin llegó ese momento. Última clase del día y era el turno para el grupo de Patricia. Respiré hondo antes de entrar en el aula. Lo primero que hice fue saludar a los alumnos presentes y luego buscar con la mirada a Patricia. Me sorprendió su ausencia. Algo extrañado comencé con la explicación del tema que tocaba ese día. Transcurridos unos instantes, mi alumna continuaba sin aparecer y empecé a preocuparme. ¿Se habría arrepentido del juego previsto? ¿Formaría parte de una nueva estratagema para ponerme más ansioso? Con estas dudas en mi mente, seguí moviéndome en la pizarra. El roce del aro se notaba ahora más intenso que nunca. Quizás era algo psicológico, pero lo notaba mucho más intenso al contactar con mi polla y con mis testículos. Al girarme hacia mis alumnos tras escribir un esquema en la pizarra, hizo acto de presencia Patricia. Reconozco que respiré aliviado, pues no quería posponer nuestro juego para otro día después de todo por lo que había pasado. La joven entró contoneando su cuerpo, sabedora de que era el centro de mis miradas y de algún que otro alumno que la observaba atónito. Vi cómo me sonrió ligeramente mientras caminaba hasta el fondo del aula. No pude evitar clavar mis ojos en el culo de la joven: las mallas le quedaban increíblemente perfectas y ajustadas, como una segunda piel. La espectacular forma de las nalgas quedaba nítidamente dibujada bajo la licra, que se enterraba por la raja que separa ambos glúteos. El blanco tono de piel del trasero se transparentaba lo suficiente como para saber que debajo no llevaba ropa interior alguna. Antes de que alcanzara su asiento en la última fila, mi pene ya había reaccionado ante ese delicioso estímulo visual y comenzó a palpitar y a agrandarse. Estaba convencido de que Patty había optado hoy por sentarse al final del aula de forma premeditada, como parte de su plan. Se había retrasado casi 15 minutos y si ella se creía muy lista “torturándome” de esa manera, yo también podía serlo y ya tendría ocasión de devolverle la jugada.

Después de unos instantes, templé los nervios y terminé de explicar el tema. Quedaba media hora de clase e iba a dedicarla a ejercicios. Tras indicarles a los alumnos cuáles íbamos a realizar, me callé y dejé que los trabajaran en silencio. Deberían entregármelos al final de la clase.
Mi corazón comenzó a acelerarse: todos los alumnos escribían menos Patricia. No dejaba de mirarme, alternando la atención de sus verdes ojos entre mi rostro y mi paquete. Mi pene estaba semierecto y sabía de sobra que el bulto bajo el pantalón era ya evidente. Fue entonces cuando Patricia levantó la mano fingiendo tener una duda. Recorrí metro a metro la distancia que me separaba de ella hasta que llegué a su posición.

  • ¿Tienes alguna duda?- le pregunté en voz baja.
  • Sí, una muy importante- contestó llevándose su mano derecha a la entrepierna.
  • ¿A qué espera mi profesor para usar cierto mando?- me preguntó sigilosamente tocándose su sexo sobre las ajustadas mallas negras.

Tras unos segundos de tocamientos la apartó y pude ver cómo los labios vaginales se le marcaban claramente y cómo una mancha de humedad, que al principio era minúscula, se extendía por la licra cada vez más. Además, un pequeño bultito sobresalía, evidenciando la presencia de algún objeto dentro del coño de la joven. Varios latigazos de excitación provocaron que mi verga ganase más grosor todavía y aumentase la hinchazón, cosa que no pasó desapercibida para mi atenta alumna. Extendió hacia mi paquete la misma mano con la que antes se había tocado y comenzó a masajearlo suavemente. De repente cerró la mano y me apretó todo el bulto. Lancé un pequeño gemido, que provocó que varios alumnos giraran la cabeza. Tuve que disimular y empecé a carraspear a toser hasta que todos volvieron a centrarse en los ejercicios. Miré con ojos acusadores a Patricia, que sonreía complacida por lo sucedido.

Me alejé unos pasos en dirección a mi mesa, metí la mano en el bolsillo y extraje al fin el pequeño mando. Rocé varias veces el botón de acción hasta que me decidí a pulsarlo de verdad. Con fuerza lo apreté durante varios segundos de forma ininterrumpida. Giré la cabeza hacia Patricia y observé cómo daba un respingo en la silla, sorprendida por las vibraciones que estaba recibiendo en su chochete. El artilugio funcionaba, eso era más que evidente. Dejé de pulsar el botón durante un brevísimo lapso de tiempo y luego lo apreté otra vez: mi alumna movía y apretaba las piernas tratando de soportar así mejor los efectos del juguete. Ahora era yo el que tenía la sartén por el mango y podía controlar la situación. Mi dedo continuaba presionando el botón de forma intermitente: unas veces un poco más largas, otras con pocos segundos de descanso entre apretón y apretón.
El rostro de Patricia reflejaba al mismo tiempo placer y cierto “sufrimiento”, pues la chica contenía a duras penas los gemidos. Vi cómo se mordía el labio inferior con los dientes, cómo su cuerpo temblaba con cada espasmo. Poco a poco se acercaba el final de la clase. Dejé pulsado el botón y me aproximé de nuevo hacia la joven. Sin despegar el dedo del mando, le pregunté a Patricia si seguía teniendo dudas con el ejercicio. No podía ni abrir la boca para responder. Con su mano intentó varias veces que apartase la mía del mando, pero no lo consiguió. Yo seguía haciendo que la bala vibrase de forma ininterrumpida en su coño, sin tener compasión alguna. Las mejillas de la joven empezaron a sonrosarse primero, luego a enrojecerse. Me puse en el ángulo adecuado para poder verle la entrepierna: se apreciaba la vibración del bultito del juguete que se marcaba en las mallas. Me encantó esa visión de la que estaba gozando. Me congratulé al ver cómo la licra negra estaba con un gran cerco de humedad y manchado de un viscoso flujo blanco, que delataba el alto grado de excitación de Patricia. Me incliné hasta situar mi boca pegada al oído de la joven y le susurré:

  • ¿Sabes que no pienso parar, verdad? Voy a hacer que te corras aquí mismo, antes de que termine la clase, en presencia de todos tus compañeros.

Cerró los ojos y los apretó, aguantando el incremento que le di a la intensidad de la vibración de la bala. Solté un par de segundos el botón y le otorgué un breve respiro a la joven antes del asalto final: proporcioné la máxima vibración posible y dejé mi dedo pegado al mando. Gotas de sudor inundaron la frente de mi alumna y resbalaban lentamente por su cara. Su vientre y su ombligo estaban también cubiertos por una fina película de humedad y brillaban bajo los efectos de la luz del aula. Patricia se encontraba a punto de llegar al clímax: con una de sus manos se tapó con fuerza la boca y con la otra se agarró a mi antebrazo apretándolo enérgicamente casi hasta provocarme dolor.

Veía cómo el cuerpo de la joven no paraba de moverse cada vez más por las sacudidas de placer y cómo Patricia respiraba agitada aunque silenciosamente debido a la presión que su mano ejercía sobre la boca. Me dio tiempo todavía de observar que la mancha de humedad en la entrepierna de la joven se había extendido de forma exagerada, justo antes de que Patricia alcanzara el orgasmo en plena clase.

  • Excelente alumna, aunque hoy me has dejado el ejercicio en blanco. Creo que deberás quedarte al final de la hora para hacerlo completo- le comenté en voz baja al oído, mientras ella seguía aún bajo los efectos de su corrida.

Me guardé el mando en el bolsillo, le retiré a mi alumna el papel del ejercicio sin realizar y fui mesa por mesa recogiendo los de los demás estudiantes, que fueron abandonando poco a poco el aula tras despedirse de mí. Detrás, sentada en la última fila, con la cara roja, sudorosa, con los pezones marcados totalmente sobre la camiseta y con las mallas mojadas, permanecía Patricia recuperándose del trabajo perfecto hecho a la limón por la bala y por mi dedo sobre el mando. Bajo el pantalón y el provocativo slip azul, mi polla estaba durísima, como un auténtico palo. Al fin había llegado el momento de liberarla.
Guardé todos los ejercicios en mi carpeta, me acerqué a la puerta y la cerré con llave. Patricia se levantó de su asiento y caminó de manera sexy hasta mi mesa. Se sentó sobre ella y yo me aproximé sin dejar de mirarla, hasta que me situé con mi cuerpo pegado al suyo. Seguro que ella podía oler el aroma a sexo masculino que desprendía la mancha de mi pantalón.

Lo que ocurrió a partir de ahí lo escribiré más tarde. Ahora está sonando el teléfono y es Patricia: ha llegado un mensaje. ¿Será que quiere más de lo que tuvimos esta mañana?


22 de febrero de 2016

FALDA DE COLEGIALA

                                    FALDA DE COLEGIALA

No sabes muy bien el motivo, pero llevas días muy excitada. Tu mente piensa en sexo constantemente, les regalas a tus ojos la visión de imágenes eróticas y pornográficas de todo tipo, obsequias a tu imaginación con la lectura de textos que narran y describen a la perfección y con todo lujo de detalles múltiples aventuras y juegos sexuales. Tu mano no se cansa de bajar a tu entrepierna ni de urgar, de acariciar, ni de penetrar con los dedos tu coño.

Dime la verdad, ¿cuántas veces te masturbaste ayer? ¿En cuántas ocasiones te corriste a gusto y alcanzaste el orgasmo? Sé de sobra que no sólo fue en casa: estabas tan caliente, tan en celo, que te hiciste unos dedos en el servicio del trabajo y, más tarde, mientras estabas de compras, en ese pequeño y estrecho probador del centro comercial. Allí llegaste al clímax y te viniste a chorros con la ayuda del enorme y grueso vibrador negro que guardabas en tu bolso, sin importarte que una simple cortina blanca fuese lo único que te sirviese de parapeto.

Hoy es sábado. Tienes el día libre y tu hija adolescente no está en casa: se acaba de ir, pues pasará la jornada en la vivienda de su mejor amiga. De nuevo te has despertado con los oscuros pezones tiesos, con tu monte de Venus palpitando y lo has tenido que calmar, aunque fuese momentáneamente, a base de violarlo con tus propios dedos primero, luego con toda la mano dentro. Te has meado de placer: un torrente de líquido ha manado, imparable, de tu raja y ha encharcado tu cama en medio de tus gemidos de gozo. ¡Qué poco te ha durado la relajación posterior! Has dejado tu mente volar, creando morbosas y perversas fantasías hasta que has encontrado una, perfectamente realizable a solas.

Completamente desnuda y aún con la piel húmeda, te has dirigido a la habitación de tu querida hija. Has abierto el cajón donde guarda el uniforme del colegio de monjas en el que estudia 1º de Bachillerato y lo has sacado: la blusa blanca y la faldita de vuelo de cuadros rojos y verdes. Con las prendas en la mano te sitúas delante del espejo de cuerpo completo y observas, reflejadas en el cristal, las dos grandes bolas que tienes como tetas, coronadas por esas areolas del tamaño de galletas redondas de color café y de cuyo centro se levantan los enhiestos pezones. Juegas con ellos tirando con la yema de los dedos y friccionándolos. Masajeas con ansias tus senos, los pechos de una cuarentona ardiente y a la que estás a punto de vestir de colegiala.

No quieres perder ni un segundo más para cumplir tu fantasía: metes tus brazos por las mangas de la blusa y comienzas a abrocharte los botones, comenzando por el de más abajo. Te detienes cuando todavía restan los superiores por abrochar. El generoso escote ofrece la increíble visión del inicio de tus pechos desnudos, libres de sujetador. Te observas en el espejo y das gracias por tener la misma constitución física y talla que tu hija, cuyo cuerpo ya se encuentra desarrollado y es toda una mujer. La nívea prenda se adapta a tu torso como un guante y a través del fino tejido se transparentan ligeramente tus tetas, en especial la oscuridad de las areolas y de los pezones. Satisfecha por lo que acabas de ver, levantas primero un pie, luego el otro y empiezas a subir la falda por tus torneadas piernas, hasta que se detiene poco antes de que los bajos de la prenda alcancen la desnudez de tu sexo, que luce sobre la raja una fina y cuidada capa de vello púbico. Realizas diferentes poses ante el cristal y te sorprendes de lo espectacular que estás vestida de colegiala.

Te encaminas a tu dormitorio contoneándote como harás luego en la calle y con el objetivo de darle un último y personal toque a tu vestimenta. Extraes de un cajón unas medias negras transparentes y te pones en primer lugar la de la pierna izquierda; luego recubres con la otra media la derecha. Las sedosas medias recubren buena parte de tus muslos, pero no lo suficiente como para llegar hasta la parte baja de la falda, por lo que varios centímetros de tus piernas quedan sin tapar. Rematas tu vestuario con unos zapatos de tacón grises que no hacen más que realzar y potenciar tu exuberante figura.

Es hora de salir a la calle y de dar, verdaderamente, rienda suelta a tu fantasía. Nada más pisar el asfalto, te cruzas con dos hombres que giran la cabeza incrédulos por el espectáculo y te desnudan por completo con la mirada. Prosigues con tu caminar hacia la parada del metro. A todo aquel con el que te vas cruzando lo dejas asombrado. Incluso se les escapan y mascullan piropos en voz baja, pero que llegan a tus oídos: “tremenda”, “maciza”, “bombón” y otros bastante más obscenos que cualquier otro día te hubiesen molestado, pero que hoy no hacen más que calentarte hasta límites insospechados. Llegas a la estación del metro e, inmediatamente, te conviertes en el centro de atención. Pese a que el número de personas que esperan no es tan numeroso como un día laborable, sí que hay algunos viajeros. Cuando quieres darte cuenta, tienes a varios tipos que se arremolinan con disimulo a tu alrededor para poder contemplarte lo más cerca posible . Te haces la despistada, sin embargo, de reojo percibes cómo unos fijan su mirada en lo que tu blusa transparenta, en esos pezones que cada vez se te endurecen y se te marcan más en la prenda; otros recorren de arriba abajo tus piernas o le echan un largo vistazo a tu culo respingón. Al sentirte observada así, con toda esa testosterona masculina en plena ebullición por tu culpa, sientes tu coño arder y notas cómo se moja bajo la falda. Te da la impresión de que la tela se te ha subido con el caminar hasta la estación y de que ya ni siquiera logra taparte por completo las nalgas. Pero no te preocupas por comprobarlo. Realmente es lo que deseas que haya ocurrido.

El metro llega: bajan algunos pasajeros y otros comienzan a subir. Entre ellos tú, que notas cómo varios de los hombres que te acechaban antes te siguen para ver dónde te vas a ubicar en el vagón. Los tacones de tus zapatos resuenan al golpear el suelo en cada paso y provocas que quienes estaban ya dentro te miren, apartando la vista de sus móviles y deleitándose al contemplarte. Avanzas por el vagón buscando una zona más tranquila y tienes suerte: la parte en la que se encuentran los asientos enfrentados de tres en tres está libre. Justo la que deseabas para continuar con tu exhibición. Eliges el asiento central de la fila de tres que hay a tu izquierda, te sientas e inmediatamente cruzas las piernas. Pretendes “torturar” un poco a los mirones, no quieres ponérselo tan fácil. No puedes evitar esbozar un leve sonrisa al ver cómo se apresuran a tomar asiento varios de los hombres que habían estado esperando el metro contigo y que no te han quitado el ojo de encima desde entonces.

Justo enfrente de ti se sienta un tipo de unos 45 años, sin duda el más hábil y afortunado, pues ha conseguido el sitio con mejores perspectivas. Rápidamente son ocupadas las otras dos plazas frontales: un adolescente de no más de 17 años, que no puede disimular ya una enorme erección bajo sus ajustados jeans, y un vendedor ambulante africano negro de mediana edad. Tu lengua roza los labios por fuera, cuando confirmas que es verdad aquello que dicen de lo bien dotados que están los africanos. Cierras durante unos instantes los ojos y fantaseas con esa polla negra y maciza del vendedor metida por todos los agujeros de tu cuerpo, reventándolos, follándolos hasta llenarte entera de leche.
Los últimos dos hombres tienen que conformarse con sentarse a tu derecha y a tu izquierda. Al menos van a tener un premio de consolación: perderse con sus ojos por el interior de tu escote hasta donde les alcance ver o hasta donde tú les quieras mostrar. Notas la respiración un tanto agitada de ambos, producto de su nerviosismo por la situación, tanto la del maduro entrajetado de tu derecha, como la del veinteañero de pelo largo y con barba de varios días que está a tu izquierda. Tu mente vuela de nuevo: cinco pollas para ti sola, masturbándolas con tus manos, mamándolas con tu fiera boca, mojándolas con tu saliva, escupiendo sobre ellas, restregándolas una tras otra entre tus tetas....Sólo con pensarlo tu botoncito de placer palpita en tu sexo, lo que te hace volver a la realidad. Te quema el coño entero y esas llamas que te abrasan hacen que termines de perder el poco pudor que aún conservabas. Llega la hora de actuar de verdad. Se acabó el juego de niños.

Enciendes tu móvil y simulas distraerte con él y leer la pantalla. Lentamente descruzas las piernas. Conforme lo haces, sientes una ráfaga de frescor acariciando tus húmedos labios vaginales y tu vulva y levantas de golpe la vista para observar a los mirones de enfrente. ¡Qué mala eres! Los tienes con la boca abierta y con los ojos a punto de salírseles de las órbitas. Una exclamación que todos oyen de “Dios mío” proferida por la boca del que está justo frente a ti es una muestra más de que acaban de descubrir que, bajo tu faldita de cuadros al estilo escocés, no hay braguitas que cubran tu intimidad, ni siquiera el minúsculo triángulo de un tanga. No hay absolutamente nada, sólo tu desnudo y empapado coño en forma de volcán a punto de erupcionar. La sonrisa cómplice que se dibuja en tu cara delatando permiso para mirar envalentona a los tres a escrutar bajo tu falda, entre tus piernas, con todo el descaro del mundo. Un par de viajeros que estaban de pie en la otra punta del vagón, ajenos a todo, se bajan en la siguiente parada. Nadie sube y te quedas a solas con los cinco desconocidos. Sólo queda una parada más antes de que finalice el trayecto y debes darte prisa para culminar tu exhibición en esos minutos restantes.

Desabrochas un tercer botón de la blusa dejando tus tetas casi al aire: únicamente los pezones quedan tapados por la prenda. Compensas así a los que tienes sentados a tu lado, cuyos rostros quedan a escasos centímetros de tus semidescubiertos senos. Miras a ambos y con las manos les haces un gesto pidiéndoles que desplacen un poco la blusa y desnuden tus tetas. Ansiosos cumplen tu solicitud y aparece al fin el tono marrón oscuro de tus enormes areolas y de los erguidos pezones. Los de enfrente se deleitan también con el espectáculo de tus irresistibles pechos y el hombre del traje que está a tu derecha hace ademán de tocar tu seno, pero le paras su mano con la tuya. “Mirar, sí; tocar, no” le dejas claro.

La última parada se aproxima. Agarras la parte baja de tu falda y te la subes hasta descubrir tu madurito coño ante los ojos deseosos de los cinco mirones. Dejas tu chocho expuesto unos segundos y observas cómo el vendedor africano y el tipo del traje empiezan a magrearse el paquete sobre el pantalón. Aún te guardabas un último as bajo la manga: abres por completo las piernas y demuestras que sí llevas algo bajo la faldita: entre tus carnosos labios vaginales asoma el aro azul de las placenteras bolas chinas que encontraste casualmente en el cajón de tu querida e “inocente” hija. Les cortas la respiración a los cinco al desvelarles ese secreto que tan bien ocultabas. El tipo del traje no aguanta más, se baja la cremallera, mete dentro la mano, se aparta el bóxer rojo y deja salir su empalmada polla, a la que comienza a agitar como un desesperado. Sobre tu muslo aterrizan varias gotas de líquido preseminal que son escupidas por el rosado y redondo glande que encumbra aquel miembro venoso. Por tu nariz penetra el aroma de ese rabo que no paras de mirar: un olor intenso, fuerte, atrayente. Antes no consentiste que el hombre te tocase lo más mínimo, pero ahora vas a premiarlo por su atrevimiento a sacarse el nabo allí mismo, delante de ti y de todos. Vas a ser tú la que lo toques a él: tu mano envuelve el pene, lo aprieta con fuerza y lo machacas sin miramientos de arriba a abajo, una y otra vez de forma alocada. Los demás contemplan la escena llenos de excitación y con envidia por no ser ellos los elegidos. De repente se levanta de su asiento el adolescente y se acerca a ti: parece que quiere ver la masturbación más de cerca. Dos segundos más tarde hace lo mismo el maduro que estaba sentado frente a ti. Ya casi no falta nada por llegar a la estación. Aceleras los movimientos de tu mano, ya húmeda por los fluidos que manan de la punta de la polla y que anuncian una pronta eyaculación. El sentir ese trozo de carne palpitante, hinchado, venoso, en tu poder hace que quieras más: a toda prisa le pides al maduro que él también se saque la polla. Obedece e, inmediatamente, se abre el botón del pantalón y deja caer la prenda, junto con el slip negro, hasta los tobillos. Con la mano que tienes libre agarras ese apetecible miembro que se ofrece ante ti y te apoderas de él, masturbando ahora simultáneamente a dos hombres.

Ya te da igual todo y, cuando notas las manos del adolescente posarse sobre tus tetas, no haces absolutamente nada por impedirlo. ¡Con qué ganas te las toca y te las soba! ¡Cómo tira de los pezones con sus dedos! Tu coño está a punto de reventar y parece que el joven veinteañero se da cuenta: coge la anilla de las bolas chinas y suavemente tira de ella hacia afuera. Extrae la primera de las dos esferas, que sale totalmente cubierta de un viscoso pegote de flujo blanco. Luego vuelve a empujarla hacia adentro. Repite la acción una vez, otra, otra.....aumentando el ritmo. Te está follando con las bolas de tu hija. Dos manos en tus pechos, dos gruesas pollas en tus manos, el placer de la entrada y salida de las bolas.....Esos hombres te están volviendo loca y tú a ellos. Entonces te preguntas a qué demonios espera el africano para sumarse a la fiesta. Pero él sigue sentado en su sitio como mero espectador, aunque no para de magrearse su bulto sobre el pantalón.

Gime levemente el adolescente y comienza a empaparse la entrepierna de sus jeans: el pobre chico se está corriendo sólo con el placer que le supone tocarte tus senos y únicamente las suelta tras vaciarse de semen.
Sabedora de que el metro está entrando ya en la estación final, das el último arreón sobre las vergas que posees en tus manos. El hombre del traje grita como un poseso y de su polla brotan sin control varios chorros de esperma que impactan en tu cara, cubriéndola de blanco. Mientras la leche resbala por tu rostro hasta llegar a tus labios y a tu lengua, que prueba ese néctar caliente, el tipo se aparta y deja vía libre para que eyacule sobre ti el otro pene que aún aprisionas en tu mano. Enseguida el semen en sus primeros chorros cae sobre tus tetas; luego moja tus muslos y por último tiene la puntería de ir a parar a la fina tira de vello púbico que hay justo antes del comienzo de la raja vaginal. Te encanta la sensación de sentirte cubierta de ese líquido blanco. Notas cómo las bolas resbalan un par de veces más por tu chochete hasta que se detienen, encajadas dentro. ¿La razón del parón? En medio del éxtasis que estás viviendo no te habías percatado de que el veinteañero llevaba unos minutos con la polla fuera, masturbándose mientras jugaba con tus bolas y acaba de reventar. Derrama su leche sobre la parte baja de tus piernas, sobre tus tobillos y tus zapatos de tacón grises y sientes cómo el líquido traspasa tus finas medias y empapa tu piel.

El metro comienza a frenar. Los desconocidos encierran sus miembros dentro del pantalón y tú te apresuras a limpiarte el rostro como buenamente puedes. No hay tiempo para hacer lo mismo con las otras partes sucias de tu cuerpo.
Fin del trayecto. Mientras tú recolocas tu falda y abrochas los botones de la blusa, los hombres van saliendo del vagón. Eres la última en bajarte y sobre tu asiento queda un charquito de líquido vaginal como un resto más de la batalla. Te diriges con paso acelerado hacia los servicios de la estación, entras en uno de los aseos y cierras la puerta de golpe. Tu coño te pide a gritos más guerra y metes la mano bajo la falda para complacerlo. Sacas las bolas chinas y las contemplas: están pringosas, cubiertas de una capa blanca de tu propio flujo. Acercas las bolas a tu boca y con la lengua las dejas totalmente limpias, saboreando los restos que tu sexo ha dejado en ellas.

De pronto la puerta del aseo se abre de forma violenta, sorprendiéndote con una de las bolas en tu boca. Entraste con tal grado de desesperación que se te olvidó echar el pestillo de cierre. Y ahora él está ahí delante: es el vendedor africano negro que te ha seguido hasta los baños. En el vagón había actuado como un auténtico estratega y con sangre fría, dejando que fuesen los demás quienes prendieran la mecha para luego él rematar la faena a solas.

Cierra la puerta, echa el pestillo de seguridad y se acerca a ti, que dejas caer las bolitas al suelo por la impresión. El negro agarra tu blusa y, sin mediar palabra, te la abre de un fuerte tirón, provocando que todos los botones que la cerraban salten por los aires. Te despoja de la prenda y tus tetas quedan ante sus enormes ojos. No conforme con lo que ve, toma tu falda y te la desgarra en dos pedazos, que lanza al suelo junto a la blusa. Toda la tranquilidad que había mostrado en el vagón se ha transformado ahora en desenfreno y salvajismo, y eso es pura gasolina para el fuego que ya había en ti. Te quita los zapatos y acto seguido te desprende de las medias: una la arroja dentro del retrete, con la otra hace una especie de bola y la encierra en su puño. Te ha dejado totalmente en cueros, sin nada que tape un centímetro de tu piel. Estás chorreando: por la cara interna de tus muslos resbala un hilo de líquido que brota sin cesar de tu sexo y eso que aún no sabes lo que te espera. El africano se abre la cremallera del pantalón y te das cuenta de que no lleva bóxer ni slip debajo: como un resorte sale liberado un tremendo pollón oscuro de algo más de veinte centímetros que, en su salida, choca contra tu vientre. Te quedas paralizada, esperando cuál será el siguiente paso que dé el negro. Y pronto sales de dudas: hace que te gires y que te pongas de espaldas a él. Empiezas a sospechar lo que se trae entre manos. Te sitúa con el culo en pompa como a una vulgar puta, escupe saliva por toda la raja de tu trasero y por el ano y te mete en la boca la media que guardaba en la mano, para que nadie se entere de los gritos de dolor y placer que te empieza ya a arrancar allí mismo, mientras te parte todo el culo y el coño con su negro y granítico rabo africano.

14 de febrero de 2016

ORGASMOS Y NUEVOS JUGUETES.

Gracias a las nuevas tecnologías todo evoluciona. Los juguetes eróticos no iban a ser una excepción. Desde vibradores que pueden ser activados y dirigidos a distancia o a través de aplicaciones de móvil, hasta dildos que pueden dejar a una mujer embarazada. ¿ No te lo crees? Yo tampoco me creía lo del dildo que embaraza hasta que lo leí.

http://smoda.elpais.com/placeres/asi-son-los-juguetes-eroticos-de-ultima-generacion/

Todavía estás a tiempo de hacerle o de haceros un buen regalo por San Valentín. Seguro que resulta más original y apasionante que una cajita de bombones.

Feliz San Valentín sexual a todos.

9 de febrero de 2016

SEXO AL AIRE LIBRE

Dejo un interesante artículo para los amantes del sexo al aire libre. ¿Eres de los que ya lo has practicado en público alguna vez? ¿Buscas nuevos lugares o ideas? ¿Aún no te has atrevido a llevar a cabo esa fantasía? Da rienda suelta al morbo y a los pensamientos más calientes y lee el artículo. Seguro que te gusta. ¿Quieres saber una propuesta mía? Sexo en la playa.


http://elpais.com/elpais/2015/10/14/tentaciones/1444812544_771073.html

7 de febrero de 2016

POLLA EN ERUPCIÓN

                                                  POLLA EN ERUPCIÓN


Sentado delante de nuestra cama, me dispongo a observar cómo te vas a masturbar. Hoy no te follaré, sólo haré de espectador. Estás desnuda, únicamente unas medias negras envuelven con magistral sensualidad tus preciosas piernas. Todo tu cuerpo está a mi vista: tus dos turgentes y sinuosos pechos, en cuya cima destacan unos pezones gruesos y oscuros como granos de café puro, y tu coño recién depilado, con esos labios carnosos separados por la raja central que pide ya a gritos ser penetrada. Yo también me encuentro desnudo y con la mano derecha empiezo a acariciar suavemente mis bolas, cubiertas de una fina capa de vello castaño, y mi pene que comienza a dar los primeros síntomas de despertar de su reposo.

Con impaciencia aguardo el momento en el que decidas qué juguete vas a emplear para autosatisfacerte y correrte ante mis ojos. Me miras, sonríes y abres con misterio el cajón donde escondes celosamente tus objetos de perversión. Metes la mano y extraes el enorme dildo morado que simula a la perfección un tieso y largo pene reproduciendo cada uno de los detalles que hay en él. Te llevas el juguete a la boca, sacas la lengua y lames, traviesa, la redonda punta del objeto como si se tratara de un dulce caramelo de fresa. La envuelves con tus labios pintados de coral y recorres luego toda la superficie con la lengua, dejándola empapada con tu saliva. Empujas varias veces el juguete de dentro a fuera de tu boca en una espléndida mamada, mientras que mi mano aprisiona ya mi verga, secuestrada cual indefenso rehén. Desciendes el dildo por tu cuello y lo desvías a la derecha buscando el contacto con tu teta. Trazas varios círculos alrededor acariciando tu piel y luego se produce el inevitable encuentro entre la cúspide de tu pecho y la del pene morado. Aprietas tu pezón con él y lo golpeas de manera estudiada para llevarlo a su máximo grosor.

Muevo mi mano varias veces de arriba a abajo y desplazo la piel de mi miembro, que se yergue ya sin remedio. El rojizo y húmedo glande se abre paso con fuerza y corona mi polla hinchada. Tu juguete se desliza silencioso resbalando por tu sedosa piel de tono canela y alcanza la pizpireta esfera de tu ombligo. Pero no se detiene ahí, no era ése su objetivo: continúa su imparable descenso y se aproxima a tu sexo. Allí, sobre la raja que brilla por la humedad que la recubre, hace una breve pausa que se convierte en un calvario eterno para mí: me haces sufrir unos instantes interminables y yo mismo contengo también los movimientos manuales sobre mi miembro.

Al fin, la punta morada del dildo entra en contacto con tu vagina y, todavía por fuera, se desplaza siguiendo el trazo que marca la raja, como si quisiera masajearla. Los labios de tu coño besan el juguete durante ese pequeño recorrido y lo humedecen con sus flujos. El objeto empieza a perderse centímetro a centímetro engullido por tu ardiente y palpitante tesoro, hasta quedar totalmente enterrado en él. Mi mano retoma la actividad y agita con firmeza el palo que se me ha formado entre las piernas. Los testículos acompañan con su mecida cada sacudida que recibe mi venoso pene.

Sacas el dildo casi en su totalidad y lo empujas de nuevo hacia dentro, repitiendo la acción una vez, otra y una tercera. A la cuarta el color morado del juguete sale cubierto por una espesa, blanca y pringosa capa de flujo, que también sobresale de tu coño y ensucia sus labios.

Un intenso y penetrante aroma a sexo invade la habitación y se potencia con el olor de la humedad que se extiende por mi mano y por toda la piel de mi falo. Del agujerito que perfora mi glande brotan sin cesar burbujas de líquido preseminal arrastradas rápidamente por la yema de mis dedos. Aceleras tus movimientos y en cada invasión del dildo en tu coño se escucha un celestial chapoteo, como cuando un niño se baña en el océano. Eso es exactamente tu sexo en ese instante: un mar bravío, desatado y enfurecido, en el que el juguete se abre paso cada vez más enérgicamente.


Tu cuerpo y el mío se empapan de sudor por la excitación y el esfuerzo. Mis bolas se endurecen y gimo de placer dándole vehementes arreones de arriba a abajo a mi maciza polla. Agarras tus tetas con las manos, las envuelves, las sobas, las aprietas ferozmente, mientras que con el talón del pie derecho, cubierto por la media negra, no paras de empujar hacia dentro el dildo. Al verte hacer esto, siento varias contracciones en mi abdomen: me tienes a punto de estallar. Vuelves a tomar el extremo del juguete con la mano y te machacas, indomable, el coño hasta que, en medio de gritos de gozo, una furibunda cascada mana violentamente de tu raja, empapando por completo las sábanas de la cama y mojando tus medias. A la vez que tú te meas de placer, mi polla revienta y, como un volcán en plena erupción, expulsa a chorros toda la lava blanca acumulada que aterriza de golpe sobre tus muslos, sobre tu coño y sobre tus tetas, cubriéndolas de caliente nieve líquida. 

3 de febrero de 2016

EL MONITOR DEPORTIVO

                                              EL MONITOR DEPORTIVO


A base de tanto insistir, al final mi vecina madura se salió con las suyas. Llevaba semanas dándome la lata con el hecho de que quería empezar a ponerse en forma y a recuperar un poco la figura que había perdido tras los excesos navideños. Sabía que yo practicaba deporte, pues me había visto muchas veces por las escaleras del bloque cuando iba a correr o cuando regresaba de hacerlo.

Un sábado por la mañana que yo volvía a casa tras una hora de carrera por el parque, coincidió conmigo en la entrada del bloque y se puso pesada de nuevo con su afán por empezar con el ejercicio. Me lanzó varias indirectas de que si yo no conocería a alguien que pudiera ayudarla y enseñarle algún programa de rutina deportiva que le viniese bien, que no podía permitirse el lujo de pagarle a un preparador personal profesional que fuera a su casa....Me pilló en un momento débil y eso, junto con el deseo de quitármela de encima y de poder darme una ducha, hizo que me ofreciera a ir a su casa para mostrarle algunos ejercicios y prepararle algún plan de entrenamiento. Quedé con ella para el lunes siguiente por la tarde a las ocho. Me percaté de que, mientras habíamos estado hablando, Luna, que así se llamaba mi vecina, me había mirado varias veces la entrepierna sin ningún tipo de pudor observando así mi paquete, que se ocultaba sin ropa interior bajo unas ceñidas mallas grises de atletismo y empapadas de sudor.

Unas horas más tarde sonó el timbre de la puerta de casa. Era Luna: había ido a un centro comercial para comprar ropa deportiva y quería mostrármela para saber si era adecuada, pues ella no entendía de ese tipo de prendas. Había adquirido dos equipaciones: un top y unas mallas largas negras y otras del mismo modelo pero en rosa. Me dijo que se las había probado y que creía que le quedaban bien, que se había fijado en las que yo usaba para correr y que le quedaban igual de ceñidas que a mí. Le di mi aprobación y le comenté que esas prendas le servirían perfectamente. Me dio las gracias y se marchó a su casa no sin antes recordarme nuestra cita del lunes.

A la hora fijada de ese lunes llamé a la puerta de mi vecina. Había dudado si ponerme un pantalón deportivo más amplio, ya que recordé las miradas de la mujer a mi entrepierna. Pero al final opté por usar las mismas mallas del sábado: cuando me estaba poniendo la ropa de deporte, empecé a excitarme precisamente por recordar la forma en que me miró Luna. Jamás me había sentido atraído por ella, ni siquiera me había llamado la atención físicamente, sin embargo el hecho de que se fijase de aquella manera en mi bulto, hizo que me calentase. Tengo que reconocer que comencé a imaginarme cómo le quedarían puestas aquellas prendas que me mostró y que, al pensarlo, mi temperatura interior subió de golpe. Luna me abrió la puerta y, tras saludarme, me hizo pasar. Llevaba el conjunto rosa y le quedaba increíble: el top le cubría sólo hasta la mitad de su torso. Siempre la había visto vestida con ropa amplia y hasta aquel día no me di cuenta de las dos grandes tetas que tenía mi vecina.

Estaban aprisionadas bajo aquel ceñido top que dejaba ver un generoso escote. Los dos pezones de la mujer, marcados con nitidez, parecían querer abrirse paso a través del tejido y encontrar así una escapatoria. Mientras seguía a Luna hasta la habitación a la que me conducía, me deleité observando su rotundo trasero envuelto en aquella licra rosa. La forma preciosa de las dos nalgas se dibujaba a través de las mallas y la raja del culo se marcaba a la perfección y se tragaba con el caminar parte de la prenda. Sin darme cuenta me empalmé y mi polla se endureció casi por completo.

Llegamos a la habitación y me sorprendió que hubiese allí varios aparatos de ejercicios: una bicicleta estática, una cinta de correr y un banco de abdominales. Luna me dijo que eran de su ex marido, pero que ella nunca los había usado hasta el momento. No quería que la mujer se percatara de mi estado de excitación, así que intentaba colocar con disimulo mis manos delante de mi entrepierna para taparla. Pero fue un grave error: mi vecina se dio cuenta de que mi postura no era nada natural y empezó a sospechar el motivo de esa posición de las manos. Me pidió amablemente que, ahora que ya sabía los aparatos de los que disponía, le intentara preparar una especie de planificación de ejercicios para poder llevarlo a cabo durante la semana y que le mostrase de forma práctica algunos de esos ejercicios. Me extendió entonces una especie de bloc de notas y un bolígrafo para que le anotase tranquilamente dicha planificación y no me quedó más remedio que apartar las manos de mi entrepierna. Inmediatamente la mujer me la miró y vi los ojos y la expresión de asombro que puso al comprobar mi estado de excitación. Luego esbozó una ligera sonrisa de satisfacción y se acercó un poco más a mí. Contemplé cómo la raja de su coño y sus dos labios vaginales se le marcaban en la parte delantera de las mallas. Nervioso, escribí como pude el plan de entrenamiento para la mujer, mientras observaba de reojo cómo ella no perdía detalle de cómo mi miembro terminaba definitivamente de empalmarse en su máxima plenitud. Le entregué el bloc y me dispuse a mostrarle cómo debía usar la bicicleta estática.

Me senté sobre el sillín y, mientras le decía la postura que debía mantener sobre la bici, la altura a la que debería poner el sillín y algunos consejos más, comencé a pedalear para demostrárselo. Luna estaba situada delante de mí y observaba con mucha atención. Pero no precisamente lo referido a la posición sobre el aparato: lo que miraba sin apartar los ojos era el movimiento de mi tiesa y maciza verga con cada una de las pedaladas. Observé cómo se mordía los labios de placer y, al bajar mi mirada a su entrepierna, comprobé que un pequeño cerco de humedad mojaba las mallas. Mi vecina se encontraba igual o más excitada que yo.

Sin mediar palabra se acercó lentamente a mí, mirándome fijamente a los ojos. No tardé en sentir su mano acariciando mi paquete sobre mi prenda deportiva. Luna trataba de envolver con la mano mis bolas y mi polla pero le resultaba imposible por la longitud que había adquirido ésta. Me apresuré a quitarle el top y a dejar al aire aquellas dos preciosas y grandes tetas con unos pezones marrones muy oscuros, que sobresalían tremendamente de las aureolas de idéntico tono marrón. Mientras la mujer introducía su mano dentro de mis mallas en busca de mi polla, yo comencé a masajearle y a sobarle con todas mis ganas los tremendos senos. Ella no tardó en hallar mi erguido miembro y en empezar a agitarlo. Me levanté de la bicicleta y Luna me bajó bruscamente las mallas hasta los tobillos. Blandía mi tieso rabo en su mano como un trofeo de guerra, con el rosado glande ya fuera y mojado. La mancha de humedad en la entrepierna de mi vecina se había extendido, abarcando ya toda la zona de su coño.

Totalmente fuera de mí, le quité a la mujer las zapatillas deportivas y de un fuerte tirón le bajé las mallas hasta sacárselas por los pies. Hice que se reclinase y que apoyase los brazos sobre el sillín de la bicicleta, poniéndose con el culo en pompa. Le separé un poco las piernas y ante mí apareció una perfecta vista trasera del sexo de la mujer con aquellos dos carnosos y goteantes labios vaginales. Rocé con la punta de mi pene las nalgas blancas de mi vecina y la raja del culo, y fui dirigiendo mi pene pausadamente hasta la entrada del coño. De una certera y seca embestida le clavé dentro todo mi falo, provocando un enorme gemido en la mujer. Ya no paré. Impulsándome con mis caderas y con el culo, comencé a bombear dentro de aquel caliente y maduro sexo que destilaba continuamente gotas de flujo que chorreaban por los muslos de Luna. Con mis manos apretándole las tetas, aceleré todavía más, metiendo y sacando mi polla una y otra vez a una velocidad endiablada y provocando que en la habitación retumbasen los gemidos de Luna y míos entremezclados. Tras cuatro vehementes embestidas más, Luna explotó de placer alcanzando el orgasmo y haciéndome sentir todo su temblor. Yo aguanté unos instantes más hasta que de la punta de mi polla salieron disparados varios chorros de leche caliente que inundaron el coño de mi vecina hasta hacerlo rebosar.

Aquella tarde terminé de enseñarle los restantes ejercicios a Luna ya en una sesión de deporte nudista que comenzaría a repetirse tres tardes a la semana: lunes, miércoles y sábados.