Aquel
sábado amaneció soleado. Desperté temprano, pues antes de ir por
la noche a la fiesta de Priscila tenía en mente realizar varias
cosas, entre ellas comprar el regalo de cumpleaños para mi amiga.
Como es un mujer a la que le gustan las sorpresas y a la que conozco
desde hace años y con la que tengo mucha confianza, decidí hacerle
un regalo un tanto especial.
La
cena de la noche anterior había transcurrido con normalidad y opté
por darle una breve “tregua” a mi hijo tras lo sucedido cuando
nos probábamos los disfraces. El bizcocho de doña Luisa resultó
estar delicioso y Sandro y yo dimos buena cuenta de él.
Al
abrir los ojos me noté un tanto pesada por la cena. Desde la cama
miré a mi alrededor y contemplé el pequeño desorden que reinaba en
el dormitorio: esparcidas por el suelo se encontraban todavía las
prendas íntimas que había usado la noche anterior para hacerme las
fotos que mi hijo me había solicitado. La sesión de autofotos había
resultado muy excitante y ya estaba impaciente por saber qué
opinaría mi hijo. Aún no se las había mandado, así que cogí el
móvil y las adjunté en un email en el que escribí únicamente:
“Espero que sean de tu agrado. Disfrútalas y goza de una buena
paja...o de todas las que quieras”. Acto seguido decidí levantarme
ya. No podía permanecer más tiempo en la cama. Me vestí, desayuné
y me puse con las diferentes tareas que tenía previstas. Sandro
todavía dormía: no era habitual que se quedara hasta tan tarde en
la cama, pero supuse que habría tenido una noche “movidita”.
Justo
cuando me disponía a salir de casa para comprarle el regalo a
Priscila, mi hijo despertó. Lo saludé y le comenté que iba a salir
y que estaría de vuelta a la hora de comer.
Pensando
en si ya habría visto mis fotos, abandoné la vivienda y me dirigí
al sexshop. En efecto, ése era el lugar elegido para adquirir el
regalo de mi amiga. Estaba segura de que un juguete erótico la
dejaría totalmente sorprendida y, a la vez, le agradaría y le daría
bastante uso.
Accedí
al establecimiento y me encaminé directa a la zona de juguetes
eróticos para mujeres. Había un par de clientes en el local, pero
el ambiente era tranquilo. La gama y el colorido de los objetos que
fueron apareciendo ante mi vista eran enormes. Estuve echando un
vistazo a todo lo que allí se encontraba expuesto y me di cuenta de
que existían cosas que jamás hubiese pensado que se pudiesen
fabricar . Sin embargo, ya llevaba más o menos claro lo que le iba a
regalar a Priscila: un dildo que simulase a la perfección una polla.
Encontré varios de diferentes tamaños, pero me decanté por uno de
color azul marino, de unos 18 cm de largo y de bastante grosor. No le
faltaba ningún detalle: los pliegues de la piel, las venas, el
pellejo del prepucio y el glande fuera...
Evidentemente
el hecho de verme rodeada de tantos dildos, vibradores, balas y demás
objetos provocó que me fuese excitando. Sabía que, si seguía allí
más tiempo, la excitación aumentaría y no estaba segura de poder
controlar, entonces, mis impulsos. Cuando estaba ya a punto de
alejarme de los juguetes eróticos y de dirigirme a la caja para
pagar la compra, me fijé en las bolas chinas. De dos y tres esferas,
rojas, rosas, negras...Pero las que más despertaron mi interés
fueron unas destinadas a ser introducidas en el ano. Eran cinco bolas
en total, metidas en una tira que acababa en una anilla. Las bolas
estaban dispuestas de menor a mayor tamaño y eran de color verde
fosforito. Cogí la caja y eché mi imaginación a volar. Esas bolas
tenían que ser seguro muy placenteras y me acordé de lo sucedido en
el gimnasio el día anterior. No pude resistirme y opté por darme un
pequeño capricho y comprarlas.
Con
el dildo para mi amiga y con las bolas anales me acerqué hasta la
caja. Justo en el momento en que abrí el bolso para sacar el dinero
y pagar las compras, sonó el aviso de la llegada de un correo
electrónico: me lo enviaba Sandro y llevaba como asunto: “Tus
fotos”.
Le
pedí al dependiente que esperase un momento para cobrarme y empecé
a leer el correo:
“Antes
de hablarte de tus fotos, me gustaría contarte las últimas
novedades acontecidas entre mi madre y yo. Casi me estoy volviendo
loco. ¿Sabes lo que es estar pensando en sexo las 24 horas del día?
Pues eso es lo que me ocurre a mí: no puedo parar de pensar en lo
mismo, en mi madre, en tener la posibilidad algún día de follar con
ella. No sé si esa especie de locura que se ha apoderado de mí es
la que me está llevando a creer o a interpretar que mi progenitora
se me está insinuando. Hoy vamos a ir a una fiesta de disfraces y
ella se vestirá de enfermera. ¡No te imaginas el modelito que se ha
comprado! Casi no deja nada a la imaginación. Pero eso no es todo: a
mí me ha comprado un disfraz de superhéroe, de esos que quedan
ceñidos. Me obligó a probármelo delante de ella y no paraba de
mirarme el paquete. Incluso, me aconsejó que no usara ropa interior
debajo.
Yo
también jugué mis cartas y conseguí que se probase su disfraz ante
mis ojos. Ver esa bata tan corta y escueta, las medias, las
bragas.....Me empalmé como un bestia y ella no paraba de sonreír y
de hacer posturas sensuales. Hasta me permitió que le tomase unas
fotos después de que mi ella hiciera lo mismo conmigo. Ya te puedes
imaginar lo que hice luego en mi habitación: me desnudé por
completo, saqué las bragas sucias que le robé en su día a mi madre
y envolví con ellas mi pene para empezar a masturbarme. El roce del
fino tejido de la prenda sobre la piel de mi miembro se sentía
delicioso. Una y otra vez deslizaba la mano sobre mi ya hinchada
verga, arrastrando las bragas que empezaron a humedecerse con el
flujo que bañaba y recubría mi glande. Mientras me agitaba la
polla, empecé a mirar la fotos que le había hecho a mi madre con su
disfraz de enfermera: mi vista se clavó primero en su generoso
escote, luego en su entrepierna para deleitarme con la contemplación
de las bragas. Hice “zoom” y agrandé esa parte de la anatomía.
Con la foto ampliada, observé una mancha de humedad en la zona
delantera de las braguitas: mi madre se había excitado también
durante la sesión de fotos y lo había hecho hasta el punto de mojar
su prenda íntima. Lleno de deseo hacia ella aceleré más y la mano
machacaba sin compasión alguna mi falo.
Sin
apartar ni un instante la vista del móvil, continué jugando con mi
verga: mis huevos se bamboleaban al ritmo marcado por mi mano. Los
sentía ya duros y cargados de leche, ansioso por descargar todo el
esperma y aliviar la presión y el peso acumulados. Mi pene no dejaba
de palpitar, su punta me quemaba por la continua fricción a la que
la estaba sometiendo y eso no hacía más que aumentar el placer.
Noté varias contracciones en el abdomen y un par de sacudidas en los
testículos. Era consciente de que se acercaba el momento de la
eyaculación. Intenté frenar para prolongar un poco más la paja
pero ya era demasiado tarde: tras un último y vehemente arreón
sobre toda la longitud endurecida de mi miembro, no aguanté más y
ni siquiera me dio tiempo a retirar de mi polla la prenda íntima de
mi madre. Mi glande escupió sobre la braguita varios prolongados
chorros de leche blanca y caliente. Me dejé caer en la cama,
mientras aún notaba cómo las últimas y pegajosas gotas de esperma
salían de mi verga y terminaban de convertir las bragas en algo
totalmente empapado y pringoso. Tras unos instantes tumbado, recuperé
el aliento y lo primero que hice luego fue limpiar como pude la
prenda íntima.
Si
la cosa sigue así con mi madre, voy a enloquecer: no sé el tiempo
que voy a resistir más sin buscar la ocasión de abalanzarme a ella
y follármela. Hasta ahora lo estoy consiguiendo con mucha fuerza de
voluntad, pero su actitud no ayuda en nada. Hasta hace poco era algo
más sencillo, pero últimamente parece como si estuviera
“torturándome”. Todo lo que ha ocurrido estos días pasados ha
podido ser coincidencia, no lo niego. Sin embargo, nunca he creído
en casualidades. Tengo un lío enorme en la cabeza: por un lado,
pienso que una madre y una mujer sensata jamás coquetearía así con
su hijo, nunca lo provocaría de esa manera; pero por otra, pienso
también en la posibilidad, por pequeña que sea, de que ella me
desee a mí como yo a ella. Ojalá pudieras aconsejarme: te ofreciste
a ello y ahora no me vendría mal conocer tu opinión al respecto o
recibir algún consejo.
Hace
un rato he recibido tus fotos: son increíbles y superan con creces
lo que hubiese podido imaginar. ¿Sabes? Hoy pensaba intentar tener
una mañana tranquila, tratar de mantenerme sereno y de no pensar en
sexo, pues, después de lo que me dijo mi madre sobre mi disfraz y lo
que ocurrió mientras nos los probábamos, me da la impresión de que
la fiesta de cumpleaños de su amiga será un tanto movidita, al
menos para mí. Pero tus fotos han despertado en mí de nuevo el
deseo sexual y me ha sido imposible cumplir la promesa que me había
hecho. Al verte en lencería y tan provocativa, con esas poses tan
estudiadas y sensuales, al contemplar tu cuerpo prácticamente
desnudo, he liberado mi polla, que se había ido hinchando conforme
contemplaba tus fotos, y he comenzado a masturbarme. Mi madre no está
en casa, ha salido hace unos minutos, de manera que he podido
pajearme a gusto, sin reprimir los jadeos ni los gemidos. Pensé que
la presión y el roce que sentía en mi verga era los que me
provocaban tus propias manos; que tus dedos rozaban mi glande sin
parar; que lo friccionaban y retiraban de él con delicadeza todo el
líquido preseminal, que a modo de pequeñas burbujas blancas manaba
sin cesar del pequeño agujero central. Aceleré la masturbación
imaginando que tus manos soltaban mi miembro para dejarle vía libre
a tu boca, que se abría y engullía toda mi venosa e hinchada polla.
Fantaseé con que me lamías y mordisqueabas las bolas y que con la
lengua empezabas a lamer desde debajo de los huevos lentamente hasta
el glande, recorriendo cada milímetro del pene.
A
la vez que pensaba en todo eso, mi mano agitaba como una loca mi
verga y ejercía una fuerte presión sobre la punta. Con la yema de
uno de mis dedos hice círculos sobre la húmeda y rojiza esfera y el
placer que eso me proporcionaba era infinito. Acerqué el móvil a la
punta de la polla y estallé, salpicando de leche la pantalla del
dispositivo en la que aparecía una de tus fotos, ésa en la que te
cubres el sexo con la mano. Fue una delicia imaginar que había
eyaculado sobre tu cuerpo, que te lo había regado y cubierto de
leche. La pantalla del móvil quedó hecha un desastre, pero ya la he
limpiado, así que mereció la pena.
Ahora
debo ir terminando. Te escribiré y te contaré si pasa algo especial
durante la fiesta de disfraces de esta noche. Buscaré también
tiempo para redactar un nuevo relato: te lo has ganado a pulso con tu
envío fotográfico”.
Con
esas palabras finalizaba Sandro el correo. Indudablemente, al leer
con todo lujo de detalles lo que había hecho con mis fotos, sus
pensamientos y la forma en que se había masturbado y se había
corrido, me calenté muchísimo: ese email fue la puntilla que me
hizo perder el control en aquel momento. Había tardado un par de
minutos en leer el mensaje y, cuando alcé la mirada, me encontré
con que el dependiente del establecimiento aún estaba esperando que
le pagase mis compras. Sumida en las palabras de mi hijo, me había
olvidado por completo de dónde me encontraba. El hombre me estaba
mirando fijamente, tal vez intuyendo a través del gesto de mi rostro
el ardor y la excitación que me invadían. Mi sexo se había
humedecido de forma exagerada y me moría de ganas por tocármelo.
Ansiosa por hacerlo, pagué las compras y, mientras le entregaba el
dinero al dependiente, le pregunté:
- ¿Hay aquí algún probador o aseo?
El
tipo me miró con cara de sorpresa, pues no había comprado nada que
tuviera que probarme.
- Aseo no hay, ni probador tampoco, pues la lencería no se puede probar ni descambiar. No sé lo que pretende ni si le servirá o no, pero hay un pequeño almacén ahí detrás- me respondió, señalándome hacia una puerta.
Le
agradecí su ofrecimiento y lo acepté sin darle mayores
explicaciones. Me dirigí hacia dicha puerta encajada, la empujé,
encendí la luz y entré en el reducido espacio que hacía las veces
de almacén. Estaba un tanto desordenado, con algunas cajas vacías
en el suelo y otras amontonadas en una estantería. Pero con eso me
conformaba: no necesitaba nada más. Intenté, entonces, cerrar la
puerta, pero ésta no se cerraba del todo. Tras un par de intentos
desistí y la deje estar, con una rendija abierta, tal y como estaba
al principio. Saqué de la caja las bolas anales que acababa de
comprar y dejé la cajita sobre la estantería del almacén. Mi
propósito era metérmelas allí mismo e irme a casa con ellas en el
culo. Necesitaba sentir placer en mi cuerpo y qué mejor manera que
aquella de estrenar el juguete erótico adquirido. No resistí ni un
segundo más: me bajé la falda que llevaba y me deshice del tanga
rojo y húmedo, que arrojé al suelo. Sólo me dejé puesta la blusa
y los zapatos. Cogí la caja de las bolas y la abrí. Mis manos
impacientes extrajeron la tira con las esferas verdes. Puse mi culo
en pompa y acerqué a él el juguete, agarrándolo por la anilla. No
tardó la primera bola en rozar el agujero de mi ano. Empujé con
suavidad y la bolita fue penetrando en él de forma deliciosa.
Suspiré de placer y volví a hacer lo mismo con la segunda y tercera
esfera. Comencé, entonces, a tirar levemente de la anilla hacia
fuera y a deslizarla de nuevo hacia dentro. Con cada entrada gemía
de placer y decidí que era el momento de de dar un último impulso
para enterrar el resto de las bolas. Eso hice y las dos últimas
esferas del conjunto quedaron alojadas en mi ano. El gusto que
proporcionaban era enorme. Las mantuve en mi interior unos instantes
sin moverlas, quietas, para sentir mi culo totalmente lleno y
penetrado.
De
repente y en pleno goce, noté cómo alguien me apartaba la mano y
empezaba a tirar de la anilla, sacando las primeras bolas de mi
trasero. Contuve la respiración y giré la cabeza: detrás de mí,
con su polla tiesa e hinchada al aire, se hallaba el maduro y canoso
dependiente del sexshop. Había agarrado con varios dedos la anilla y
tiraba de ella hacia fuera. Antes de que la última esfera saliera,
empezó de nuevo a empujar hacia dentro. No me opuse, no hice nada
para evitarlo: sólo quería sentir placer y no me importaba ni cómo
ni quién me lo proporcionase. El tipo, al ver que tenía vía libre
para seguir actuando, continuó con el mete y saca de las bolas. El
pausado ritmo inicial iba aumentando poco a poco, de forma que la
penetración era cada vez más rápida y enérgica y eso no hacía
más que incrementar mi placer. Jadeaba y gemía ante cada irrupción
de las bolas y mi culo ardía. Enardecida, empecé a desabrocharme la
blusa violeta botón a botón hasta que ésta cayó al suelo, dejando
al descubierto mi torso. Mientras continuaba sintiendo el constante
trasiego de las esferas en mi ano, solté el cierre del sujetador
negro que cubría mis pechos y los dejé al aire. Inmediatamente
comencé a sobarlos con las manos, envolviéndolos y apretándolos
con fuerza. Con la yema de los dedos atrapé ambos pezones y los
friccioné con ganas, antes de tirar de ellos suavemente hacia
delante. Se encontraban ya totalmente erguidos, sobresaliendo varios
centímetros del redondel de las areolas.
El
dependiente proseguía, incansable, metiendo y sacando las bolas
pero, de repente, dio un tirón a la anilla y extrajo todas las
esferas de mi ano.
- ¡Chúpalas, vamos! ¡Saborea lo calientes que están y prueba el aroma de tu propio culo!- me ordenó.
Cogí
las bolas y con la lengua empecé a lamerlas una a una degustando así
el intenso sabor de mi propio ano. Luego me giré para devolvérselas
y, a la vez que el individuo volvía a introducirlas en mi orificio
anal, le agarré la maciza y empalmada polla y empecé a agitársela.
Sentir aquella verga en mi mano me estimuló todavía más y recorrí
varias veces toda la longitud del miembro de arriba a abajo, desde el
ya húmedo glande hasta los testículos. El tipo gemía con cada una
de mis sacudidas e imprimía ya un mayor ritmo al movimiento de
entrada y salida de las bolas. Me estaba llevando a límites
insospechados de excitación pero yo no me quedé atrás y, conforme
él incrementaba la velocidad, mi mano se movía también más
rápida, machacando su duro miembro. Mi mano izquierda, que aún
estaba libre, descendió hasta mi palpitante sexo y se detuvo sobre
él. Empecé a restregarlo, pasando la palma abierta en varias
ocasiones sobre la raja vaginal, oprimiendo los labios y el clítoris.
Poco a poco fui ejerciendo mayor presión y la piel de la mano no
tardó en empaparse de flujo. Mientras tanto y de forma simultánea,
mi mano derecha seguía pajeando al dependiente, que no paraba de
jadear ni de masturbarme el ano con las bolas. Un par de secos y
enérgicos arreones del individuo me llevaron casi hasta el clímax y
noté que estaba a punto de correrme. Introduje un par de dedos en mi
coño y los moví violentamente hacia dentro y hacia fuera. Estaba a
punto de explotar y esa sensación hizo que apretase todavía más la
polla del hombre. La agité con fuerza tres veces más y, de forma
repentina y en medio de los gemidos del dependiente, sentí aterrizar
sobre mis nalgas sudorosas su semen caliente. Éste no detuvo en
ningún momento el empuje de las bolas y, una vez que acabó de
correrse sobre mi culo, dio un par de vehementes arreones que,
rematados con movimientos de mis dedos en mi sexo, me produjeron el
ansiado orgasmo.
Caí,
exhausta, al suelo y permanecí tumbada un par de minutos hasta que
logré recuperar el aliento y parte de mis energías. Ni siquiera
recuerdo en qué momento después de correrme el dependiente extrajo
las bolas de mi culo. Las encontré a mis pies y observé también
cómo el desconocido había recompuesto ya su vestimenta. Me levanté
y cogí el sujetador para ponérmelo. Mientras me lo abrochaba, el
tipo alzó mi tanga del suelo y limpió con él el semen derramado en
mis glúteos. Luego me entregó la prenda totalmente pringosa y me
obligó a ponérmela, sucia y mojada como estaba. Lo hice sin
rechistar y terminé de vestirme, antes de guardar las bolas en su
caja y en la bolsa junto al regalo para mi amiga.
Cuando
me disponía a abandonar el sexshop, el dependiente abrió la caja
registradora y me dijo:
- Toma, aquí tienes el dinero que te había cobrado por tus compras. Hoy invita la casa.
Sonreí
y guardé el dinero en mi bolso y salí del establecimiento rumbo a
casa y con el culo dolorido pero colmado de placer.
En
cuanto llegué a mi vivienda y antes de empezar a preparar la comida,
me di una ducha. Necesitaba relajarme y, además, olía a semen seco.
Sandro no estaba en casa y llegó un rato después de que yo lo
hiciera. Tras degustar ambos la paella que preparé, descansamos un
poco, pues había que reponer fuerzas para la fiesta de Priscila.
Logré conciliar el sueño durante unos minutos, pero al despertar de
la siesta y aún tumbada en la cama, comenzó a entrarme de nuevo ese
cosquilleo de deseo sexual que venía invadiéndome con frecuencia en
los últimos días. Pensé en mi hijo y en las ganas que tenía de
estar con él en la fiesta de mi amiga; le di mil vueltas a lo
ocurrido en el sexshop y volví a excitarme; recordé también todo
lo experimentado tanto con Sandro como con mi forma de comportarme
debido al estado de excitación que mi hijo me había ido provocando:
mis exhibiciones ante él, ante el taxista, ante el tipo de la
cafetería, la forma salvaje en la que el monitor deportivo me folló
el culo....Y, especialmente, seguía pensando en los relatos de
Sandro, en esas historias que tanto me calentaban.
Me
levanté de la cama y encendí el portátil con la esperanza de que
mi hijo hubiese publicado algún relato nuevo en la página, al
margen de los que venían a narrar sus vivencias conmigo. Tuve
suerte: en su perfil aparecía una historia nueva, en la que yo
volvía a ser la protagonista pero en este caso, todo era pura
ficción ideada por la mente calenturienta de Sandro. Me entusiasmó
saber que había vuelto a fantasear conmigo, ya que tendría la
posibilidad de leer algo completamente nuevo. Sin embargo, opté por
dejar el texto reservado para otra ocasión, pues deseaba conservar y
reservar todas las fuerzas y el ansia sexual para la fiesta.
Al
fin llegó el momento de prepararnos para asistir a la celebración
del cumpleaños de Priscila. Se nos presentaban dos opciones para
acudir a su domicilio: o salir ya disfrazados de casa o pedirle a
Priscila que nos dejara disfrazarnos en la suya. Tanto mi vástago
como yo consideramos esta segunda opción como la más lógica, ya
que de la otra forma iríamos por la calle dando el “cante”.
Llamé a mi amiga para hacerle la petición pero me respondió que
no, que nada de disfrazarse en su casa, que de eso se trataba
también: de ver cómo nos las apañábamos para llegar disfrazados.
Entre risas y bromeando con esa circunstancia, mi amiga me colgó el
teléfono. No nos quedaba más remedio que salir ya de casa con el
disfraz puesto.
Sandro
cogió de la bolsa su disfraz y se dirigió a su habitación. Yo me
metí en la mía y puse el atuendo de enfermera sobre la cama. Allí
quedaron ante mi vista la bata blanca y las medias a juego. Abrí el
cajón de la ropa interior y busqué un sujetador blanco de encaje.
Una vez que lo encontré, lo coloqué en la cama justo al resto de
prendas. Posteriormente tomé también unas braguitas blancas que
completaban el conjunto de lencería: finas, suaves al tacto, de
encaje por delante y transparentes por detrás. Las dejé caer sobre
la cama y me desnudé por completo.
- Ahora nada de tocamientos, aunque lo desees, pero nada de eso ahora- repetí para mí varias veces, intentando cumplir con lo planeado de reservar todo el vigor para la fiesta.
Me
percaté, entonces, de que el vello púbico de mi sexo había crecido
un poco, por lo que cogí mi pequeña pero eficiente maquinilla de
depilación y, tras dar varias pasadas, dejé mi pubis y mi sexo
completamente rasurados. Cuando me apliqué una ligera capa de crema
hidratante sobre la zona, rozando inevitablemente los labios
vaginales, se me escapó un suspiro de placer que no hizo más que
anunciar el grado de excitación que ya se acumulaba de nuevo en mí.
No sé cómo pude resistir sin tocarme, pero lo logré a duras penas.
Me puse las braguitas y luego el sujetador. Luciendo ya el conjunto
de lencería me miré en el espejo, de frente y de perfil: estaba
imponente, jamás antes me había visto tan sensual o, al menos, ya
no lo recordaba. A continuación cubrí mi pierna derecha con la
media y luego hice lo propio con la izquierda. Ambas quedaron con un
aspecto envidiable. Me puse la bata y dejé sin abrochar el último
botón: el ya de por sí generoso escote se ampliaba de esa forma
todavía más y dejaba al descubierto buena parte del canalillo y el
inicio del sujetador blanco.
Por
último, me calcé unos zapatos rojos de tacón y dediqué unos
minutos a maquillarme. Antes de salir de la habitación, me volví a
a mirar de arriba a abajo en el espejo para darme el definitivo visto
bueno. Cuando comprobé que estaba todavía más sensual de lo que
había imaginado, cogí mi bolso y el regalo de cumpleaños de
Priscila y abandoné el dormitorio. Una vez que llegué al salón,
Sandro estaba ya esperándome. Los ojos de mi hijo recorrieron mi
cuerpo despacio, de arriba a abajo, desde la cabeza a los pies. Yo lo
observé con detenimiento antes de clavar mi mirada en el bulto que
el ceñido disfraz de superhéroe le hacía en la entrepierna. No
había que ser adivina para saber que había seguido mi consejo de no
usar bóxer debajo del disfraz: la redondez de sus testículos se le
marcaban a la perfección, al igual que la silueta de su pene. Lo
tenía en reposo pero, en cuanto mi hijo se percató de que le estaba
mirando el paquete, su miembro se puso semierecto.
- Estás espectacular, mamá- comentó Sandro, rompiendo así el silencio de la situación.
- ¡Pues anda que tú! ¡A ver si te voy a tener que dejar aquí! Ya sabes cómo son Priscila y algunas de sus amiga, que ven a un tío buenorro y se desmadran por completo- exclamé riéndome.
Luego
me acerqué a mi hijo y le dije:
- Anda, vámonos que, si no, se nos echará el tiempo encima. ¡A mover ese culito!
Mientras
pronunciaba estas palabras, aproveché para pellizcarle cariñosamente
la nalga derecha y pude sentir entre mis dedos la dureza del glúteo
de Sandro, cubierto por la excitante textura suave de la licra del
disfraz.
Al
salir a la calle, juré vengarme de Priscila en cuanto pudiera por
hacernos llegar hasta su casa disfrazados. No vivía muy lejos, sólo
a un par de calles de distancia, por lo que fuimos caminando.
Evidentemente, durante el breve trayecto a pie los viandantes con los
que nos cruzamos nos miraban alucinados: no todos los días ve uno
por la calle a un superhéroe y a una enfermera. De manera que decidí
reservarme alguna revancha contra mi amiga por la vergüenza que me
había hecho pasar.
Pero
no todo fueron risas por parte de los demás: las miradas a mi escote
y a mis piernas de varios hombres eran la prueba evidente de lo
acertado y sexy de mi disfraz. Cuando al fin llegamos a la vivienda
de Priscila y nos abrió la puerta, me quedé de piedra: apareció
disfrazada de policía, sin faltarle ni un solo detalle: gorra,
placa, porra.....Me di cuenta de que tendría una dura rival en
cuanto al disfraz más sensual.
Mi
hijo y yo la saludamos efusivamente y la felicitamos por su
cumpleaños. Después de examinarnos de arriba a abajo, se quedó
sorprendida por los buenos disfraces que lucíamos y vi perfectamente
cómo mantuvo durante unos instantes la mirada clavada en el bulto
que se apreciaba en la entrepierna de Sandro. Él tampoco se cortó
mucho y se deleitó pasando revista al escote y a los pechos de
Priscila. Jamás la había mirado así, con esa cara de deseo, pero
era evidente que mi hijo tenía las hormonas totalmente
revolucionadas y que estaba con el ardor sexual a flor de piel.
Pasamos
al interior de la vivienda, donde ya se encontraba la práctica
totalidad de los invitados. La variedad de disfraces era grande,
especialmente entre las féminas, ya que los hombre estaban
encasillados en tener que emular a superhéroes en cuanto a la
vestimenta. Había mujeres disfrazadas de azafatas de vuelo, otras de
profesoras, de colegialas, de soldados....De todo podía verse en el
amplio salón de la casa, donde la música ya sonaba a través del
potente equipo de sonido instalado. Eché un vistazo a los hombres,
todos ellos en sus ajustadas vestimentas de superhéroes: algunos
daban un poco de risa, pues cualquier parecido con la realidad era
una quimera, en especial por el físico descuidado. Otros no estaban
nada mal y presentaban un interesante paquete, pero ninguno le hacía
sombra a Sandro, cuyo culo marcado en la licra empezaba a atrae
miradas femeninas.
Pronto
empezamos a degustar la comida y las tapas que Priscila había
preparado. Algunos asistentes habían contribuido llevando botellas
de vino, de cerveza, de champán y de todo tipo de licores. Yo
también aporté una botella de buen vino de Rioja. Conforme la
fiesta iba desarrollándose, el alcohol ingerido iba causando los
primeros estragos: algunos de los presentes comenzaron a mostrarse
más desinhibidos, bromistas y expresivos de lo normal y, cuando
terminamos de cenar y llegó el momento del baile, protagonizaron
escenas bastantes subidas de tono.
A
Priscila se le ocurrió entonces hacer una especie de concurso para
la elección del mejor disfraz, tanto masculino como femenino: nos
entregó unas hojas en blanco para que cada uno votase al respecto.
Luego recogió las hojas e hizo el recuento de votos. Antes de
comunicar los ganadores, dejó claro que los elegidos tendrían que
protagonizar un baile al ritmo de una canción que ella misma había
seleccionado. Cuando pronunció el nombre de mi hijo como vencedor en
la categoría masculina, el corazón se me encogió: conocía de
sobra a Priscila y sabía que el baile ideado no sería un baile
“inocente”. Estaba convencida de que había programado un pequeño
espectáculo subidito de tono a través del baile. Durante los
segundos que tardó en comunicar la ganadora femenina, deseé con
todas mis fuerzas escuchar mi nombre: no quería tener que pasar por
el trago de tener que ver a Sandro bailando muy arrimado a
cualquiera de las otras mujeres, ni a la propia Priscila. Lo quería
pegado a mí, sería la excusa ideal para poder rozarme con él y
sentir su cuerpo pegado al mío.
Por
fin Priscila dio a conocer a la vencedora:
- El premio al mejor disfraz femenino es para el de la sensual y ardiente enfermera. ¡Enhorabuena!
Di
un respingo de alegría y, entre aplausos, tuve que pasar al centro
del salón, donde se encontraba la improvisada pista de baile.
- ¡Vaya! Resulta que tenemos como ganadores a madre e hijo. Y yo que tenía preparado un baile cargado de erotismo. ¿Ahora qué hacemos? ¿Cambiamos el plan?- preguntó mi amiga al resto de asistentes.
Éstos,
con sus copas y vasos de bebida en la mano, negaron con la cabeza.
- ¡Adelante con lo programado!
- ¡Sí! ¡Que bailen juntos!
- ¡Nada de cambios!
Todas
estas exclamaciones se oyeron en medio de un enorme jolgorio y
griterío. Priscila, mientras, se acercó al reproductor de música
para poner la canción con la que Sandro y yo debíamos bailar. Todos
aguardaban impacientes escuchar los sones de la canción elegida. De
repente, comenzó a sonar la melodía de la Lambada, canción ya de
hacía unos años, pero cargada de altas dosis de sensualidad y de
erotismo. Yo la había bailado alguna que otra vez y comencé a mover
el cuerpo, pero mi hijo, que no conocía la canción, no sabía cómo
hacerlo.
- ¡Pero qué sosos! ¡Vamos, bien pegaditos! ¡Hay que bailarla como Dios manda!- exclamó Priscila, antes de parar la música.
Esperó
a que Sandro y yo juntásemos nuestros cuerpos. Inmediatamente mis
pechos se pegaron al torso de mi hijo y sentí también estrujado
contra mi anatomía el bulto que Sandro tenía en la entrepierna. Los
dos nos miramos a los ojos sin decirnos nada y la música comenzó de
nuevo a sonar desde el principio.
Aquel
baile que acababa de comenzar, aquella ocurrencia de mi amiga, iba a
traer consigo algo totalmente inesperado.
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