13 de noviembre de 2016

DON SERVANDO, EL PERVERTIDO

Don Servando, hombre mayor y ya de vuelta de todo en la vida, esperaba a diario con especial atención e impaciencia un momento concreto: la hora de la tarde, antes de que empezara a anochecer, en que sus tres vecinas de enfrente se asomaban a tender la ropa por la ventana que da al patio interior del edificio. Unas veces era Maica quien se encargaba de esa tarea; otras, Lucrecia; a veces, Brigitte. Al viejo don Servando le daba igual cuál de las tres jóvenes universitarias lo hiciera: con cualquiera de ellas se le caía la baba admirando su juvenil hermosura, aunque, puestos a elegir, prefería la exuberante y racial belleza morena de Brigitte.

En cuanto el hombre oía el ruido de los rieles, acudía al lavadero para coincidir con la estudiante correspondiente. Para disimular, tendía él también algunas prendas. Las chicas lo saludaban con educación y con el paso de las semanas empezaron a intercambiar algunas palabras más durante la tarea de la ropa. A menudo los ojos de don Servando se clavaban en el siempre generoso escote de las jóvenes, mientras éstas se inclinaban en la ventana para colgar las prendas en los cordeles. En alguna que otra ocasión Maica había aparecido vestida con un camisón ancho y, sin darse cuenta, había dejado a la vista del viejo, a través del escote, sus medianos pechos desnudos.

Pero lo que más atraía realmente a don Servando era algo muy específico y morboso: la ropa interior de las chicas. Gozaba y se excitaba viendo esas coloridas, diminutas y sensuales prendas colgadas: braguitas, sujetadores, medias, tangas de hilo y de triángulo...



Su polla se le levantaba al contemplar ese espectáculo cromático e imaginando a las estudiantes con esas ropitas puestas.

Lo que las jóvenes no sabían era que su vecino, durante la noche, cogía de los cordeles la braguita o el tanga más llamativo de los tendidos y se masturbaba enrollando la prenda a su verga. En efecto, de forma cuidadosa y silenciosa y bien entrada la noche para asegurarse de que las chicas dormían, don Servando se apoderaba de un tanga, se dirigía a su habitación y se quitaba el pijama. Envolvía la prenda en su miembro y empezaba a pajearse. Lentamente el viejo deslizaba su mano y con ella el tanguita sobre la venosa superficie de su pene tieso. El roce del suave y fino tejido le proporcionaba un placer extra. Aceleraba luego sus movimientos manuales a la vez que pensaba en cada una de las universitarias. Cerraba los ojos y visualizaba mentalmente los senos de Maica redondos y firmes y el color oscuro de los pezones, la angelical y dulce cara de Brigitte, las macizas nalgas de Lucrecia...Notaba cómo el glande se le humedecía, mojando ligeramente el tanga y dejando impregnado en él el intenso aroma de su hinchado y erguido falo.
Mientras daba un último arreón y sus testículos se balanceaban al compás del ritmo marcado por la mano, jugaba a adivinar a cuál de las estudiantes le pertenecería el tanga robado por unos minutos. Se machacaba con fuerza un par de veces más la polla y varios gemidos anunciaban siempre el momento de la corrida del hombre que, justo antes de eyacular, tiraba al suelo el tanga para no dejarlo completamente pringado de leche. Segundos más tarde del agujero del glande manaban varios chorros de semen blancuzco y caliente que caían sobre el suelo del dormitorio.
Cuando la última gota de esperma aterrizaba sobre el piso, cogía el tanga del suelo, lo acercaba a su nariz y disfrutaba oliendo el aroma que su nabo había dejado en el tejido de la prenda íntima. Porque justo eso era lo que más morbo le daba: volver a tender el tanga sabiendo que su dueña se lo pondría, sin percatarse de que había sido usado, y fantasear con el momento en que la parte del forrito interno rozada por su glande entrase en contacto con el coño de la chica. Ése era su ritual diario.

Fueron pasando las jornadas y don Servando continuaba con su habitual costumbre cleptómana y masturbatoria. Una mañana el viejo regresó a casa después de comprar el pan y el periódico ABC, que llevaba bajo el brazo. Abrió el buzón y descubrió un gran sobre rosa junto con varias cartas comerciales. En el sobre rosa se podía leer: “Para don Servando” y no llevaba remite. Intrigado, el hombre lo abrió en el mismo rellano de la escalera y se le cortó la respiración al ver dentro tres diminutos tangas y una nota de papel, en la que decía:
  • El rojo es de Maica; el negro, de Lucrecia y el blanco es el mío, Brigitte, que sé de sobra que soy tu favorita. Los tres están sin lavar para que te deleites con el aroma de nuestros coños: así no tendrás que esperar hasta altas horas de la noche para tomarlos del cordel estando, además, limpios. No es bueno que un señor mayor se pase las noches en vela.

Desde aquel día y al menos una vez al mes, las estudiantes colmaban los instintos sexuales más bajos de don Servando dejándole en su buzón un sobre rosa con tres tangas. 

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