Don
Servando, hombre mayor y ya de vuelta de todo en la vida, esperaba a
diario con especial atención e impaciencia un momento concreto: la
hora de la tarde, antes de que empezara a anochecer, en que sus tres vecinas de enfrente se
asomaban a tender la ropa por la ventana que da al patio interior del
edificio. Unas veces era Maica quien se encargaba de esa tarea;
otras, Lucrecia; a veces, Brigitte. Al viejo don Servando le daba
igual cuál de las tres jóvenes universitarias lo hiciera: con
cualquiera de ellas se le caía la baba admirando su juvenil
hermosura, aunque, puestos a elegir, prefería la exuberante y racial
belleza morena de Brigitte.
En
cuanto el hombre oía el ruido de los rieles, acudía al lavadero
para coincidir con la estudiante correspondiente. Para disimular,
tendía él también algunas prendas. Las chicas lo saludaban con
educación y con el paso de las semanas empezaron a intercambiar
algunas palabras más durante la tarea de la ropa. A menudo los ojos
de don Servando se clavaban en el siempre generoso escote de las
jóvenes, mientras éstas se inclinaban en la ventana para colgar las
prendas en los cordeles. En alguna que otra ocasión Maica había
aparecido vestida con un camisón ancho y, sin darse cuenta, había
dejado a la vista del viejo, a través del escote, sus medianos
pechos desnudos.
Pero
lo que más atraía realmente a don Servando era algo muy específico
y morboso: la ropa interior de las chicas. Gozaba y se excitaba
viendo esas coloridas, diminutas y sensuales prendas colgadas:
braguitas, sujetadores, medias, tangas de hilo y de triángulo...
Su
polla se le levantaba al contemplar ese espectáculo cromático e
imaginando a las estudiantes con esas ropitas puestas.
Lo
que las jóvenes no sabían era que su vecino, durante la noche,
cogía de los cordeles la braguita o el tanga más llamativo de los
tendidos y se masturbaba enrollando la prenda a su verga. En efecto,
de forma cuidadosa y silenciosa y bien entrada la noche para
asegurarse de que las chicas dormían, don Servando se apoderaba de
un tanga, se dirigía a su habitación y se quitaba el pijama.
Envolvía la prenda en su miembro y empezaba a pajearse. Lentamente
el viejo deslizaba su mano y con ella el tanguita sobre la venosa
superficie de su pene tieso. El roce del suave y fino tejido le
proporcionaba un placer extra. Aceleraba luego sus movimientos
manuales a la vez que pensaba en cada una de las universitarias.
Cerraba los ojos y visualizaba mentalmente los senos de Maica
redondos y firmes y el color oscuro de los pezones, la angelical y
dulce cara de Brigitte, las macizas nalgas de Lucrecia...Notaba cómo
el glande se le humedecía, mojando ligeramente el tanga y dejando
impregnado en él el intenso aroma de su hinchado y erguido falo.
Mientras
daba un último arreón y sus testículos se balanceaban al compás
del ritmo marcado por la mano, jugaba a adivinar a cuál de las
estudiantes le pertenecería el tanga robado por unos minutos. Se
machacaba con fuerza un par de veces más la polla y varios gemidos
anunciaban siempre el momento de la corrida del hombre que, justo
antes de eyacular, tiraba al suelo el tanga para no dejarlo
completamente pringado de leche. Segundos más tarde del agujero del
glande manaban varios chorros de semen blancuzco y caliente que caían
sobre el suelo del dormitorio.
Cuando
la última gota de esperma aterrizaba sobre el piso, cogía el tanga
del suelo, lo acercaba a su nariz y disfrutaba oliendo el aroma que
su nabo había dejado en el tejido de la prenda íntima. Porque justo
eso era lo que más morbo le daba: volver a tender el tanga sabiendo
que su dueña se lo pondría, sin percatarse de que había sido
usado, y fantasear con el momento en que la parte del forrito interno
rozada por su glande entrase en contacto con el coño de la chica.
Ése era su ritual diario.
Fueron
pasando las jornadas y don Servando continuaba con su habitual
costumbre cleptómana y masturbatoria. Una mañana el viejo regresó
a casa después de comprar el pan y el periódico ABC, que llevaba
bajo el brazo. Abrió el buzón y descubrió un gran sobre rosa junto
con varias cartas comerciales. En el sobre rosa se podía leer: “Para
don Servando” y no llevaba remite. Intrigado, el hombre lo abrió
en el mismo rellano de la escalera y se le cortó la respiración al
ver dentro tres diminutos tangas y una nota de papel, en la que
decía:
- El rojo es de Maica; el negro, de Lucrecia y el blanco es el mío, Brigitte, que sé de sobra que soy tu favorita. Los tres están sin lavar para que te deleites con el aroma de nuestros coños: así no tendrás que esperar hasta altas horas de la noche para tomarlos del cordel estando, además, limpios. No es bueno que un señor mayor se pase las noches en vela.
Desde
aquel día y al menos una vez al mes, las estudiantes colmaban los
instintos sexuales más bajos de don Servando dejándole en su buzón
un sobre rosa con tres tangas.
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