- Una copa más de coñac. La última, lo prometo.
Irene,
completamente borracha, sentada en la parte de atrás del lujoso
vehículo de su amiga Silvia, suplicaba por un poco más de alcohol.
Aún no había tenido suficiente con todo el que había ingerido en
la fiesta de la que acababan de salir. Ahora, dentro de ese coche
gris metalizado que se encontraba estacionado en aquel aparcamiento
público vacío, mendigaba por un trago más. Silvia, también bajo
los efectos del alcohol pero todavía con cierto control sobre sus
actos, observaba de arriba a abajo a Irene, en medio de la oscuridad
de la cálida madrugada veraniega.
- No pienso darte esa copa. ¿Acaso no te has visto? Una mujer decente como tú, toda una señora y mírate: me has hecho parar aquí el coche porque no aguantabas más y has echado una meada kilométrica ahí fuera. No puedes casi ni articular palabra ni mantenerte en pie. Tienes el rimmel corrido, el maquillaje desdibujado y el vestido descolocado y descompuesto. Cualquiera que te viese así pensaría que eres una puta en lugar de una exitosa y acaudalada empresaria- le replicó Silvia, mientras contemplaba el tanga rojo de su amiga, que asomaba nítidamente entre la piernas de ésta, bajo el vestido negro y corto de lentejuelas.
Silvia
jamás se había sentido atraída por una mujer, pero ahora notaba
una sensación extraña: tal vez era culpa del vino, de la ginebra y
del coñac que había bebido, o del calor asfixiante de la noche, o
de ese tanga de encaje del que no podía apartar la mirada y a través
del cual divisaba la fina y cuidada tira de vello púbico sobre la
raja del sexo de su amiga.
Irene,
sin embargo, seguía insistiendo de forma incansable, hasta que trató
de arrebatarle la botella a Silvia.
- ¿Quieres más alcohol, no?- la cara de Irene se iluminó al oír la pregunta pero pronto cambió a gesto de asombro al ver cómo Silvia comenzaba a desabrocharse su blusa azul botón a botón: primero, todo el escote; luego, los duros y firmes pechos desnudos sin sujetador quedaron al descubierto. Silvia abrió la botella, la inclinó un poco sobre su torso y bañó los senos de coñac. El líquido empapó los oscuros y tiesos pezones y resbalaba hacia abajo, llegando al vientre y humedeciendo la cinturilla de la falda negra de la mujer.
- Si quieres beber, tendrás que hacerlo sobre mi piel, lamiéndola con tu lengua para aprovechar el coñac- dijo Silvia.
Irene
sonrió y no lo dudó ni un instante: acercó su rostro al cuerpo de
su amiga, abrió la boca y con la húmeda lengua comenzó a chupar el
coñac en los redondos pechos de Silvia, haciendo círculos,
bordeándolos lentamente para, por fin, continuar hacia la cima de
las tetas y rozar los pezones.
De la boca de Silvia empezaron a
abrirse paso gemidos que se hicieron más intensos en cuanto notó
los labios de su acompañante aprisionando aquellos dos carnosos
botones y al sentir cómo la mano de Irene se metía entre sus muslos
abiertos y avanzaba hacia la entrepierna. Ningún obstáculo encontró
al llegar la meta: no había bragas ni tanga que le impidiese tocar y
acariciar el coño húmedo, palpitante y depilado de Silvia.
Y
así, mientras Irene le comía a su amiga intensamente los pechos,
saboreando el coñac, y le metía varios dedos en el coño
penetrándolo una y otra vez con vehemencia, a escasos metros el
vigilante del aparcamiento se hacía una soberana y, a la postre, muy
lechosa paja contemplando a escondidas el espectáculo lésbico.
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