Llevaba
ya varios meses observando que mi hijo Sandro se pasaba horas y horas
sentado ante su ordenador portátil. Comencé a tener esa percepción
al poco tiempo de separarme de mi esposo. Tras el divorcio, mi
exmarido se marchó a trabajar al extranjero, por lo que me hice
cargo de la custodia de mi hijo prácticamente durante todos los
meses del año, excepto algún que otro periodo vacacional. En un
primer momento me preocupé por la actitud de Sandro: pensé que la
separación le había afectado hasta el punto de encerrarse muchas
horas en su cuarto y no salir apenas.
Al
cabo de varias semanas intenté averiguar en qué invertía todo ese
tiempo ante la pantalla, creyendo que estaba “enganchado” a algún
juego o red social. Entré varias veces en su dormitorio con la
excusa de llevarle algún refresco o de preguntarle algo y me quedé
más tranquila al comprobar que cada una de esas ocasiones en las que
accedía a su habitación estaba escribiendo. No había rastro de
juegos ni de cosas raras en la pantalla, sino de largos textos de los
que no podía concretar el contenido. Me sentí aliviada tras hacer
esa comprobación. Nunca antes lo había visto dedicarse a la
escritura y me pareció un tanto extraño que un chico joven de 17
años hubiese empezado con esa nueva afición de manera tan obsesiva
pero, al menos, era una actividad provechosa y beneficiosa. Los días
seguían pasando y la situación no cambiaba: Sandro llegaba del
instituto, comíamos juntos, se metía en su habitación y ya casi no
lo veía hasta la hora de cenar.
Una
mañana que no tuve que ir a trabajar a la oficina por estar en obras
de reforma, me dediqué a hacer un poco de limpieza en casa y a
reciclar ropa vieja y usada y a llevarla a un contenedor cercano
dispuesto para tales efectos. Tras dejar en orden mi dormitorio, fui
al de mi hijo. Quería aprovechar el hecho de que estuviera en clase
para arreglar el pequeño caos que había en el interior de su
cuarto. Me encontraba limpiando el polvo, cuando se me cayó una caja
azul de cartón duro y de tamaño mediano. Al golpear contra el
suelo, se abrió la tapa y de la caja salieron un cuaderno rojo y un
pendrive del mismo color. Fui a introducirlos de nuevo en la caja
pero la curiosidad me invadió y me empujó a pasar la cubierta del
cuaderno y llegar a la primera página. Me quedé paralizada al leer
en letras mayúsculas: “MASTURBÁNDOME CON EL TANGA DE MI MADRE”.
De
pronto, mi corazón se aceleró y, tras unos segundos de dudas y de
incredulidad ante lo que acababa de ver, empecé a leer lo que
parecía un relato erótico. Conocía de sobra la letra a mano de mi
hijo y sabía que aquello que estaba leyendo estaba escrito de su
puño y letra. En ese texto Sandro narraba y describía con todo lujo
de detalles cómo se había hecho una paja con un tanga de su propia
madre hasta correrse a chorros. No era un relato demasiado extenso
pero el erotismo y el alto grado de pornografía que contenía le
daban un elevado nivel de intensidad. Al acabar la lectura, me sentía
desconcertada: me entró la duda de si lo contado por mi hijo era
fruto de su imaginación o era algo real, que él había
experimentado. Fuera como fuese, una cosa estaba bien clara: Sandro
fantaseaba conmigo.
Me
encontraba sumida en esos pensamientos, cuando de repente sentí que
las braguitas azules que llevaba puestas se me habían mojado: el
relato de mi hijo había provocado que me excitase hasta el punto de
empapar la prenda con mis flujos. Debo reconocer que me avergoncé y
me sentí culpable al notar dicha humedad en mi ropa íntima y cerré
de inmediato el cuaderno enfadada conmigo misma. Fui a meterlo en la
caja junto con el lápiz de memoria y fue entonces cuando me percaté
de que dentro había un pequeña bolsa de plástico blanca y
semitransparente. Se apreciaba con nitidez que en su interior había
algo rojo. Al observarlo mejor, me di cuenta de que se trataba de un
tanga mío rojo al que hacía ya tiempo que daba por perdido,
creyendo que se me habría caído por el patio interior de la
comunidad de vecinos mientras tendía la ropa.
No
daba crédito cuando extraje el tanga de la bolsa y confirmé que era
el mío: Sandro se había apoderado de él y lo había escondido
allí.
Recordé
el relato que acababa de leer y comencé a considerar seriamente la
opción de que lo que mi hijo había escrito no era algo ficticio,
sino real. Justo en ese instante comencé a percibir un olor intenso.
Acerqué el tanga a mi nariz y el olor que de él manaba me hizo
saber que estaba sucio. No tardé en reconocer en el forrito interno
para la entrepierna el aroma salvaje de mi coño, lo cual me llevó a
pensar que mi hijo había cogido el tanga del cesto de la ropa sucia.
Pero
no era el único olor que impregnaba mi tanga: en el tejido, en la
parte delantera, distinguí el inconfundible olor a semen seco.
Durante el tiempo en que estuve casada con mi marido, una de las
prácticas que más realizábamos era el sexo oral: en infinidad de
ocasiones mi esposo se corrió en mi boca, en mi frente, en mi
rostro y me familiaricé con ese intenso y fuerte olor y sabor.
Mi
asombro y mi sorpresa iban cada vez en aumento al darme cuenta de que
Sandro se había corrido en mi propio tanga. ¿Habría sido esa la
primera vez? ¿Desde cuándo tenía esas fantasías conmigo? ¿Mi
hijo era fetichista de las bragas y tangas usados de su madre y se
machacaba la polla pensando en ellos y en mí, hasta terminar por
correrse?
Yo
estaba con un tremendo desorden mental ante lo vivido y en mi cabeza
se mezclaban la indignación, el estupor y el enfado, más aun cuando
continuaba notando mi tanga mojado por culpa del relato de mi hijo.
Supuse que el pendrive que había en la caja tenía algo que ver con
los relatos y estuve tentada en aquel momento de averiguar qué
contenía exactamente. Pero Sandro no iba ya a tardar mucho en
regresar y además necesitaba calmarme un poco de tantas emociones
fuertes vividas en tan poco tiempo. Así que coloqué todo en su
sitio tal y como estaba antes para que mi hijo no notase nada raro,
terminé de hacer la limpieza en la habitación y salí de ella. En
mi cabeza seguía presente todo lo que acababa de descubrir y,
mientras preparaba la comida, no dejé de pensar en ello.
Cuando
mi hijo abrió la puerta de la vivienda y me saludó, se me encogió
el corazón. Apenas pude balbucear un tímido “Hola, Sandro”.
Sabía que tenía que tranquilizarme, si no quería que mi hijo
notase que ocurría algo y empezara a hacer preguntas. Pero me
resultó difícil fingir naturalidad. Durante la comida, Sandro, al
ver que yo estaba mucho más callada que de costumbre, me preguntó:
- Mamá, ¿te pasa algo? ¿Estás bien?
- No te preocupes, no es nada. Es que tuve una mañana muy atareada aquí en casa y estoy un poco cansada. Ahora dormiré una siesta y se me pasará- le respondí.
Mis
palabras parecieron convencer a mi hijo y terminamos de comer.
Después de que me ayudase a recoger la cocina y tras ver juntos un
rato la tele, Sandro se levantó del sofá y se dirigió a su cuarto.
No tardé en oír el sonido del ordenador al iniciar sesión y luego
el de las teclas pulsadas por Sandro. De inmediato comencé a
imaginar qué estaría escribiendo. Decidí encaminarme hacia mi
habitación y tumbarme en la cama para descansar. Tras varios minutos
de reflexión, el sueño se apoderó de mí y me quedé dormida. Al
despertar de la siesta, me arreglé un poco y fui tomar un café con
una amiga, con la que había quedado el día anterior. Cuando me
despedí de mi hijo y salí de casa, Sandro continuaba en su
habitación escribiendo, cosa que no hizo más que recordarme mi
descubrimiento matutino.
Tomando
el café con mi amiga Jéssica, ella también percibió algo extraño
en mí y tuve que mentir de nuevo diciendo que me encontraba cansada.
- A ti lo que te hace falta es olvidarte de una vez del capullo de tu exmarido y buscarte a alguien que te dé un poco de marcha para ese cuerpo que tienes- me indicó Jéssica riéndose.
Consiguió
arrancarme una sonrisa y continuó hablando:
- ¿Ves? Esa sonrisa es un “sí”, o sea, que me das la razón. Mírame a mí: después de separarme, me llevé un tiempo desanimada y alicaída Pero desde que estoy con mi monitor de gimnasio, casi diez años más joven que yo, soy otra. Créeme, lo que te hace falta es follar a diario como hacemos nosotros.
Los
intentos de mi amiga por animarme y su interpretación errónea de lo
que me sucedía sólo consiguieron meter todavía más el dedo en la
llaga, pues tuve que aguantar varios minutos más de escucha de sus
hazañas y juegos sexuales con el monitor. Lo que yo menos necesitaba
era oír hablar sobre sexo, pero ella seguía y seguía. Cuando nos
despedimos, nos citamos para la siguiente semana para volver a tomar
café juntas. Regresé a casa con un caos aun mayor del que tenía
cuando salí. En lugar de poder olvidarme un rato de lo de mi hijo,
la charla sexual de Jéssica lo había impedido y debo reconocer que
algunos de los episodios narrados y descritos por ella habían
llegado a encenderme un poco. Al fin y al cabo una no es de piedra.
Al
entrar en mi vivienda, vi que Sandro no estaba. Supuse que habría
salido un momento o que habría ido a casa de algún amigo. Allí
sola, parada delante de la puerta de su habitación, contemplando la
caja en la que se escondía ese cuaderno y el pendrive, me invadieron
las ganas de entrar y volver a curiosear y a leer más y despejar mis
dudas sobre el contenido de aquel lápiz de memoria. Finalmente
accedí al cuarto de mi hijo y, cuando iba a destapar la caja,
escuché la puerta de casa abrirse. Inmediatamente abandoné la
habitación justo antes de que Sandro me pillara allí. Con el
corazón en la garganta por el sobresalto y por el susto, lo saludé
y respiré aliviada por no haber sido descubierta.
Aquella
tarde-noche transcurrió ya con cierta normalidad, si bien el asunto
no dejó de estar presente en mi mente ni un instante. Ya acostada en
mi cama antes de dormir, tomé la decisión de que, en cuanto tuviese
una buena oportunidad, volvería a la habitación de Sandro a saciar
definitivamente toda mi curiosidad. Y, afortunadamente, no tardó
mucho en presentarse. Y digo “afortunadamente” porque en los
siguientes días al descubrimiento del cuaderno empecé a
obsesionarme tanto que cada vez mi hijo entraba al baño a ducharse o
a lo que fuese, yo estaba pendiente del tiempo que se llevaba dentro
y, si tardaba demasiado en salir, no podía evitar pensar en el hecho
de que tal vez estuviese masturbándose o jugando nuevamente con mi
tanga robado.
Como
digo, no tardé mucho en lograr mi objetivo. El domingo, unos días
más tarde de mi hallazgo, Sandro quedó con un par de compañeros de
clase para ir al Salón Internacional del Cómic, que se celebraba
aquel fin de semana en la ciudad. Me dijo que pasaría allí toda la
mañana y que luego comería algo con sus compañeros en un
establecimiento de comida rápida, antes de regresar a casa.
Cuando
se marchó temprano aquella mañana dominical, supe que tenía al fin
vía libre durante unas horas para explorar en el cuaderno y
averiguar el contenido del pendrive.
Por
precaución dejé pasar unos minutos desde que mi hijo se marchó de
casa y luego me dirigí ya a su cuarto. Lo hice nerviosa, con el
corazón palpitándome a mil por hora. Abrí la caja y saqué el
cuaderno con las manos temblorosas. Inmediatamente comencé a pasar
las hojas y comprobé que, además del relato que ya había leído,
existían otros tres más. Todos ellos hacían alusión en el título
a una madre y los relacioné enseguida con el primero. Supuse que esa
madre a la que hacían referencia los nuevos títulos era de nuevo
yo.
No
pude resistirme a echar un rápido vistazo a las primeras líneas de
cada una de esas tres historias y eso no hizo más que confirmar mis
sospechas. En efecto, la mujer descrita era yo y no sólo eso: el
otro protagonista de los hechos era mi propio hijo. Uno de esos
relatos se titulaba “Mi madre se exhibe en el autobús”, otro
“Gozando de mi madre en la playa” y el último “Follando a mi
madre con dos amigos”.
De
nuevo la perplejidad se apoderó de mí: era evidente que mi hijo
fantaseaba conmigo y que yo le servía como inspiración para sus
relatos.
Tendría
que haber cerrado en ese momento el cuaderno y haber intentado
olvidarme del asunto. Debería haber abandonado la habitación de
Sandro y dejar de obsesionarme con el tema. Pero no lo hice: la
curiosidad por saber qué cosas imaginaba mi hijo sobre mí pudo con
todo lo demás. Eso y el recuerdo de lo que me provocó la lectura
días antes del relato de mi tanga que, aunque me avergüence
reconocerlo, me excitó. El no salir de la habitación y continuar
investigando fue mi perdición.
Una
vez que decidí quedarme, pensé en leer uno por uno los relatos del
cuaderno pero mi mirada se fijó entonces en el pendrive rojo: allí
estaba, dentro de la caja y todavía no tenía ni idea de lo que
podría contener. Así que tomé la decisión de dejar para luego el
cuaderno y centrarme en el lápiz de memoria. Salí del cuarto de
Sandro y me dirigí a la mía con el pendrive en la mano. Encendí mi
ordenador, conecté el lápiz de memoria y abrí su contenido: había
varias carpetas, cada una con un nombre: “Microrrelatos”,
“Voyeurismo”, “Sexo con maduras” y “Amor filial”. Tardé
unos segundos en salir de mi asombro y, cuando reaccioné, lo primero
que hice fue volcar en mi ordenador todo el contenido del lápiz de
memoria. Así ya no tendría problemas para revisarlo con toda la
tranquilidad del mundo. Acto seguido regresé a la habitación de
Sandro y volví a poner en la caja el pendrive.
Me
sentí un tanto aliviada, pues ahora ya podría curiosear sin miedo a
ser descubierta por mi hijo.
Con
esa tranquilidad en el cuerpo y recordando los títulos de esos
relatos y los nombres de las carpetas de archivos, me encaminé de
nuevo a mi habitación.
Tras
entrar, opté por pinchar primero en la que ponía “Microrrelatos”:
aparecieron varios archivos de texto con títulos muy sugerentes.
Repetí la acción con el resto de carpetas y cada una englobaba
tres o cuatro textos. Preferí no abrir ninguno más, pues mi
siguiente objetivo era investigar en la carpeta de “Amor filial”.
Me encontré entonces con los tres mismos textos que había visto
antes en el cuaderno y pinché sobre el que ya había leído al
completo (“Masturbándome con el tanga de mi madre”).
Ante
mis ojos aparecieron las palabras que conformaban ese texto pero
había una gran novedad: en la parte final aparecía añadida un foto
del tanga que mi hijo cogió del cesto de la ropa. Me impresionó ver
ahí expuesta la imagen de mi sucio tanga entre la últimas líneas
del texto. Pero en lugar de cerrar el archivo, lo que hice fue releer
la historia, en esta ocasión más despacio que la vez anterior. Cada
párrafo, cada línea del relato rezumaban un gran dosis de erotismo
y de provocación. Sentí cómo mi coño se humedecía conforme yo
avanzaba en la lectura. Noté mis bragas mojadas bajo el jeans que
llevaba puesto y cómo mis oscuros pezones se endurecían oprimidos
por el sujetador y por la camiseta azul. Eso me llevó a sucumbir a
la tentación de leer otro de los relatos. Elegí el titulado “Mi
madre se exhibe en el autobús”. En él Sandro narraba y describía
un viaje juntos en un autobús urbano y mis juegos exhibicionistas
ante sus ojos y los de otro viajero. Toda la escena del bus estaba
tan bien detallada que te hacía sentir como si la estuvieras
viviendo realmente. Mi calentura estaba llegando al límite y, a la
mitad del relato, mi mano se perdió entre el jeans y comenzó a
acariciar mi palpitante sexo. Mientras avanzaba en la lectura, mis
dedos se empapaban cada vez más de mis flujos vaginales y opté por
bajarme el pantalón y las bragas hasta los tobillos para tocarme y
masturbarme con mayor comodidad y facilidad. En ese momento dejé a
un lado el pensamiento de que me estaba masturbando por culpa de mi
hijo: sólo me dejaba llevar por mis ganas, por mi deseo sexual y no
era capaz de pensar en nada más. Varios dedos penetraron a la vez mi
coño hasta hundirse por completo en él. Cada línea leída de la
historia venía acompañada por un par de impulsos de mi mano que me
causaban un enorme placer. Chupé y lamí mis propios jugos antes de
volver a enterrar los dedos entre mis carnosos labios vaginales y
empujarlos y sacarlos una y otra vez. Aceleré como un loca y no
aguanté mucho más: me corrí sin ni siquiera haber llegado al final
del relato. Lo hice justo a la altura de la historia en la que mi
hijo se deleitaba observando mis braguitas mojadas en el autobús,
mientras mi mirada se clavaba en su hinchado bulto bajo el pantalón
y en el del pasajero que asistía también complacido a la escena.
Extasiada,
abierta de piernas y con la respiración agitada continué leyendo el
relato. Sandro terminaba la historia dándole otra vuelta de tuerca:
narraba cómo por la noche, ya de regreso a casa tras la exhibición
en el autobús, yo me masturbaba en mi habitación pensando en todo
lo acontecido y usando para ello un dildo. El color, el tamaño y la
forma coincidían con el que tengo guardado en uno de mis cajones y,
al pasar a la siguiente página del relato, mis sospechas se
confirmaron: una foto de mi dildo azul estaba ahí, casi al final del
texto para ilustrar mejor las escenas descritas. Me quedé con la
boca abierta: Sandro había rebuscado en los cajones donde guardo la
lencería y ese juguete erótico y tras tomarle una foto la había
publicado en el relato.
Lo
normal era que me hubiese indignado con mi hijo y que me hubiese
enfado en ese instante. Pero no tuve esos sentimientos de enfado: el
ardor que recorría todo mi cuerpo me lo impedía. Me quité las
zapatillas deportivas que llevaba, me saqué los jeans y las bragas y
me despojé de la camiseta y del sujetador, quedándome completamente
desnuda.
Observé mis marrones pezones, tiesos y endurecidos, apuntando hacia delante. Abrí mi cajón, retiré un par de prendas y allí apareció el dildo ante mis ojos. Lo extraje celosamente y pasé la yema los dedos de arriba a abajo por toda la larga y gruesa superficie empezando por la redondez de su punta hasta acabar en la base. Repetí varias veces más la acción con los ojos cerrados, imaginando que aquello que tenía en mi mano no era un dildo sino una auténtica polla gorda y empalmada que estaba a punto de follarme y de partirme el coño.
Observé mis marrones pezones, tiesos y endurecidos, apuntando hacia delante. Abrí mi cajón, retiré un par de prendas y allí apareció el dildo ante mis ojos. Lo extraje celosamente y pasé la yema los dedos de arriba a abajo por toda la larga y gruesa superficie empezando por la redondez de su punta hasta acabar en la base. Repetí varias veces más la acción con los ojos cerrados, imaginando que aquello que tenía en mi mano no era un dildo sino una auténtica polla gorda y empalmada que estaba a punto de follarme y de partirme el coño.
Me
tumbé en la cama y, tras juguetear unos instantes con la punta del
juguete sobre mis areolas y pezones, deslicé el dildo por mi
cuerpo, llegué hasta mi vientre y rocé mi vello púbico justo antes
de restregarlo sobre la raja de mi sexo. Inmediatamente el color azul
comenzó a brillar por la humedad y empecé a enterrar el dildo
centímetro a centímetro dentro de mi coño. Lo metí entero, hasta
el fondo; lo saqué despacio y lo volví a meter. Poco a poco fui
incrementando la velocidad tratando de imitar la descripción que
momentos antes había leído en el relato de Sandro. Mis primeros
gemidos rompieron el silencio que reinaba hasta entonces en la
habitación. Sentía placer, mucho deleite y no recordaba haber
experimentado tanto goce en ninguna de las muchas ocasiones
anteriores en las que había hecho uso del juguete. Imprimí mayor
vehemencia a mis movimientos y el objeto azul taladraba mi sexo sin
compasión. Sudorosa y acalorada seguí empujando sin cesar el
juguete hasta que noté que se acercaba el clímax. En el relato mi
hijo narraba cómo su madre paraba justo antes de correrse y cómo
luego, tras unos segundos de pausa, retomaba la masturbación. Eso
fue precisamente lo que hice: disminuí el ritmo y dejé mi coño con
ganas de explotar y de reventar por completo. Proseguí, pero me
masturbaba ya muy despacio, de forma lenta, sintiendo al máximo cada
penetración del dildo. Estuve así varios minutos y luego volví a
acelerar de forma progresiva hasta alcanzar de nuevo un ritmo
endiablado.
Con
todas mis ganas machacaba una y otra vez mi sexo, mientras los flujos
resbalaban parsimoniosamente por la cara interna de los muslos y
empapaban las sábanas de la cama. Yo gemía sin detenimiento y
sentía contracciones en el bajo vientre. Según el relato de mi
hijo, debía parar otra vez, y luego comenzar de nuevo a masturbarme.
Pero ya no me fue posible prolongar más la “tortura” descrita en
el texto: tras un último arreón, de mi sexo empezó a brotar un
imparable chorro de líquido blancuzco que terminó mojando mis
desnudas piernas y gran parte de la cama. Exhausta lamí con la
lengua el dildo de arriba a abajo y probé el rico sabor de mi propio
sexo.
Permanecí
unos minutos tumbada hasta recuperar las fuerzas suficientes como
para levantarme. Me acerqué entonces al ordenador y retomé la
lectura del último párrafo del relato, tras el cual me esperaba una
última sorpresa: mi hijo invitaba a la lectura de todos sus otros
relatos y añadía la dirección de una página web donde estaban
publicados. Sandro no se limitaba a escribir para él sus fantasías
ni, tal vez, para que las leyeran sus amigos, sino que publicaba sus
textos en una página de relatos eróticos y pornográficos que tenía
gran cantidad de usuarios.
Me
encontraba agotada y empezaba a hacerse tarde, por lo que decidí
reservar para luego el momento de entrar en dicha página e
investigar más a fondo en ella las andanzas de mi hijo.
Vaya!! Espero con ansias la siguiente entrega...
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