Domingo,
25 de marzo. Hoy es uno de los días más señalados en el calendario
para los católicos y creyentes: Domingo de Ramos, inicio de la
Semana Santa. La ciudad está abarrotada de gente y la presencia de
un gran número de turistas extranjeros contribuye todavía más a
que el gentío sea inmenso. Por las calles del centro de mi localidad
está a punto de comenzar el paso de las distintas procesiones con
las imágenes religiosas, que todos quieren venerar, acompañadas de
las bandas de música. Esa mezcla de sentimiento, color, imágenes,
música y el aroma y el humo del incienso en el discurrir de cada
procesión o cofradía es ya una tradición desde hace muchísimos
años.
A lo
lejos se aprecia ya la primera imagen: es la de la Virgen colocada en
su respectivo paso o trono y que es mecida al compás de los sones de
la banda. La emoción empieza a invadir más si cabe al público, que
aguarda ansioso la llegada de dicha imagen. Hay tantas personas
apostadas en la calle en la que me encuentro que es imposible
moverse. Mi marido está justo delante de mí y tiene a mi hija
pequeña subida a los hombros para que pueda contemplar mejor la
procesión. Yo me encuentro detrás, pegada a mi esposo. Hay mucha
apretura, demasiada. Cuando la procesión se encuentra a apenas cien
metros de donde me hallo, la multitud se aprieta más y no tardo en
notar por detrás la inevitable presión del cuerpo de otra persona
sobre el mío.
El
trono de la Virgen continúa avanzando a paso muy lento, movido por
los costaleros que se encargan de llevarlo metidos debajo. Se va
aproximando despacio y, conforme lo hace, siento mayor presión por
detrás. Como puedo, logro girarme un poco y veo cómo hay un grupo
de cuatro chicos adolescentes de no más de 16 años, muy bien
vestidos con el típico traje de chaqueta azul que suelen usar los
hombres este día. Recupero mi postura inicial y me da apenas tiempo
de comprobar cómo la figura de la Virgen está ya algo más cerca,
cuando vuelvo a sentir un nuevo apretón en la parte trasera de mi
anatomía: distingo a la perfección en mi culo lo que es la
entrepierna del chico que está justo pegado a mí. Sobre el tejido
de mi corta falda negra percibo con claridad el bulto del
adolescente. Sinceramente, no le doy mucha importancia y lo considero
algo normal en esa situación de estrechez y agobio en la que nos
encontramos todos los presentes. Pero instantes más tarde siento
cómo el bulto comienza a ser restregado lenta y suavemente por mi
trasero. Quiero seguir creyendo que es algo lógico por la forma en
que nos encontramos. Sin embargo, en el momento en que el movimiento
de restriegue se hace más evidente e intenso, empiezo a comprender
que el chico lo está realizando de manera intencionada. Ahora su
paquete se desliza por mi culo de izquierda a derecha y después al
revés, recorriendo mis dos nalgas, deteniéndose unos segundos en la
raja que las separa y retomando luego el movimiento. Giro otra vez mi
cabeza con la intención de que el joven se dé cuenta, sin necesidad
de que le tenga que decir nada, de que me he percatado de lo que está
pasando. Pero él, disimulando y mirando fijamente hacia la parte de
la calle por la que se acerca la imagen de la Virgen, no se da por
enterado y prosigue como si nada restregándose contra mi trasero.
Estoy a punto de decirle algo, de llamarle a la atención, pero entre
la expresión un tanto angelical de su cara, como si nunca hubiera
roto un plato, y entre que no quiero armar un escándalo en pleno
bullicio, freno mi intención. Sé que no tendría que aguantar eso,
pero opto definitivamente por callarme y resignarme a que pase pronto
la procesión y a que se acaben, por tanto, también los rozamientos.
Ya no consigo estar atenta a nada: por mi cabeza sólo pasa la
pregunta de cómo un chico tan joven es capaz de comportarse así con
una mujer que podría ser su madre. Mi marido y mi hija siguen ajenos
a todo, disfrutando del cortejo religioso. Mientras le doy vueltas en
la cabeza al hecho de que cada día los adolescentes están peor
educados y más pervertidos, noto en mi muslo derecho una mano, la
del chico: está posada, quieta, parada sobre mi piel, como si no se
atreviera a tomar un rumbo. La mano está caliente, incluso sudorosa
por el calor que hace y, tal vez, por los nervios del propio
adolescente ante lo que está llevando a cabo. El paquete del joven
ha crecido considerablemente de tamaño y lo noto más gordo, duro e
hinchado que al inicio. De pronto, la mano empieza a moverse en
sentido ascendente: los dedos se deslizan con parsimonia, milímetro
a milímetro por la piel de mis muslos y mi corazón se acelera. ¿Qué
coño me pasa? ¿Por qué no reacciono de una puta vez y hago que ese
niñato pare? Me avergüenzo, no sólo por quedarme paralizada y no
actuar, sino también por notar cómo el fino tejido de mi tanga rojo
absorbe la primera gota de flujo vaginal que brota de mi sexo. No
encuentro explicación, pero el roce y el manoseo a los que estoy
siendo sometida por parte del adolescente han comenzado a excitarme.
El chico, viendo que nada ni nadie le pone obstáculo a sus acciones,
se envalentona y no dejar de empujar muy despacio la palma de la mano
por mi muslo. Con la punta de los dedos toca ya el borde de mi falda
y mi corazón da un nuevo y brusco acelerón. Mis pezones se
endurecen y aprietan contra el sujetador rojo, a juego con el tanga,
como si quisieran buscar una vía de escape. Observo, de nuevo, a mi
marido, que sonríe a mi hija sin enterarse de nada. La humedad en el
triángulo delantero de mi tanga es cada vez mayor y creo incluso
oler el aroma tan intenso y característico de mi sexo cuando está
excitado y mojado. No pienso que el chico se atreva a más, no lo
creo....¿O sí? ¡Dios! Los dedos comienzan a perderse sigilosamente
bajo mi falda, primero las puntas, luego enteros. No tardo en sentir
el roce de la yema de los cinco dedos sobre mi dura y desnuda nalga
derecha. El corazón parece que se me va a salir por la boca, en
especial en cuanto el adolescente se pone a acariciarme el glúteo.
Falta
poco para que la imagen de la Virgen llegue a nuestra altura. El
chico parece saberlo: es consciente de que únicamente dispone de
unos instantes más para completar su fechoría. Pasa uno de los
dedos a lo largo de toda la raja de mi culo, de arriba a abajo,
siguiendo la tira del tanga que se pierde entre mis nalgas. ¡Joder!
¡El niñato tiene el dedo en todo mi culo y lucha por apartar la
tira del tanga! Ésta es tan fina y débil que apenas opone
resistencia y se rinde rápidamente, desplazada a la izquierda ante
el empuje del dedo. Mi coño, recién depilado antes de salir de
casa, palpita y bulle como una caldera. Me muerdo el labio inferior
al sentir cómo el adolescente lo mueve, imparable, hacia delante,
buscando la raja vaginal. Cuando el dedo llega a ella, mi abundante y
caliente flujo lo empapa y recubre por completo. El tanga está
chorreando y apesta mucho a sexo, el olor llega ya claramente hasta
mi nariz. Con pasmosa habilidad el dedo del adolescente roza y juega
con mi clítoris unos segundos. Contengo como puedo los gemidos, pero
no logro dejar escapar uno en el momento en que el dedo se invade mi
coño y lo penetra hasta el fondo, quedando perfectamente encajado.
Afortunadamente el tronío de la música de la banda, que se
encuentra ya a diez metros, lo silencia y nadie oye nada, tampoco mi
esposo ni mi hija.
Ellos
continúan sin perder detalle de la procesión, sin enterarse de que
el dedo de un niñato penetra sin cesar mi coño, de que lo folla
cada vez con más vehemencia, de que resbala por él una y otra vez
de forma veloz y salvaje hasta que me hace explotar de placer en el
preciso instante en que la procesión pasa por delante de mí y de
que, cuando el adolescente saca el dedo y se marcha del lugar
mientras la multitud se disipa, yo ya no tengo el tanga que estrenaba
bajo la falda porque el niñato se lo ha llevado, sucio y empapado,
de recuerdo.