El
día que sorprendí a mi hija masturbándose en su habitación
comprendí que había llegado el momento de tener con ella una charla
sobre sexo. Primero tuve que calmarla, pues se sentía avergonzada de
que su propia madre la hubiese pillado tocándose.
Tras
tranquilizarla, le hice ver que la masturbación era algo natural,
una necesidad fisiológica, tanto en hombres como en mujeres, y que
no había razones para sentirse mal por practicarla. Eso sí, entre
risas y para restarle más hierro al asunto, le comenté que la
próxima vez cerrase mejor la puerta para que yo, si pasaba por allí,
no viese nada. Ella esbozó una sonrisa y me alegré, ya que noté
que esa vergüenza inicial había comenzado a desaparecer.
Le
conté que yo había comenzado a masturbarme más o menos a su edad,
siendo una adolescente y que, por supuesto, todavía lo seguía
haciendo. A mi hija le extrañó esto último: me dijo que, si estaba
casada y podía practicar sexo en pareja, no entendía que recurriese
a la auto satisfacción. Le expliqué que el sexo con otra persona,
en este caso con su propio padre, no era incompatible con la
masturbación y que cada práctica podía tener su momento. Le
indiqué que también su padre se masturbaba con cierta frecuencia y
que, incluso, en algunas ocasiones lo hacía delante de mí y yo ante
él para deleitarnos simplemente mirando el uno al otro o como
preliminares antes de tener sexo.
- Mamá, ¿puedo preguntarte algo?- me preguntó Alma.
- ¡Claro, lo que quieras!
- Ya que tienes experiencia, ¿podrías enseñarme qué cosas puedo hacer para darme mayor placer? No es que no disfrute cuando me masturbo pero seguro que podrás señalarme la manera de aumentar el placer.
Alma
se acababa de anticipar a los consejos que iba a darle y me alegré
de que me realizara esa petición.
- Si estás interesada en eso, quítate las braguitas, hija.
Me
miró un poco nerviosa y cohibida pero no tardó en despojarse de
ellas, dejando al descubierto bajo la falda su juvenil sexo. Yo me
quité el fino y semitransparente camisón que llevaba puesto y fue
entonces cuando empecé a tocarme para mostrarle la forma en que
debía acariciarse. Comencé por mis tetas, masajeándolas y
aprisionándolas. Rocé mis oscuros pezones con los dedos y los
pellizqué, mientras comprobaba la cara de asombro de mi hija al
verlos tan tiesos y erguidos. Ella empezó a imitar mis movimientos
después de quitarse el sujetador y dejar al aire y ante mis ojos sus
perfectos y esplendorosos senos.
- Eso es. Lo estás haciendo muy bien. Continúa de esa manera. Fíjate en lo duros que se te están poniendo- la animé.
Observé
su coño y noté cómo empezaba a humedecerse lentamente. Abrí mis
piernas y le enseñé a Alma el mío, sin bragas que lo cubriesen.
Ella, al vérmelo y apreciar que estaba todavía más mojado que el
suyo, se mordió el labio inferior de su sensual boca. Acerqué mi
mano a su sexo y lo palpé frotando la palma sobre él, antes de
pasar a restregársela varias veces hasta que quedó totalmente
empapada de los flujos de mi hija. Vi cómo su mano, temblorosa, se
acercaba a mi coño y sentí luego el tacto intenso sobre mi vagina:
Alma estaba calcando increíblemente bien los movimientos que recibía
por mi parte. Mi hija comenzó poco después a jadear en cuanto
sintió cómo uno a uno mis dedos penetraban su sexo palpitante y lo
follaban cada vez a más velocidad.
Sin embargo, Alma estaba
aprendiendo muy rápido y consiguió en seguida arrancarme fuertes
gemidos al perforar mi vagina con sus dedos. Me los puso
momentáneamente en mi boca para que yo los chupara y degustase mi
propio flujo, de modo que saqué la lengua y lamí los dedos
dejándolos sin rastro de la pringosa humedad. Rápidamente volvió a
embestir con los dedos dentro de mi coño en un mete y saca que duró
varios minutos. Tan bien lo hizo que la muy zorrita provocó que su
madre se corriese un par de segundos antes de que de su raja vaginal
brotasen varios chorros de fluido, que empaparon las sábanas de la
cama y salpicaron mis muslos y mi entrepierna.
Después
de recuperar el ritmo normal de respiración, Alma y yo nos fundimos
en un abrazo, juntando nuestros cuerpos desnudos y rozando nuestra
piel, a la vez que le susurraba al oído que, si le apetecía, pronto
la invitaría a mi dormitorio para jugar conmigo y con su padre. Dos
noches más tarde, mi hija atravesó el marco de la puerta de mi
dormitorio, donde su padre y yo la esperábamos completamente
desnudos y tocando nuestros cuerpos. Desde aquella madrugada,
nuestros tríos familiares se han convertido en norma varias veces
por semana.
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