27 de agosto de 2017

COMPRANDO EL SILENCIO DEL CURA

Aquel sábado noche aproveché que mis padres estaban en la casa de la sierra y que me habían dejado sola en la vivienda de la ciudad para salir de fiesta con unas amigas. Yo era una adolescente a punto de cumplir los diecisiete años y mis progenitores me ponían como hora tope de regreso a casa la 1.00 de la madrugada. Si no respetaba esa hora, me castigaban durante una semana sin móvil y sin paga. Pero aquel día de primavera tenía vía libre para llegar a la hora que me diese la gana ante la ausencia de mis padres. Les había prometido, además, que no saldría porque tenía que estudiar de cara a los exámenes de la última parte del curso, pero los engañé.

Un poco mareada por los efectos del alcohol ingerido durante la noche caminaba de regreso a casa a las 7.30 de la mañana ya del domingo. Me lo había pasado genial y ahora tocaba descansar y dormir para estudiar más tarde, cuando me despertase. De repente, y cuando me hallaba a escasos metros de la puerta de casa, oí a mi espalda una voz:

  • Natasha, ¿de dónde vienes a estas horas?

Era don Federico, el cura de la iglesia del barrio y el director del colegio religioso en el que yo estudiaba. “Mierda, justo lo que me faltaba”, pensé en cuanto me percaté de su presencia. El sacerdote se dirigía a la parroquia para preparar la misa dominical de las 8.30.

  • Hola, don Federico. Es que se me ha hecho un poco tarde sin darme cuenta y bueno...
  • Ya lo veo. Seguro que tus padres no lo saben, ¿verdad?- dijo el sacerdote.

Esa frase sonó como una cierta amenaza y no me equivoqué. Le conté brevemente que ellos estaban fuera, en la sierra, y luego guardé silencio, esperando la reacción del cura, que conocía a mis progenitores desde hacía bastantes años.

  • Hija, acompáñame a la iglesia. Quiero darte una pequeña charla que seguro que te será útil. Sólo será unos minutos. Luego te dejaré que vayas a descansar.

No me apetecía nada aguantar el sermón de don Federico pero, si me negaba, estaba convencida de que se iría de la lengua y de que le contaría a mis padres mi salida nocturna y lo tardío de mi regreso. Así que no me quedó más remedio que acompañarlo a la parroquia para evitar males mayores. Tras llegar a la iglesia, me pidió que me sentara en una silla. Eso hice y él tomó asiento en otra frente a mí, situándose cara a cara.

  • Hoy te has portado muy mal. Te has aprovechado de la ausencia de tus padres para hacer algo que sabes de sobra que a ellos no les gusta que hagas. Has traicionado su confianza. Además, has bebido en exceso: hueles a alcohol y estás un poco bebida y, encima, con esa ropa....

Don Federico hizo una pausa y recorrió con la mirada el ceñido vestido rojo que yo lucía y cuyo tejido finalizaba sólo un par de centímetros por debajo del inicio de mis muslos. El cura contempló unos instantes mis piernas antes de fijar su vista en mis zapatos de tacón. Ese vestido y los zapatos los había comprado a escondidas de mis padres y únicamente los usaba en ocasiones como ésas, en las que me quedaba un fin de semana sola en la vivienda y salía hasta más tarde de lo normal con mis amigas. Pero aquel día el sacerdote me pilló y la cosa se iba a complicar.

  • Sé que tu madre te castiga con una semana sin paga y sin móvil cuando violas las normas marcadas. Me lo ha contado más de una vez. ¡Ay Señor, Señor! ¿Y ahora qué hago yo? ¿Hacer la vista gorda o velar por el bien y la educación de esta jovencita y contárselo a su madre? A la pobre le voy a dar un buen disgusto cuando le diga que su querida Natasha regresaba al amanecer a casa, “alegre” por la bebida y vestida como una auténtica.....putita.
  • Por favor, Don Federico, yo....
  • ¡Psssst! ¡No me interumpas, maldita sea! ¡Mírate! El vestido es tan corto que hasta se te ven las bragas- exclamó el párroco, cuya voz sonaba ya con un evidente tono de enfado.

En efecto, lo escueto de la prenda y mi posición de sentada en la silla hacían que, pese a que tuviera las piernas cruzadas, mis braguitas fuesen visibles para el sacerdote.

  • ¿Es así como educamos a las jóvenes en nuestro centro de estudios? ¿Te crees que vestida de esa forma, como una vulgar zorra, no dañas la imagen del colegio? ¿Acaso quieres que tenga una charla con tus padres sobre todo esto, sobre el engaño, sobre tu borrachera y sobre tu atuendo provocativo?- me preguntó don Federico cada vez más irritado y con la cara roja por la indignación y por el esfuerzo al hablar.

Pero, mientras me daba la regañina, no dejaba de mirar mi entrepierna. Primero lo hizo con disimulo. Sin embargo, pronto comenzó a realizarlo ya con cierto descaro. Luego se acercó más a mí y se quedó observando el escote de mi vestido.

  • ¡Y encima esto! ¡Casi todo el canalillo al aire y la mitad de las tetas fuera!- continuó vociferando.
  • Por favor, no le diga nada a mis padres. Se lo suplico. No deseo que me dejen sin móvil y sin paga semanal- le pedí intentando subir un poco el vestido por la zona del escote para evitar las miradas del cura, que se habían convertido en lascivas.

No obstante, la mano del párroco apartó la mía de la prenda e impidió que me tapase.

  • ¿Ahora quieres cubrirte? Has estado toda la noche por ahí, puteando, mostrando prácticamente las tetas a todo el que quisiera mirarlas y ahora te preocupas por esconderlas?

Los ojos de don Federico expresaban cada vez más deseo y lujuria y pronto el cura confirmó mi impresión:

  • Está bien. Tú ganas. Seré bueno. Dios siempre dice que tenemos que perdonar, así que predicaré con el ejemplo. Te perdonaré. Eso sí, antes deberás cumplir una penitencia- me indicó.

Respiré con alivio al oír esas palabras y luego le comenté:

  • Rezaré lo que me pida, Don Federico y prometo portarme mejor a partir de ahora.

El cura sonrió de oreja a oreja y soltó una fuerte carcajada que me infundió temor. Los dedos del sacerdote se posaron sobre mi escote y deslizaron el vestido hacia abajo, lo suficiente como para dejar al aire mis senos desnudos, sin sujetador que los cubriese.

  • No me refiero a la típica penitencia del rezo, hija- afirmó a la vez que se deleitaba contemplando mis grandes y bien desarrolladas tetas.

La impresión y los nervios de la situación me dejaron paralizada. Cuando el cura puso sus manos sobre mis pechos y empezó a masajearlos, comprendí a qué se refería exactamente con lo de la penitencia. Temiendo el castigo que me impondrían mis padres, dejé que el sacerdote siguiera tocándome. Sus dedos jugueteaban con mis oscuros pezones, que no tardaron mucho en endurecerse. Al mismo tiempo aprecié cómo bajo el fino pantalón gris del cura iba creciendo a pasos agigantados el bulto en el entrepierna y me asombré del tremendo paquete que se le formó al párroco. Con la lengua pasó don Federico a rozar mis pezones hasta dejarlos empapados de saliva. Mi respiración se aceleró y de mi boca salió un leve suspiro de gusto que fui incapaz de evitar. Después de haber chupado y succionado a su antojo la cima marrón de mis tetas, don Federico se llevó la mano a la bragueta del pantalón y se bajó la cremallera:

  • Mete la mano y saca lo que hay dentro- me pidió.

Obedecí e introduje la mano en el hueco creado en el pantalón. Un slip blanco ocultaba la hinchada verga del sacerdote. Aparté la prenda y noté cómo estaba húmeda por el líquido preseminal. Inmediatamente asomó la polla del cura, tiesa y maciza.

  • ¡En cuclillas, vamos!- me ordenó don Federico.

Me agaché sin rechistar y adopté la postura solicitada. El párroco me agarró, entonces, por los pelos y empujó mi rostro contra su erguido miembro.

  • Abre la boca y dale un par de ricas chupadas. Estoy seguro de que ya se lo habrás hecho a más de un niñato, de modo que no creo que te suponga ningún esfuerzo.

El párroco se equivocaba: jamás le había comido, hasta ese momento, a ningún tío la polla. Ni siquiera sabía muy bien cómo hacerlo. Separé los labios y la verga del cura fue resbalando a través de ellos hasta quedar alojada por completo en el fondo de mi garganta. Sufrí un par de arcadas al notarme casi sin aire y con semejante tranca dentro de la boca pero pronto me recuperé y, ante la mirada expectante de don Federico, comencé a mamarle la polla. El glande quedó rápidamente al descubierto y sentía cómo esa esfera rozaba con mi lengua. El sabor intenso de la punta del falo del cura invadió mi boca, a la vez que la polla entraba y salía despacio. Durante unos instantes mantuve ese ritmo pausado pero don Federico me pidió que acelerara, ya que la hora de la celebración de la misa se acercaba. Cambié el ritmo y aumenté la velocidad de la felación. De forma rauda mi rostro se movía sobre el pene del cura, cuyos gemidos rompían el silencio de la habitación.




  • ¡Arggghhhh...! Así, sigue así. Lo estás haciendo increíble....¡Dios......!- exclamaba con la voz entrecortada por el deleite.

Aumenté más la velocidad de la mamada, mientras contemplaba cómo mis propias tetas se bamboleaban de un lado a otro por la vehemencia del movimiento de mi cabeza sobre la polla del párroco. Tras dar un par de embestidas más, y en medio de un gran grito de placer de don Federico, mi boca comenzó a recibir uno tras otro varios chorros de semen que me fui tragando como buenamente podía. Mantuve la verga aprisionada entre mis labios hasta que el miembro dejó de expulsar leche blancuzca y caliente. Fue entonces cuando el sacerdote extrajo su verga de mi boca y, aún húmeda y con restos de esperma alrededor del rojizo glande, volvió a introducirla dentro del pantalón. Me cubrí las tetas y recompuse el vestido, dispuesta a salir de allí una vez cumplida mi penitencia.

Ha pasado justo un año desde entonces. Don Federico no le contó nada a mis padres, respetando así el acuerdo establecido entre nosotros y todavía hoy, cuando lo veo a diario en el centro de estudios, no puedo evitar recordar la felación que le hice y su leche fluyendo por mi, hasta aquella jornada, virgen boca. Tampoco dejo de pensar en qué habrá hecho y qué hará con las braguitas que yo llevaba puestas aquel domingo y que tuve que entregarle como último requisito para comprar su silencio. Aunque duela reconocerlo, las bragas estaban empapadas cuando me las quité para dárselas porque unos instantes antes me había corrido de gusto, mientras aún tenía la polla del cura en la boca.










20 de agosto de 2017

PAPÁ Y LOS MIRONES

Papá ha elegido hoy un lugar distinto en la playa nudista. Es nuestro último día de vacaciones y mi progenitor quiere que sea una jornada especial. El sitio está algo apartado, entre dunas y con una frondosa vegetación detrás. Hacia el frente únicamente se ve la arena dorada y el azul del mar que se funde con el del cielo como si fuera uno solo. Sin duda, mi padre ha acertado con la elección: parece una zona paradisíaca.

Es evidente que mi papá aún no se ha acostumbrado a verme desnuda después de estos quince días juntos, pues se ha vuelto a empalmar como todas las demás veces cuando me despojo de toda la ropa para tomar el sol. Ahí está su polla, tiesa y bien dura bajo el bañador. En el momento en que se lo quita, su verga sale como un resorte y queda ante mis ojos, indefensa, expuesta, provocativa. Es como un imán para mí y, en el momento en que mi padre extiende sobre la arena la amplia toalla en la que nos vamos a tumbar, no pierdo detalle de ese pene tan macizo que luce desafiante y apuntando en dirección al mar. No puedo evitar pasar la lengua por mis labios al contemplar cómo el glande asoma ya por el prepucio y brilla húmedo bajo los rayos del sol.

Debo confesarlo: no ha pasado ni un solo día de las vacaciones en que no hayamos hecho el amor. Ese será siempre nuestro secreto: mamá, que ha tenido que quedarse en la ciudad por motivos laborales, no debe enterarse de nada. No debe saber que su tierna y dulce hija se ha convertido durante dos semanas en la complaciente y lasciva putita de se su amado marido. He perdido la cuenta de las veces en que papá me ha follado. Una, dos y hasta tres veces al día mi padre me ha penetrado a su antojo, llenándome con su leche el coño, el culo y la boca, absolutamente todos mis agujeros. En la playa, sobre la arena o dentro del agua; en el hotel, en la cama o en la ducha; en los aseos del restaurante, en un párking público.....Cualquiera de estos lugares ha sido escenario y testigo mudo de nuestras más salvajes fantasías.

Ahora, mientras me aplica crema protectora en la espalda, siento la punta de su polla rozar mis nalgas, rebotar contra ellas, deslizarse por mi ardiente piel, que pronto percibe el frescor de la humedad que se ha apoderado ya de toda la rojiza cima del falo. Como cada vez que lo hace, me estremezco cuando sus manos se adueñan de mis glúteos, masajeándolos, y los dedos impacientes se pierden entre mis muslos con disimulo, recorriendo la raja de mi vagina pringosa por mis inevitables flujos. Me giro y papá embadurna de crema mis grandes senos y restriega con fuerza la loción para extenderla.

Rápidamente comprendo el motivo por el que ha elegido esta zona para despedir las vacaciones: al tiempo que las manos de mi padre continúan deleitándose con mi cuerpo y descendiendo hacia mi monte de Venus, observo cómo dos extraños, dos mirones maduros, acarician su miembro erecto a escasos metros de donde nos encontramos. Mi progenitor ha querido traerme a una de esas típicas zonas de las playas nudistas frecuentadas por mirones y por gente liberal decidida a exhibirse ante ellos. El morbo de ver a aquellos dos mirones tocándose por mí, una jovencita que ni siquiera ha cumplido aún la mayoría de edad, el saber que mi desnudez ha causado semejante reacción y erección en esos dos desconocidos y que están blandiendo su polla mientras me comen con la mirada, me excita sobremanera y mi sexo se moja todavía más. Papá se da cuenta de lo empapado que tengo ya el coño y pasa por éste la palma de la mano, llevándose el líquido vaginal que termina lamiendo con la lengua. Se arrodilla en la toalla y yo me tumbo bocabajo. Abro la boca y engullo, ansiosa, el tremendo nabo de papá. Los dos mirones se han acercado y se encuentran un par de metros por detrás de mí, sin dejar de agitarse el pene. Decido alegrarles más la vista y me incorporo un poco sobre la toalla de manera que mi culo queda ligeramente en pompa. Les estoy regalando a esos dos hombres la visión de mi trasero abierto e iluminado por los rayos de sol que caen directos sobre él. El silencio de la zona sólo es roto por el sonido de los lametones y de las chupadas que doy a la verga de papá, que tienen como hilo musical de fondo el suave ruido de las olas rompiendo en la orilla. 



Pronto se suman también los suspiros de mi padre, fruto del placer que le estoy proporcionando, y el chapoteo cada vez más intenso que se produce cuando la mano de cada uno de los individuos machaca sin cesar la húmeda y pringosa verga.

Llevo mi mano derecha a mis genitales y comienzo a tocarlos con mis dedos. Estoy empapada y, cuando quiero darme cuenta, tres de mis dedos se han introducido en mi coño y empiezan a follarlo para disfrute visual de los dos mirones, que no pierden detalle de mis movimientos. Los hombres están ya prácticamente pegados a mí: escucho su respiración jadeante; huelo el aroma del sudor que baña sus cuerpos; percibo el sonido de la fricción de las dos pollas agitadas con vehemencia por las manos y en mi boca gozo del sabor del pene de papá, que mordisqueo suavemente con los dientes. Gime mi padre y siento cómo por detrás uno de los mirones está insertando su falo en mi ano hasta que me lo clava entero con un golpe seco. El otro desconocido se sitúa a mi lado y me ofrece su grueso nabo rozando con él mi mejilla izquierda. Agarro esa polla con la mano y comienzo a sacudirla con virulencia. La sensación es increíble: una adolescente como yo se está comiendo la verga de su papá, mientras es penetrada por el culo por un extraño y le agita con ganas a otro maduro el miembro viril.

El coño me quema y el que me folla el culo está embistiendo con suma violencia una y otra vez, incansable, haciendo que yo tiemble con cada acometida. El ritmo es frenético y esa polla irrumpe veloz en mi culo y se cuela hasta lo más hondo de mí. 



Los labios de mi boca aprietan más y más y van y vienen como posesos por toda la enorme extensión de la polla de mi padre, cuyos gemidos son ya atronadores. Se va a correr, lo sé de sobra: siempre gime así justo antes de eyacular. Machaco en un par de ocasiones más la verga del voyeur y un chorro de leche cae a plomo sobre mi bronceada espalda tiñiéndola de blanco. Un segundo chorro impacta en mis nalgas y un tercero y último, en mi sedoso y rubio cabello. Mientras aún disfruto del placer del calor líquido del esperma sobre mi piel, papá emite un último gemido y comienza a regar el interior de mi boca con su semen. Como una chica obediente me voy tragando todo el blanco néctar paterno que sirve también para calmar mi sed. Cuando mi progenitor todavía no ha terminado de eyacular, y al tiempo que continúo bebiéndome su leche, noto cómo mi ano empieza a ser llenado hasta los topes por el esperma del tipo que me penetra el culo y no aguanto más: me corro como una perra en celo, mientras recibo de forma simultánea las descargas del mirón y las de mi propio padre. Ninguno de los dos me saca su falo hasta que no sueltan la última gota.


Me tumbo en la toalla boca arriba, extasiada y saciada, completamente abierta de piernas, cosa que aprovecha mi padre para meter su cara entre mis piernas y empezar a comerme el coño como preludio a que me lo folle magistralmente como sólo él sabe. Unos segundos antes de comenzar a sentir la polla de papá dentro de mi sexo y mientras su boca succiona mi vagina, contemplo cómo los dos mirones, ya satisfechos, se limpian la verga con mi tanguita rosa de hilo, que yo había dejado tirado sobre la arena tras desnudarme, y cómo comienzan a alejarse de la zona después de arrojarme a la cara el tanga manchado con los restos de su oloroso semen. 

13 de agosto de 2017

CLASES DE SEXO A MI HIJA

El día que sorprendí a mi hija masturbándose en su habitación comprendí que había llegado el momento de tener con ella una charla sobre sexo. Primero tuve que calmarla, pues se sentía avergonzada de que su propia madre la hubiese pillado tocándose. 



Tras tranquilizarla, le hice ver que la masturbación era algo natural, una necesidad fisiológica, tanto en hombres como en mujeres, y que no había razones para sentirse mal por practicarla. Eso sí, entre risas y para restarle más hierro al asunto, le comenté que la próxima vez cerrase mejor la puerta para que yo, si pasaba por allí, no viese nada. Ella esbozó una sonrisa y me alegré, ya que noté que esa vergüenza inicial había comenzado a desaparecer.

Le conté que yo había comenzado a masturbarme más o menos a su edad, siendo una adolescente y que, por supuesto, todavía lo seguía haciendo. A mi hija le extrañó esto último: me dijo que, si estaba casada y podía practicar sexo en pareja, no entendía que recurriese a la auto satisfacción. Le expliqué que el sexo con otra persona, en este caso con su propio padre, no era incompatible con la masturbación y que cada práctica podía tener su momento. Le indiqué que también su padre se masturbaba con cierta frecuencia y que, incluso, en algunas ocasiones lo hacía delante de mí y yo ante él para deleitarnos simplemente mirando el uno al otro o como preliminares antes de tener sexo.

  • Mamá, ¿puedo preguntarte algo?- me preguntó Alma.
  • ¡Claro, lo que quieras!
  • Ya que tienes experiencia, ¿podrías enseñarme qué cosas puedo hacer para darme mayor placer? No es que no disfrute cuando me masturbo pero seguro que podrás señalarme la manera de aumentar el placer.

Alma se acababa de anticipar a los consejos que iba a darle y me alegré de que me realizara esa petición.

  • Si estás interesada en eso, quítate las braguitas, hija.

Me miró un poco nerviosa y cohibida pero no tardó en despojarse de ellas, dejando al descubierto bajo la falda su juvenil sexo. Yo me quité el fino y semitransparente camisón que llevaba puesto y fue entonces cuando empecé a tocarme para mostrarle la forma en que debía acariciarse. Comencé por mis tetas, masajeándolas y aprisionándolas. Rocé mis oscuros pezones con los dedos y los pellizqué, mientras comprobaba la cara de asombro de mi hija al verlos tan tiesos y erguidos. Ella empezó a imitar mis movimientos después de quitarse el sujetador y dejar al aire y ante mis ojos sus perfectos y esplendorosos senos.

  • Eso es. Lo estás haciendo muy bien. Continúa de esa manera. Fíjate en lo duros que se te están poniendo- la animé.

Observé su coño y noté cómo empezaba a humedecerse lentamente. Abrí mis piernas y le enseñé a Alma el mío, sin bragas que lo cubriesen. Ella, al vérmelo y apreciar que estaba todavía más mojado que el suyo, se mordió el labio inferior de su sensual boca. Acerqué mi mano a su sexo y lo palpé frotando la palma sobre él, antes de pasar a restregársela varias veces hasta que quedó totalmente empapada de los flujos de mi hija. Vi cómo su mano, temblorosa, se acercaba a mi coño y sentí luego el tacto intenso sobre mi vagina: Alma estaba calcando increíblemente bien los movimientos que recibía por mi parte. Mi hija comenzó poco después a jadear en cuanto sintió cómo uno a uno mis dedos penetraban su sexo palpitante y lo follaban cada vez a más velocidad. 



Sin embargo, Alma estaba aprendiendo muy rápido y consiguió en seguida arrancarme fuertes gemidos al perforar mi vagina con sus dedos. Me los puso momentáneamente en mi boca para que yo los chupara y degustase mi propio flujo, de modo que saqué la lengua y lamí los dedos dejándolos sin rastro de la pringosa humedad. Rápidamente volvió a embestir con los dedos dentro de mi coño en un mete y saca que duró varios minutos. Tan bien lo hizo que la muy zorrita provocó que su madre se corriese un par de segundos antes de que de su raja vaginal brotasen varios chorros de fluido, que empaparon las sábanas de la cama y salpicaron mis muslos y mi entrepierna.


Después de recuperar el ritmo normal de respiración, Alma y yo nos fundimos en un abrazo, juntando nuestros cuerpos desnudos y rozando nuestra piel, a la vez que le susurraba al oído que, si le apetecía, pronto la invitaría a mi dormitorio para jugar conmigo y con su padre. Dos noches más tarde, mi hija atravesó el marco de la puerta de mi dormitorio, donde su padre y yo la esperábamos completamente desnudos y tocando nuestros cuerpos. Desde aquella madrugada, nuestros tríos familiares se han convertido en norma varias veces por semana. 

6 de agosto de 2017

PIERNAS INFINITAS


Como cada mañana te sientas
frente a mí en el cercanías.
Cruzando tus piernas me tientas
a crear lascivas fantasías.

Nadie más parece atento
a tu juego de provocación:
poco viajero despierto;
otros, con el móvil: obsesión.

Pelo castaño, labios carmín;
liguero, medias: negro color.
Tus piernas no tienen fin
y encienden todo mi ardor.