5 de enero de 2017

LA PROPINA


Vestido con un impecable traje de chaqueta gris, camisa blanca y corbata roja, Enrique saboreaba un café de Kenia sentado en una de las cafeterías más lujosas de la ciudad. El sol de media mañana proyectaba sus tibios rayos sobre la curtida piel del rostro del maduro y rico empresario. El humo del puro habano que tenía aprisionado entre sus labios cubría con una nube blanca la cara del hombre, que ojeaba las noticias en el periódico. De vez en cuando miraba su reloj de oro como si estuviese esperando a alguien que ocupase la silla vacía que había a su derecha.

Arrodillado a los pies del empresario, Antonio, un limpiabotas de la zona, sacaba de su caja de trabajo un cepillo y un bote de crema negra dispuesto a limpiarle los zapatos a su acaudalado cliente. La actitud prepotente de éste, echándole incluso el humo encima, irritó al limpiabotas, pero sabía que tenía que lidiar con este tipo de comportamientos hirientes y despectivos, si quería ganarse unas monedas. Llevaba años haciéndolo y ya estaba acostumbrado a todo. Así que hizo de tripas corazón y se dispuso a embadurnar de crema los zapatos de Enrique. Cuando había comenzado a hacerlo, apareció una despampanante y joven mujer que se sentó a la mesa junto al ricachón.

  • Hola, cariño, perdón por el retraso, pero el tráfico cada día está peor- dijo la chica.
  • No te preocupes, ya supuse que te habrías quedado atrapada en algún atasco- le comentó Enrique, mientras avisaba al camarero para que atendiese el pedido de la mujer.

La joven se despojó del abrigo, descubriendo un vestido rosa ceñido y muy corto. 



Las esbeltas piernas de la mujer estaban cubiertas por unas medias marrones transparentes que les daban un aire de mayor elegancia y sensualidad. A Antonio se le cortó la respiración al contemplar semejante belleza y sólo cuando escuchó la ruda orden del empresario ordenándole que se diera prisa con el limpiado de los zapatos, reaccionó y siguió con su labor. El limpiabotas tenía a escasos centímetros de él las dos piernas de la joven, que permanecían semiabiertas y sin cruzar. A la vez que trabajaba, Antonio recorría con sus ojos dichas piernas de arriba a abajo: los zapatos negros de tacón, los finos tobillos, la tibia, las rodillas, los preciosos muslos....Antonio gozaba de vía libre para deleitarse, pues Enrique seguía leyendo el diario y la mujer se encontraba pendiente de la pantalla de su móvil, esclavizada como tantos otros por las nuevas tecnologías. O, al menos, eso aparentaba, porque ya se había percatado de las miradas lascivas del limpiabotas, ésas que tanto morbo le generaban a ella y que tanto la encendían. La mujer esbozó una leve y disimulada sonrisa al ver la cara que puso Antonio cuando centró sus ojos en la abertura de la falda del vestido y vislumbró el color rojo intenso del tanga. El limpiabotas mantuvo allí clavada la mirada unos instantes, mientras sentía cómo su verga se empalmaba centímetro a centímetro bajo el pantalón. Frotaba y frotaba los zapatos del empresario sin perder de vista la entrepierna de la joven, hasta que la chica decidió levantarse.

  • Voy un momento al servicio, tesoro- le indicó a Enrique tras besarle la frente.

Antonio siguió con atención cada paso que daba la mujer, que hacía sonar sobre el suelo los tacones de sus zapatos al caminar y que contoneaba de forma provocativa las caderas y el trasero, hasta que , finalmente, la joven se perdió dentro del establecimiento.

Un par de minutos más tarde regresó y volvió a sentarse en su silla.

  • ¿Todavía no has terminado?- le preguntó enfadado el empresario a Antonio.
  • Ya casi está: me gusta hacer bien mi trabajo- le respondió el limpiabotas, mientras penetraba de nuevo con los ojos bajo la falda de la mujer.

La joven había abierto las piernas de forma evidente y a Antonio se le quedó la boca abierta al comprobar cómo los rayos solares se colaban entre ellas e iluminaban por completo el depilado sexo, ahora ya desnudo, de la chica. El tanga había desaparecido y una anilla azul asomaba entre los carnosos y húmedos labios vaginales de la joven, que había empezado mover una y otra vez los muslos, abriéndolos y cerrándolos y haciendo presión con ellos para, sin duda, intensificar el placer de las bolas chinas alojadas en el coño. El corazón del limpiabotas palpitaba a mil, al igual que su polla y sus testículos, que sentía duros e hinchados.

  • ¡Bueno, ya está bien! ¡Dime de una vez cuánto te debo!- le espetó desesperado el empresario al limpiabotas.
  • Cinco euros- le respondió Antonio, tartamudeando por la impresión que le ocasionaba el espectáculo que estaba viendo.

Enrique le pagó al limpiabotas y se levantó de la mesa para marcharse. Lo mismo hizo su joven acompañante que, al pasar al lado de Antonio, dejó caer de la mano el tanga rojo y perfumado con el embriagador aroma de su coño como propina.

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