17 de noviembre de 2014

VECINOS RUIDOSOS.

                                                          VECINOS RUIDOSOS.


Es domingo por la noche. Se acaba un nuevo fin de semana. Éste ha sido especial para mí por haber celebrado mi cumpleaños y por haber recibido tantas muestras de amor de las personas a las que quiero, principalmente de mi novia, que se ha dejado todo su tiempo, su alma y su voz en hacerme el hombre más feliz de la Tierra.

He podido practicar deporte durante el sábado y el domingo y eso ha hecho que esté ya un poco cansado a estas horas de la noche. De hecho, debería estar en la cama descansando y no escribiendo este texto. Pero me he vuelto a levantar para redactar lo que ha sucedido.

En cuanto mi novia se puso en contacto conmigo para darme las buenas noches, me tumbé en la cama para dormir. Esta tarde la he echado un poco de menos por sus ocupaciones y, entre el cansancio de mi cuerpo y el deseo de verla cuando me despierte temprano, no quería demorar mucho más el quedarme dormido.
El sueño estaba a punto de vencerme, cuando he comenzado a escuchar las risas de los vecinos de al lado. No sé qué diablos pasa con las paredes de este bloque de pisos que se oye absolutamente todo y más todavía en el silencio de la noche. Conozco a la perfección lo que ocurre a partir de esas risas, pues son ya tantas veces las que las he oído: carcajadas más fuertes, luego susurros, suspiros, el crujir de los muelles de la cama, incluso golpes en la pared con no sé qué partes del cuerpo (supongo que con los brazos), gemidos y toda clase de expresiones y palabras de índole sexual que se suelen usar mientras una pareja folla.

Aunque son muchas las veces en las que he sido partícipe involuntario, oyente casi por obligación, de los juegos sexuales de esa pareja, hoy ha sido distinto.
He andado caliente todo el día y no he parado de pensar en mi novia, en nuestros encuentros ardientes, llenos de pasión y de entrega. Por eso, al oír los gemidos de la chica cada vez que su pareja le metía la polla hasta el fondo, al escuchar los jadeos de él en pleno esfuerzo, he cerrado los ojos y me he puesto a recordar a mi novia: su rostro lleno de dulzura, su precioso cuerpo desnudo, el cuerpo de una diosa. Me he llevado la mano a mi bóxer gris, que es la única ropa que traía puesta por abajo, y me he empezado a acariciar sobre la prenda ceñida. El estímulo de mi mano no ha tardado mucho en hacer efecto y mi pene ha comenzado a endurecerse, a ponerse tieso. A pesar de que estaba tapada por el bóxer, sabía que las venas ya se estarían marcando sobre la piel de mi verga como si fuesen a explotar en cualquier momento. La prenda gris ha comenzado a humedecerse: sobre ella ha aparecido una ligera manchita justo donde se encontraba la punta de mi polla. He rozado esa mancha con mis dedos y lo único que he logrado es agrandarla más de lo mojada que se encontraba ya mi miembro. He continuado masajeando todo mi paquete con la palma de la mano, incluyendo por supuesto los testículos, notando cada vez más las palpitaciones de mi pene. Lentamente he bajado el bóxer, dejando que asomara mi polla primero, mis bolas después.  He encerrado en mi mano derecha la verga, empezando a agitarla con suavidad. Pronto ha quedado al descubierto mi glande rojizo, empapado de flujo, con su agujerito central abriéndose y cerrándose al compás de cada palpitación. He acelerado imaginando que es mi chica la que cabalga sobre mi pene o la que me masturba o la que engulle mi polla con su húmeda boca.

El deleite de sentir el roce de mi mano y la fricción sobre mi duro miembro va en aumento. Sé que ya no habrá marcha atrás, que no pararé hasta correrme de gusto. Acaricio mi glande que está pringoso. Con los dedos juego con él formando finos y largos hilos con el líquido que ese redondel carnoso desprende.
Vuelvo a acelerar, a agitar enérgicamente mi polla. De mi boca salen los primeros gemidos. Recorro toda la extensión de mi miembro empalmado una vez, otra, otra más.
Noto que se acerca el momento de la eyaculación, cómo se endurecen mis testículos, cómo el cosquilleo en ellos y en mi abdomen anuncian lo que ya es irremediable. Agito mi pene con todas mis fuerzas y de forma seca. Repito la acción varias veces más hasta perder la cuenta. Una nueva vez y ya no aguanto más: varios incontrolables chorros de esperma salen disparados uno tras otro impactando contra mi vientre, mi pecho y la ropa de cama.

Ahora todo huele aún a semen, a ese inconfundible fuerte olor a semen blanco y espeso, mientras termino de escribir este texto para, ahora ya sí, acostarme a dormir en mi cama revuelta y manchada.
                       

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