La ciudad en la que vivo está en el sur de España y es muy turística. Durante todo el año recibe la visita de muchísimos extranjeros para admirar su belleza.
Pero es durante la época de primavera-verano cuando el número de turistas se dispara. Estamos en mayo y el termómetro marcaba hoy ya los 33 grados. Si para un lugareño esas es una temperatura respetable, para los turistas que visitan la ciudad supone un calor asfixiante. Es frecuente ver a muchos de esos turistas tumbados en el césped de algún parque, o a la orilla del río tomando el sol (los más atrevidos) o bien simplemente descansando de sus largas caminatas por la ciudad.
Hoy primero fui a dar un paseo a media mañana por el centro de mi ciudad y después me adentré en una zona ajardinada que hay junto a uno de los monumentos más emblemáticos. A los pocos instantes de entrar en dicha zona, advertí la presencia de dos mujeres tumbadas sobre el césped. Eran inequívocamente dos turistas, dos guiris, como solemos decir por aquí: las dos rubias, de piel muy clara y de mediana edad. Una de ellas estaba tumbada boca arriba y llevaba un vestidito estampado de color rojo. El vestido era largo, pero se lo había subido hasta la mitad de los muslos para que le diese el sol en las piernas. La otra mujer estaba bocabajo: lucía un vestido negro, pero ceñido y, al igual que la otra turista, se lo había subido. Pero se lo había subido bastante más: únicamente quedaban tapados los glúteos y el comienzo de los muslos. La mujer descansaba y tomaba el sol totalmente despreocupada y con las piernas separadas.
Sin dudarlo, me acerqué hacia donde estaban ambas extranjeras y me senté a la sombra de un árbol, a escasos 5 metros de donde ellas se encontraban.
El ángulo de visión era perfecto. Desde mi posición se le veía absolutamente todo a la mujer del vestido negro: entre sus dos majestuosos glúteos se hundía un tanga blanco, cuyo hilo se enterraba en la raja del culo. Estuve apreciando ese espectáculo varios minutos, hasta que la mujer cambió de postura: se incorporó, bebió agua de una botella y volvió a tumbarse, esta vez boca arriba. Había advertido ya mi presencia, pero no le importó lo más mínimo: se volvió a despatarrar, mostrándome ahora la parte delantera de su tanga blanco. Unos instantes después, la otra mujer se incorporó también para coger una manzana de su mochila. Al hacer ese gesto, mostró también sin pudor alguno sus braguitas negras bajo el vestido y estuvo así hasta que terminó de comerse la fruta. Fueron un par de minutos increíbles y excitantes para mí: si miraba hacia una mujer veía su tanga blanco, si miraba a la otra le veía las bragas negras. Mi polla estaba ya dura bajo mi pantalón, mientras yo pensaba si las dos mujeres lo hacían para provocar o eran tan ingenuas que ni se habían dado cuenta de toda la situación.
Al principio trataba de mirar con algo de disimulo, pero al ver que las mujeres ni se inmutaban, mis miradas cada vez eran más descaradas. Comencé a pensar que no lo hacían por provocar, sino que, sencillamente, les daba igual que un hombre les estuviera viendo su ropa íntima: ellas se encontraban tan a gusto disfrutando del sol que lo demás no les preocupaba en absoluto.
La chica del vestido negro volvió a cambiar ligeramente de posición: seguía de cara al sol, pero si antes tenía las piernas estiradas y pegadas al césped, ahora se las había pegado más al cuerpo y se encontraba con las plantas de sus pies descalzos tocando la hierba. Continuaba con los muslos totalmente separados y no quise desaprovechar la ocasión: me levanté para marcharme y pasé justo por delante de ellas. Cuando estaba a escasos centímetros de la mujer del vestido de negro, le miré la entrepierna y me llevé mi último premio. Ahora, más de cerca, pude apreciar mejor todavía el tanguita blanco: era semitransparente, se le veía una fina tira de vello púbico y lo tenía tan hundido que los bordes de los labios vaginales asomaban por los extremos. La mujer tenía los ojos cerrados y ni se dio cuenta de que la había mirado, pero la otra turista sí se percató y esbozó una ligera sonrisa, mientras continuaba también con sus bragas negras a la vista.
Me alejé un poco de ellas, me metí en una zona de arbustos, me bajé la cremallera del pantalón y, tras apartarme un poco el bóxer, comencé a masturbarme pensando en lo que acababa de ver. No tardó mucho mi leche caliente en salir disparada regando las hojas verdes que brotaban de los arbustos.